Por Alejandro Kaufman*
I
Desde el primer minuto, y en aquel entonces en asociación con la coacción moral sobre que se estaría discutiendo una violencia homicida terrorista, tuvo lugar una operación de sentido consistente en dar por sentado el carácter de delito de la violencia política revolucionaria de los setenta. Ese primer minuto suele ser también objeto de debate dado que se lo remite al golpe del 76, o, no sin razón, a la ruptura de las principales organizaciones armadas con la institucionalidad democrática de 1973.
Al haberse caracterizado conceptualmente a la violencia política revolucionaria como delito, sin más, y no obstante la extendida complejidad que concierne a aquel periodo, así como la gran diversidad de acontecimientos divergentes que abarca, se estableció un límite a la política, un borde conversacional infranqueable. Solo era posible a partir de ese momento una acción represiva contra las organizaciones armadas. Aquellas organizaciones, en primer lugar, tenían límites difuminados por movimientos sociales multitudinarios, muy difíciles de establecer, tanto para propios como para ajenos. Caracterizar como delito comportamientos seguidos por multitudes o que cuentan con la adhesión de multitudes se aproxima más a una ideología o propaganda bélica/represiva que a una distinción plausible sobre acciones delimitables e imputables de manera jurídica. En ello radica una diferencia esencial entre convivencia institucionalmente viable y condiciones de conflictividad solo susceptibles de dirimirse mediante la violencia.
Caracterizar como delito comportamientos seguidos por multitudes o que cuentan con la adhesión de multitudes se aproxima más a una ideología o propaganda bélica/represiva que a una distinción plausible sobre acciones delimitables e imputables de manera jurídica.
La cuestión de si la violencia puede ser objeto de monopolio del estado no depende solamente de condiciones declaratorias, ni de una superioridad imaginaria de las fuerzas estatales, que no están definidas por el espíritu sino por condiciones sociales concretas. El monopolio estatal de la violencia es sustentable solo sobre la base de multitudes que se dejan gobernar, que obedecen. Cuando ello no sucede, sino que en cambio centenares de miles o millones de personas llevan a cabo acciones violentas -o están dispuestos a realizarlas-, nos encontramos ante un conflicto eventualmente entre dos o más partes, o con un conflicto cuyos actores no estatales pueden ser también difusos, como sucede con algunas violencias delictivas “comunes”. Es sintomático que, probablemente, como léxico de la postdictadura, nos encontremos con frecuencia con enunciados que inquieren sobre el lado del cual estamos quienes defendemos derechos y garantías ¿acaso del de los delincuentes? Como si los delitos habitualmente señalados en la actualidad no fueran realizados por agencias moleculares e inarticuladas, solo abordables con métodos estadísticos y psico-socio-criminalísticos. Es en lo que se asemejan conceptualmente los delitos y las enfermedades: en que constituyen categorías, taxonomías, acciones identificables en su conjunto sin pertenecer a una agencia apelable conversacionalmente. En ello reside la diferencia con los agentes políticos como sujetos colectivos susceptibles de intercambios conversacionales.
En el caso argentino, como también sucedió con sus respectivos matices distintivos en los demás países del Cono Sur, y a diferencia de conflictos civiles de otras épocas y latitudes, se adoptó -desde el primer minuto en que se siguieron acciones represivas contra las organizaciones armadas en el contexto institucional democrático- un enfoque de caracterización excluyentemente delictual, descartando toda injerencia política, es decir, conversacional. De ahí que el evento simbólico del drama encarnó -fue una de sus versiones- en la expulsión de la plaza. Se pretendió, sobre la base de la legitimidad resultante del acto electoral, cancelar sin más la genealogía de la política armada que antes se había estimulado, aun más que consentido. El exterminio argentino de 1976 se inicia en sus fundamentos en esa decisión político militar, consistente en el pasaje de un día para el otro, de una guerra civil revolucionaria a un ostracismo con pretensiones de legitimidad jurídica. No fue solo el actor militar golpista el que sostuvo la posición de no reconocimiento de un adversario con el que habría que encontrar una resolución política, en lugar de actuar de manera exclusivamente represiva. De modo que el que ayer era un diputado electo hoy se convertía en un delincuente que habría de perseguirse sin condiciones.
El exterminio argentino de 1976 se inicia en sus fundamentos en esa decisión político militar, consistente en el pasaje de un día para el otro, de una guerra civil revolucionaria a un ostracismo con pretensiones de legitimidad jurídica
El problema del presente y de la memoria no debería ser si estamos o no de acuerdo con las posiciones que se opusieron hace casi medio siglo, sino que discutimos aquello como si nos valiera en tanto posiciones del presente. Y en ello reside la repetición de un error trágico que no estamos advirtiendo, más allá de si de ello no se sigan consecuencias comparables, aunque ya podemos saber que no habrá de ser inocuo.
II
No es tan difícil augurar nocividad, lo contrario de lo inocuo, en el contexto del trauma, del padecimiento colectivo y perenne de la desaparición. De su densidad forma parte no solo el negacionismo en sus formas más evidentes, sino también en aquellas que pasan inadvertidas, como por ejemplo cuando en la plataforma electoral de la UCR, en 1983, se dice respecto de lo acontecido: “[S]e asistió a una elusiva actitud frente a masivas desapariciones de personas, el consentimiento de arrestos ilimitados sin juicio y de conculcaciones de las libertades de asociación, prensa y reunión, la tolerancia frente a inaceptables prórrogas de la jurisdicción castrense sobre la civil, así como a no menos arbitrarias inhabilitaciones personales, confiscaciones y regímenes carcelarios.” Aquella plataforma era muy discreta respecto de lo que se haría en el campo de los derechos humanos, una de las razones por las cuales el movimiento de los derechos humanos en su mayoría promovía una Comisión Bicameral parlamentaria que investigara los crímenes de la dictadura (que se plasmó en la candidatura a diputado de Augusto Conte). Podría decirse, hasta con razón, que no era viable en aquel momento tan vulnerable formular de modo explícito lo que luego efectivamente se realizó, aun muy por debajo de lo ansiado por la agenda de los organismos de derechos humanos, que en su mayoría se mantuvieron a distancia de lo actuado también por la CONADEP.
Resulta interesante luego de tantos años, y tan luego en este tercer año de gobierno que transcurre, revisitar aquellas frases: se asistió a una elusiva actitud frente a masivas desapariciones de personas, en las que sobresale de manera estentórea -por omisión- la ausencia de sujeto. ¿Quién o quiénes asistieron a qué actitudes de quién o quiénes? No se sabe. Es el no saber consintiente que sabe que algo habrán hecho, algo habrá pasado, pues habrá que investigar de qué se trata, dicho así por quienes pudieron estar tan cerca de lo acontecido, a la distancia en que se entiende lo dicho en susurros, los gemidos de las torturas y padecimientos incontables.
En la página 35 de la plataforma se dice que “[L]a legitimidad de los objetivos que se hubieran planteado no puede ni debe usarse para justificar la ilegitimidad de los métodos empleados, para evadir las responsabilidades asumidas, ni para anular los delitos comunes o militares que se hayan cometido en el transcurso de la acción.”
¿”Acción”? Interesante palabra para describir atrocidades. ¿No es un término de otros léxicos que mejor no designar por su origen europeo de varias décadas atrás? La lengua de los perpetradores para referir a los “métodos ilegítimos” destinados a obtener “objetivos legítimos”, a saber, la represión del “delito”. De modo que no es en el prólogo del Nunca más donde nos encontraremos con la precariamente llamada doctrina de los dos demonios, ni aun en la plataforma de la UCR de 1983, sino en la institucionalidad democrática de 1974, a la cual habría que interrogar sobre el alcance del consenso, acuerdo o consentimiento tácito que dio curso al clivaje por el que se optó para saldar años de conflictividad sociopolítica trágica, desde los bombardeos y fusilamientos de la década del cincuenta hasta la masacre de Trelew, por lo menos.
Seguramente no será difícil para un lector genérico de estas líneas concordar en la procedencia última de la violencia genocida que hemos padecido, con todas las controversias implicadas: el propósito aquí no es abundar en ello, ni muchísimo menos desplazar las responsabilidades de los perpetradores procesistas cívico militares del exterminio al lapso antecesor (una de las fórmulas del negacionismo). De lo que aquí se trata es de indicar un problema que atravesó intacto la historia reciente, y que hoy vemos con claridad deslumbrante por el modo en que vuelve recargado, con apoyo electoral y legitimación generalizada: que una conflictividad sociopolítica atravesada por variables insurreccionales, armadas, revolucionarias y bélicas, constituida por múltiples actores -cambiantes además en breves lapsos en aquellos años- en lugar de ser abordada con sensatez y prudencia política y conceptual fue tratada (y es tratada) como mero delito.
La conflictividad sociopolítica atravesada por variables insurreccionales, armadas, revolucionarias y bélicas, constituida por múltiples actores en lugar de ser abordada con sensatez y prudencia política y conceptual fue tratada (y es tratada) como mero delito.
III
Esta conceptualización se mantiene de un modo lindante con la necedad, conducente a una negligencia criminal, cuyas consecuencias solo comenzamos a observar en estos días. Una destacada figura intelectual decía recientemente en una entrevista televisiva que “[E]l movimiento de madres de plaza de mayo y después el de abuelas fue tomado por el feminismo como un ejemplo de una manera diferente de confrontación política… El movimiento de madres y abuelas buscó una estrategia que no era la confrontación armada, ni siquiera la confrontación política directa, sino que era denunciar mediante un mecanismo que no era un delito y por lo tanto no podía ser reprimido…” [subrayado mío]. (…) “Una cosa es un delito y tener la certeza de que hay un delito y otra cosa es probarlo judicialmente; ahí hay un proceso en el medio y ese proceso es casi un ritual. (…) Es el procedimiento (…) del que depende qué pasa y que no pasa la barrera entre ser una certeza moral para la ciudadanía y ser una verdad jurídica.”
Sin necesidad de designar a quien hizo estas afirmaciones, y con el objeto de señalarlas más como un síntoma de la condición traumática que nos subyuga que con un propósito polémico, por otra parte probablemente fútil, lo interesante de estas frases es el modo en que aparece allí el delito. Por un lado se reproduce como sentido común lo señalado arriba en la plataforma de la UCR de 1983: el problema no era el objetivo sino los métodos, dado que la “certeza moral de la ciudadanía” (qué sugerentes estas palabras en los presentes días) concierne al delito, por descontado, y de lo que se trata es de los procedimientos probatorios. Sin duda, como se suele decir en las conversaciones leguleyas, hay una biblioteca que separa con una frontera inequívoca el delito de los procedimientos, y otra que lleva a cabo, digámoslo así, una crítica de las distinciones que se presentan como fronteras inequívocas. En cualquier caso, y para el propósito de abordar el problema de la insurrección revolucionaria, la cuestión de las fronteras entre delito y procedimiento se vuelve crucial, porque son justamente esas fronteras las que vienen a ser puestas en tela de juicio por dichas formas violentas de la acción política. ¿Es necesario aclarar que la sola puesta en tela de juicio de tales fronteras es considerada delito de violencia? Lo hemos escuchado y leído en estos días. Una institucionalidad democrática robusta (adjetivo caro a los lectores de textos redactados en lenguas y lógicas globales pero trasplantado a nuestros léxicos pertenecientes a democracias “no robustas”) sería aquella que podría poner en primer lugar no solo la institucionalidad jurídica para combatir al terrorismo (como tanto gozan de citar los casos europeos -que no enfrentaban multitudes(1), sino pequeños grupos marginales-) sino un plexo conversacional político, del cual extrañamente dispusimos para el desarrollo de las políticas insurreccionales y revolucionarias que formaron parte de las luchas que hicieron posible el devenir electoral de 1973 pero fueron canceladas en el contexto conversacional posterior, cuando más necesaria hubiera sido su prosecución.
En cualquier caso, y para el propósito de abordar el problema de la insurrección revolucionaria, la cuestión de las fronteras entre delito y procedimiento se vuelve crucial, porque son justamente esas fronteras las que vienen a ser puestas en tela de juicio por dichas formas violentas de la acción política.
El otro aspecto -extrañísimo- que sobresale en la cita extraída de la entrevista a la destacada figura intelectual que mencionábamos es la idea del todo bizarra que atribuye a madres y abuelas el uso de “un mecanismo que no era un delito y por lo tanto no podía ser reprimido”. ¿Hace falta abundar en las desapariciones de las tres madres y de las monjas francesas? No más que para indicar el drama que se desprende de esas palabras: el consentimiento tácito con una legalidad (no legítima) inherente a la dictadura, que habría de otorgar previsibilidad a las acciones de denuncia en su propio contexto. Expresiones que compiten por ser las formas más acentuadas de banalización de la dictadura. Hubo unos procedimientos equivocados para probar delitos; por lo demás, el ingenio de madres y abuelas supo cómo actuar de modo legal. Equívoco tan descomunal como inadvertido.
IV
Señalemos solo para concluir estos apuntes urgentes: una diferencia entre historia y memoria es la distancia (imaginaria) asumida respecto del pasado. No importa si cronológicamente es cercano o lejano, sino cuánta distancia en términos de significaciones establezcamos con ese pasado traumático. No es una distancia mensurable objetivamente ni se desprende de la comprobación factual. No remite a las tensiones disciplinarias entre historia y memoria. Tampoco refiere a una frontera, a una delimitación inequívoca entre pasado y presente. El caso más patente es el del fin de una guerra. Al día siguiente, la distancia establecida es la mayor posible con los sucesos de violencia letal concluida eventualmente para siempre. Quien ayer era un enemigo mortal hoy es un conviviente y puede ser un amigo. Hasta es posible que deba ser un amigo. En el orden de la memoria, la distancia es más difícil de definir porque el tiempo del duelo, que es el tiempo de la memoria, no es mensurable. Ahora bien, el duelo es decreciente, es una elaboración del olvido. El olvido es la distancia con el pasado. Los muertos, muertos están, los recordamos, de algún modo están con nosotros, pero a la vez los hemos dejado atrás para siempre mientras vivamos.
La cuestión no es tanto aludir aquí a la distancia reconocible del duelo que hace posible sobrevivir a la fatalidad, sino lo que sucede cuando el duelo resulta imposible por la desaparición, o cuando lo que llamamos memoria, en lugar de alentar la distancia, da lugar a lo contrario. Un suceso del pasado asume una presencia bajo la forma de asunción de conflictividad o reclamo de derechos o vindicación. Puede tratarse de sucesos en verdad muy remotos, como sucede en el Medio Oriente, donde la arqueología suscita noticias sobre conflictos inmediatos, otorgando o denegando supuestos argumentos que legitiman posiciones en el presente. En nuestro continente algo así sucede con reivindicaciones de pueblos originarios o afroamericanos. Sucesos de varios siglos de deriva, muchas veces olvidados, otras veces sujetos a los deberes de la memoria, de pronto se vuelven inmediatos. Se suprime la distancia con el pasado, se vuelve del olvido. No se trata aquí de valorar estas circunstancias, que por lo general nos suscitan la mayor de las solidaridades, sino de señalar que la supresión de la distancia con el pasado que implica el olvido, la encarnación en el presente de lo olvidado, es un índice seguro de puesta en tela de juicio de la institucionalidad democrática vigente. Es decir, la institucionalidad democrática no es viable si no instala tramas conversacionales alrededor de tales demandas de memoria.
La cuestión no es tanto aludir aquí a la distancia reconocible del duelo que hace posible sobrevivir a la fatalidad, sino lo que sucede cuando el duelo resulta imposible por la desaparición, o cuando lo que llamamos memoria, en lugar de alentar la distancia, da lugar a lo contrario.
En lo que nos ocupa en estas líneas, la violencia insurreccional revolucionaria resulta un caso que nos requiere una caracterización desde el punto de vista del olvido y de la memoria. Conmemorar ese caso, ya casi remoto y no vuelto a acontecer ni a ser realizado de manera efectiva, supone el tipo de distancia que mantenemos con sucesos lejanos que podrían mencionarse a modo de ejemplo: el éxodo de Egipto, la saga de Espartaco o la toma de la Bastilla. En ellos residen las ambiguas fronteras de la memoria: los sabemos sucesos de la historia. Nadie podría suponer con legitimidad que mentarlos tuviera implicancias actuales judiciables en un contexto democrático. Algunos de esos sucesos se mantienen cartográficamente, digamos, a una distancia tal vez mayor que las matanzas de pueblos originarios o el tráfico transatlántico de esclavos. Pues: solo podremos convivir de manera sustentable en un marco de institucionalidad democrática si interponemos una distancia similar con los sucesos de los setenta. Son historia, y las prácticas conmemorativas no pueden ser imputables, como es el caso de tantos otros sucesos conflictivos.
Así, concluyamos por ahora en que la perseverancia en la caracterización de aquellos sucesos como delitos actualmente sostenibles es un problema grave que requiere ser discutido antes que abandonado a un sentido común que no nos conducirá a la convivencia, sino a funestas consecuencias indeseables para el sostenimiento y prosecución de la institucionalidad democrática.
* Profesor Titular de Psicología y Comunicación en la carrera Ciencias de la Comunicación (UBA). Ex Director de la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA.
(1) Doblemente inquietante por las evocaciones que suscita es la disposición de diciembre de 2017 a reprimir abiertamente a multitudes en las calles, no sin el respaldo de recursos mediáticos que lo hicieran aparecer como si se hubiera reprimido a un pequeño grupo.