Por Daniel Mundo*
“Las cosas van mal porque la conciencia enferma de nuestra sociedad tiene el máximo interés en no salir de su enfermedad”
A. Artaud
1. Lo virtual
Hace unas semanas, en medio de la cuarentena, el Ministerio de Salud recomendó practicar sexo virtual. Nadie explicó a qué se refería tal concepto, como si todo el mundo ya lo supiera. La respuesta social fue de sarcasmo o rechazo. Esto ocurrió por varios motivos. En principio, puede deberse a cierto aire de libertad que la sociedad necesita respirar en pleno proceso de obediencia civil masiva. Nos resistimos a que el Estado regule hasta ese nivel capilar nuestra intimidad. Pero esta “desobediencia” es más bien ficticia. Si fuera cierta, saldríamos a recuperar nuestro sexo “normal”, aunque sea cuidándonos. Pero no es el caso. Según una encuesta que circuló durante las últimas semanas, la práctica de sexo disminuyó en estos días de cuarentena, incluso entre personas que comparten el espacio habitacional. El sexo virtual acarrea y devela otras cuestiones.
Cuando no se explica un concepto porque resulta obvio tenemos que sospechar. En este caso se dio por sentado que el sexo virtual es un sexo a la distancia, sin contacto físico (salvo el que mantiene uno consigo mismo), mediado por alguna tecnología inteligente (smartmedium), en la que uno o ambos participantes del evento se ponen cachondos de un lado y del otro de la pantalla, y acaban en algún tipo de orgasmo. Hay varios problemas en esta escena idílica. Primero, parece un calco o copia de otra escena que se desarrolla en la realidad real (RR), con contacto físico, sexo democrático y placer asegurado, como si solo bastara con trasladar a la pantalla lo que hacíamos en la cama. Esta escena debe ser demolida hasta sus bases porque encarna una serie de errores. Representa a lo sumo un nivel del fenómeno, el más empírico y superficial. Además, da cuenta del lugar en el que el imaginario social ubica al sexo como una experiencia maravillosa de reconciliación placentera. En esta escena el problema no nace del sexo virtual, nace del original sexo carnal, sobrevalorado por nuestra sociedad y por los representantes de la salud. Cualquier idea que empañe esa escena hermosa del acto sexual (físico o virtual) donde los actores buscan dar y recibir placer es resistida o rechazada. Tenemos que ser conscientes que el sexo pasó de ser considerado la fuente de perturbaciones y desviaciones patológicas, a ser considerado lo que nos proporciona bienestar corporal y salud psíquica. La sobrevaloración funciona entonces como una forma de ocultar la domesticación de las pulsiones que se está llevando a cabo. Es lógico que ocurra esto porque la experiencia sexual es la última mercancía fabricada por el capitalismo para mantener a su capital variable en un buen estado físico y mental. Una experiencia en la que nos consumimos. Esa postal verosímil y tranquilizadora desconoce el contranatural compromiso emocional y la enorme transferencia psíquica que exige el sexo virtual.
Además, rápidamente se relacionó al sexo virtual con la masturbación, una experiencia que no conoció el reconocimiento social que consiguieron otras prácticas sexuales disidentes como las de gays, lesbianas, transexuales, sadomasoquistas, etc. Si bien ya no se la persigue como hasta hace unos años y a nadie se le ocurriría reprimir al onanista, tampoco se lo va a reconocer en su integridad y mucho menos reivindicar. La masturbación, para el imaginario social, constituye una sexualidad deficiente. El discurso masculino la postula entre risas como un plus de sexualidad: tengo tanta potencia sexual que necesito otra descarga además de la del acto sexual. Si no somos capaces de revisar una idea tan banal, mucho menos seremos capaces de pensar el sexo virtual. Aún hoy, en el medio del torbellino de la liberación sexual, la masturbación produce algún tipo de malestar. Tal vez no podría ser de otro modo, pues es una práctica que llevada hasta su extremo perturba el vínculo social en general y el vínculo sexual en particular.
El imaginario social concibe lo virtual como un espacio/tiempo incompleto al lado de lo real, como una posibilidad de lo real, pero no como semejante a lo real. Que sea semejante no significa que sea igual a lo real (RR). Lo cierto es que desde hace unos años somos seres anfibios que sobrevivimos o existimos en ambas realidades, la RR y la RV. Muy tempranamente J. Baudrillard elaboró los conceptos de hiperrealidad y simulacro. Lo que descubrimos ahora es que no hay un proceso de sustitución de una realidad por otra, como postulaba Baudrillard, sino de auténtica superposición y convivencia. La cuarentena lo puso de relieve. Ambas realidades están en un pie de igualdad ontológico y en una relación de complementariedad, no de oposición. Lo que debemos cuidarnos de evitar es trasladar la valoración de una realidad a la otra, pues ambos tipos de realidades son autónomos. El nodo que las enlaza, nosotros mismos, puede estar conformado por una información que dificulta esta comprensión.
2. Medios
Para comprender el sexo virtual en su realidad hay entonces que desnaturalizar otro prejuicio muy asentado, esa idea ingenua que nuestra sociedad tiene de los medios de comunicación de masas, de los que usufructúa todo lo que puede al mismo tiempo que desconfía de cualquier realidad mediática o virtual (RV). Para comer en paz ponemos al indefenso bebé en frente del aparato inteligente, y después le pedimos que arme un rompecabezas de mil piezas. En el pase de manos del pensamiento crítico, la omnipotencia que antes le adjudicábamos a Dios, hoy se la otorgamos al algoritmo, la última figuración de la hipodérmica mediática. La escolástica cambió de contenido, pero no de lógica.
Nuestra sociedad mantuvo y mantiene con la técnica o los medios (en este ensayo se usan como sinónimos), desde el cine o la TV hasta el smartphone, una relación ambivalente entre fascinación y rechazo. No hace falta ser un doctor en mass media para descubrirlo. Autores clásicos sobre la técnica lo indicaron hace mucho tiempo, ya que con cada nueva tecnología se develan capacidades perceptuales, afectivas y cognoscitivas que los seres humanos ignorábamos que teníamos. El mundo se amplía a nuevas realidades, por un lado, y por otro se contrae y achica. Pienso en lo que decía W. Benjamin del primer plano foto-cinematográfico, por ejemplo, que evidencia un detalle imposible de percibir antes de la captura mediática. Fue la cámara la que nos enseñó a ver e interpretar la mano sospechosa que lleva el cigarrillo cómplice hasta el inocente cenicero. Solo el primerísimo primer plano (una proto realidad aumentada en 3D) nos posibilita percibir la piel porosa y la transpiración. La primera película que se censuró por obscena se llamaba El beso, duraba un minuto nueve segundos, y se basaba en una toma en primer plano de un beso. Ocurrió en 1896, un año después de que los hermanos Lumière presentaran en sociedad al cine. ¿Cómo habían observado un beso hasta ese momento los seres humanos? No lo sé, pero seguro que no como lo observamos y vivimos nosotros.
Lo que descubrimos ahora es que no hay un proceso de sustitución de una realidad por otra, como postulaba Baudrillard, sino de auténtica superposición y convivencia. La cuarentena lo puso de relieve. Ambas realidades están en un pie de igualdad ontológico y en una relación de complementariedad, no de oposición.
¿Qué deseos podían embargar a un individuo decimonónico con el parque mediático con el que contaba? Como repetía nuestro maestro J. B. Ribera, en el siglo XX el actor fundamental en la construcción del deseo y en la formación de nuestra sensibilidad y nuestra sexualidad fueron los medios de masas. Del folletín al cine. En El proceso de la civilización, N. Elias, siguiendo a Freud, planteaba que la sublimación cinematográfica de la violencia reprimida era una forma distinta de canalizarla y concretarla. Con la sublimación sexual ocurre lo mismo. El cine habilitó maneras inéditas de satisfacción sexual, así como generó pulsiones insospechadas antes de su aparición. Los medios (la radio, el cine, la televisión) producían un deseo sexual al mismo tiempo que lo sublimaban, respondían a una presión sociosexual a la vez que la fomentaban. Cuando a mediados de la década del sesenta se derogó el famoso “código Hays”, que había reprimido la representación de sexo en Hollywood durante más de tres décadas, no solo significó que la sociedad “liberaba” las representaciones sexuales (de hecho, a los pocos años, obras pornográficas como Garganta profunda, el emblema de Garard Damiano, se exhibirían en cines comerciales), significó también que la sociedad necesitaba sublimar prácticas que no podían concretarse en la realidad cotidiana (RR). La pornografía, más que ser un género pedagógico que enseña gestos y actos, es una pantalla en la que se exhiben los deseos que atraviesan una sociedad. Pueden no gustarnos algunos de esos deseos, pero ya no pueden ocultarse.
¿A cuenta de qué viene esta reflexión sobre los medios para pensar el sexo virtual? La sola formulación de la pregunta evidencia su despropósito. La respuesta es: a cuenta de todo. No hay sexo virtual sin la intervención o participación del medio. ¿Qué relación mantienen los medios con nuestra sexualidad? La primera relación empírica concibe a los medios como una fábrica de estereotipos sociales y sexuales, que las masas imitan y copian. Los cuerpos se vuelven mercancías mejoradas, modelos actitudinales, que se comercializan en el mercado del deseo visual. Esta idea ingenua que privilegia el contenido exhibido e imagina a los medios como simples dispositivos asépticos que no intervienen ni modifican lo que median sigue vigente. En todo caso, dejamos de responsabilizar al propietario del medio para culpar al algoritmo hegemónico. Todavía creemos que el uso o no uso del smartphone depende de nuestra voluntad. Aún creemos que la tele puede transmitir contenidos “buenos” y no la chatarra informativa que transmite, como si esta información no reflejase un deseo social explícito. Seguimos atrapados en la ilusión de lo que vemos y descuidamos la influencia de lo que nos permite ver. La influencia del medio no es ideológica, es práctica. Simmel escribió que es más fácil cambiar los contenidos que una persona piensa, que la forma de pensar de esa persona. Del medio o técnica provienen nuestras maneras de vincularnos y nuestras formas-de-ser. El gran investigador de la técnica L. Mumford planteaba que en el fenómeno técnico o mediático son más importantes las relaciones que las máquinas, obras e instrumentos ordenan y organizan, que las mismas máquinas, obras e instrumentos. El aparato mediático, el instrumento material a partir del que se organiza la situación de audiovisualización, es menos importante que los vínculos organizados por él, las maneras de actuar que él proyecta y los sistemas de creencias que impone. La red de relaciones “invisibles” o no dichas que el artefacto pauta y sobredetermina es más importante que el mismo aparato material que consumimos de modo fetichista. La cámara/pantalla/smartphone está-ahí actuando y determinando lo que se ve, y por ende al que ve y sobre todo cómo lo ve.
3. Política
Hay que correr el análisis del contenido que los medios transmiten y proyectan a la acción o mensaje del medio. Ese contenido, aseguraba M. McLuhan, nos distrae e impide percibir la acción o mensaje efectivo del medio. Los medios no son simples instrumentos que los seres humanos inventamos para facilitar la comunicación, son antes extensiones nuestras, y en este sentido amplían o aumentan nuestras capacidades “naturales”, más allá (o más acá) del contenido que proyecten. De McLuhan a Sadin. Esto no quiere decir que el medio sea omnipotente, pero ya nadie puede considerarlo un simple medio. El medio aumenta y amplía la realidad. Y esta ampliación o extensión de realidad que posibilitan los medios no necesariamente es de orden físico, también es de orden imaginario y psíquico. Los medios modifican nuestro entorno, agudizando algunos órganos sensibles, embotando otros, inventando nuevos. Entre los órganos que los medios aumentan y extienden se encuentran las capacidades sexuales de sus usuarios. Cuando P.B. Preciado arriesga la genial consigna de que “el pene es un dildo de carne”, lo que está haciendo es derrocando la idea ingenua de que el órgano natural es más valioso que el órgano artificial. Está diciendo, también, que tanto el dildo como el pene deben interpretarse como medios de comunicación masivos. En tanto medios, estos dispositivos expresan un mensaje contundente: naturaleza y cultura ya no se oponen. El medio artificial no reemplaza al medio u órgano natural, más bien lo complementa, lo perfecciona y lo amplía, inventando nuevas sexualidades (tal vez). Llegar a este punto de desnaturalización de la sexualidad, de la politización del sexo, solo es posible por las elaboraciones deconstructivas del acto sexual que vienen llevando a cabo el feminismo y las minorías militantes de diversidad sexual. Lo que muchas veces falta en estas propuestas militantes es el cruce que indefectiblemente se produce entre sexualidad y tecnología mediática.
El apareamiento entre política, sexualidad y medios va a parir (ya parió) un ente híbrido, una nueva subjetividad polimorfa que distingue claramente entre una realidad (RR) y otra (RV), pero que no minusvalora una (RV) para sobrevalorar la otra (RR). Su experiencia está mediatizada. Habría que tomarse en serio lo que hace ya muchos años sugería el filósofo italiano U. Galimberti, que de la alienación producida por el medio de comunicación pasamos a la identificación con el medio.
El medio artificial no reemplaza al medio u órgano natural, más bien lo complementa, lo perfecciona y lo amplía, inventando nuevas sexualidades (tal vez). Llegar a este punto de desnaturalización de la sexualidad, de la politización del sexo, solo es posible por las elaboraciones deconstructivas del acto sexual que vienen llevando a cabo el feminismo y las minorías militantes de diversidad sexual.
Los medios no solo transmiten un mensaje, sino que antes y originariamente son un mensaje. Este mensaje del medio se empalma con nuestra sensibilidad y afectividad, con nuestra sexualidad, como se empalman dos cables eléctricos. De hecho, son cables que terminan soldados. No necesitamos la cuarentena para advertir que el smartmedium organiza un mundo de cápsulas aisladas que intercambian mensajes intensos con otras cápsulas aisladas. En la época prepandémica estas cápsulas virtuales rompían su soledad, se sustraían de la RV e intercambiaban experiencias en el mundo físico. La cuarentena impidió esto y puso en evidencia la importancia de ese vínculo virtual. Lo puso en evidencia, pero no lo inventó. Venía de antes. Sin ese entrenamiento no hubiéramos podido tolerar este encierro.
4. Pruebas
Es imposible saber cómo volveremos a relacionarnos físicamente después de la pandemia: es tan probable que todo sea diferente como que todo regrese a su antigua normalidad atrofiada (para esto habría que encontrar la vacuna que nos inmunice, una especie de VTV de nuestro chasis de carne que deberíamos presentar para tener sexo con un desconocido o casi desconocido). Tampoco se trata de desempolvar la bola de cristal y hacer futurología. Se trata, sí, se revisar las distintas pruebas que pasamos en estos días. Por un lado, probamos nuestra capacidad de obediencia y enclaustramiento masivos como no era imaginable ni un día antes de decretar la cuarentena. Probamos que el motor indetenible del capitalismo, la economía, de cuyo funcionamiento dependía nuestra vida, podía detenerse, aunque lo hayamos hecho con el freno de mano y nadie esté capacitado para vaticinar cómo quedaremos luego de tantos trompos. Probamos, también, la dependencia que sostenemos con nuestros vínculos virtuales y las pantallas: en educación, al consultar con el médico o el banco, en la ronda de amigos y la cena familiar, en el sexo a distancia, etc. Rápidamente organizamos una nueva cotidianidad, una nueva forma de trabajo, una nueva forma de educación, un nuevo vínculo afectivo. Que lo hayamos organizado rápidamente se debió a que ya estábamos entrenados en esas experiencias. De cualquier modo, fue y es resistido. Es resistido porque efectivamente ninguna de estas “nuevas” formas de vinculación es igual a las formas presenciales de la realidad prepandémica. Hay, además, una gran maquinaria mediática que nos exige añorar la presencialidad. Por otro lado, ¿cuántos siglos llevamos habitando ese espacio físico? ¿Y cuántos el espacio virtual?
Debemos saber que cuando rechazamos estas “nuevas” formas de vinculación estamos tratando de tapar el plástico de la pantalla con el mousse en la mano: sin la realidad virtual el encierro obligatorio sería imposible. Que en cada situación que podemos repitamos que la virtualidad no es lo mismo que la presencialidad, y que la presencia, el abrazo y el beso son maravillosos (lo son), no significa que lo virtual no nos complazca de otras maneras. Tal vez esté en marcha el famoso mecanismo de la denegación. La virtualidad no es mejor que la presencialidad, tampoco es peor, es diferente.
Junto con la autorización de que nos filmemos mientras tenemos sexo virtual el Estado y la publicidad promocionaron que cenemos con el celular en la mesa, práctica muy criticada anteriormente. Todos sabemos que ya lo hacíamos por diferentes motivos, desde laborales hasta afectivos. Nuestra escucha flotante o inconsciente capta las distintas vibraciones que emana nuestro medio inteligente y cada vez más sensible. Podemos reprimir la reacción, podemos hacer de cuenta que no nos interesa, pero el efecto en nuestra percepción es innegable. No me gusta decir que mi iPhone 5 es el ser que menos quiero perder en este momento. Según las encuestas, el uso de internet se incrementó en un 30 % durante el aislamiento social obligatorio. El sexo entre conyugues, en cambio, descendió.
5. El aburrimiento
El problema para empezar a comprender la realidad virtual se origina cuando aparecen los valores. Cuando comenzamos a valorar las experiencias y decimos que hay algo, un aura, una autenticidad que se pierde en el pasaje de una realidad a otra. Caminar no es lo mismo que andar en una bicicleta fija, aunque tenga enfrente un mural de sol y playa. Pero sería un grave error interpretar que estamos diciendo que la bicicleta física es una experiencia menos valiosa que caminar alrededor de una plaza. De hecho, en el fondo de nuestra conciencia ya empezamos a aceptar que la pérdida no es tan grande, y que se compensa de algún modo con otras adquisiciones que no conoceríamos si no fuera por la realidad virtual. Las más obvias: la cantidad de “amigos” que tenemos, la cantidad de información que consumimos y producimos, la creación de “comunidades” intensas, la avasallante ampliación de productos culturales, la multiplicación de flirteos eróticos, la cotidianidad en el consumo de pornografía, etc. Todas estas experiencias virtuales afectan lo que para mí constituye el auténtico enemigo de la vida contemporánea, el aburrimiento. El problema no es la soledad, es lo que hacemos en soledad. El aburrimiento es el talón de Aquiles de toda nuestra existencia. La experiencia del aburrimiento en las rutinas que incluso nos entretienen y divierten constituye una excelente prueba para descubrir una dimensión de nosotros mismos que ignoramos. En el año 1930, M. Heidegger le dedicó un seminario a la experiencia del aburrimiento, que por esos mismos años W. Benjamin representaba como un pájaro que incuba el huevo de donde saldrá nuestra experiencia futura: “la sociedad moderna tiene escasa tolerancia al aburrimiento”, aseguraba. Es una experiencia que se volvió literalmente intolerable. Oh casualidad, es en ella donde anida la disputa por nuestro futuro.
6. Pansexualidad
La virtualidad es por ahora la última ampliación llevada adelante por la electricidad. Amplía nuestras subjetividades en muchas dimensiones, entre ellas la sexual, por supuesto. El sexo virtual supone un sexo diferente al que conocíamos con contacto físico. Puede o no acabar en eyaculación. Puede o no ser heteronormativo. Puede o no ser falocéntrico. Su rasgo distintivo es que está mediado. No solo está mediado, el actor principal de la escena ya no es el otro (como lo es en el sexo carnal y domesticado), tampoco es uno, es el medio. El deseo persigue un reconocimiento diferente al que perseguía en la realidad física. No proviene del otro, proviene del simulacro del otro, de lo que el otro es en la RV. En última instancia, proviene también del medio (la cantidad de “me gusta” en FB, por ejemplo). La excitación nace de un signo. Ese signo puede tener distintos referentes, porque tal como aseguraba S. Freud, superado un cierto umbral de intensidad, toda excitación se vuelve sexual, más allá del referente que convoque.
Con esto no decía que cuando uno grita un gol hasta desgañitarse esté teniendo un orgasmo. Decía que cualquier excitación, que en principio nada tiene que ver con lo sexual, superado cierto umbral de intensidad se convierte en sexual por la función que cumple o los efectos que produce. Recordemos el ejemplo que utilizaba McLuhan para representar a los humanos como órganos sexuales de los medios (McLuhan aseguraba que los humanos funcionamos como los órganos sexuales de los medios), recurría a la orquídea y la abeja. Lo que le interesaba remarcar era tanto la mutua dependencia de los humanos y los medios como la posibilidad de un sexo sin contacto físico. En el futuro tal vez no necesitemos convocar ejemplos biológicos para dar cuenta de ese vínculo. En Velocidad de escape M. Dery decía que lamentablemente cada vez que pensamos el sexo del futuro lo hacemos con imágenes del pasado. Posiblemente las combinaciones entre los humanos y los medios se multipliquen exponencialmente. Ya lo hicieron. Nuestras inocentes inmersiones en la RV, desde las derivas por las redes sociales hasta el conspicuo consumo de series virtuales, así lo atestiguan. Las consumimos para pasar el tiempo y entretenernos, pero también para lograr algún tipo de satisfacción visual o corporal. Sin duda muchas de las cosas que pasan allí nos excitan. Que esta excitación y satisfacción sea sexual no es fácil de aceptar, pero tampoco fue fácil de aceptar hace un siglo el supuesto pansexualismo del psicoanálisis, hoy admitido y alentado hasta por los representantes de las fuerzas sociales que en aquella época lo reprimían.
El sexo virtual supone un sexo diferente al que conocíamos con contacto físico. Puede o no acabar en eyaculación. Puede o no ser heteronormativo. Puede o no ser falocéntrico. Su rasgo distintivo es que está mediado. No solo está mediado, el actor principal de la escena ya no es el otro (como lo es en el sexo carnal y domesticado), tampoco es uno, es el medio.
El goce del sexo virtual se despliega a lo largo de toda la búsqueda del signo sexual, con el cual se incrementa la excitación. Hay que deconstruir la postal ingenua que bosquejamos al comienzo de la nota, en la que son solo los humanos los actores de peso en la comunicación mediática, y en la que el sexo se fantasea como una experiencia feliz de reconciliación. La alienación que supone todo acto sexual, es decir la pérdida del yo en la inmersión de la escena sexual, puede ser más integral en la virtualidad que en la presencialidad. El sexo, sea “real” o virtual”, acarrea peligros, cuestiona nuestras certezas, tramita violencias, desequilibra al yo, convive con la muerte. Si no lo hace, significa que con una misma palabra estamos refiriéndonos a cosas distintas. Abandonar las corazas y amortiguadores de la cotidianidad enlazado a un dispositivo mediático puede ayudarnos a reformular prejuicios muy asentados, tanto sexuales como mediáticos, por lo general interconectados. Una foto o video puede valer más que algunas penetraciones. Para pensar la sexualidad del futuro se hace imprescindible incorporar a la técnica o el medio de comunicación como un actor protagónico.
7. Estética
Hace muchos años que el sexo está abandonando la dimensión biológica de la especie, por la cual ésta se reproducía, para ingresar en la dimensión estética de los gustos, los placeres y los goces. Las investigaciones antropológicas demuestran que en los pueblos precivilizados hay muchos rituales y tabúes alrededor de la sexualidad (es decir, la sexualidad no era algo indiferente), pero el apareamiento sexual perseguía descargas físicas y reproducciones biológicas más que búsquedas hedonistas. La unión de sexo y placer no es natural, en todo caso es una conquista política. Por lo tanto, implica toda una preparación cultural y sensible dejar de relacionar al sexo con la descarga individual y la satisfacción egoísta, para concebirlo bajo el principio democrático de diversificar el gusto e intercambiar placeres. No hay nada de malo en estas conquistas, al contrario, solo que el resultado al que condujeron es muy diferente a los objetivos que se habían propuesto. La tensión entre estas dos experiencias extremas del acto sexual, la biológica y la estética, nunca desaparece del todo.
El sexo virtual puede ayudarnos a cuestionar el contrato utilitario y represivo que se oculta debajo del ideal del acto carnal, donde al sexo se lo empaquetó como una experiencia “amorosa”, bienintencionada y paciente. Así empaquetado, el sexo es consumible sin peligro, como es consumible cualquier otra mercancía. El sexo virtual puede reproducir esta misma lógica, o puede desnudar la falacia que ésta oculta y poner sobre la pantalla otros fundamentos.
El acto sexual es egoísta e individualista, tanto en una como en la otra realidad. No se trata de satisfacer las necesidades del otro o postergar el goce hasta corroborar la mutua reciprocidad, trueque de placeres-mercancía semejante al de cualquier acto comercial. La exploración sexual no debe estar señalizada con gigantografías, pues es íntima, perversa y destructiva. Éstas son experiencias que el sexo virtual habilita. En el sexo virtual, antes que la preocupación por el otro (que desencadena ese proceso de instrumentalización del sexo que acabamos de presentar), lo que se busca son las formas de concretar las propias fantasías y la propia satisfacción. Demuestra también que estas fantasías y esta satisfacción no necesariamente son placenteras. Pone en funcionamiento traumas, o puede hacerlo. Aquí ya tenemos motivos más sólidos por los que nuestro imaginario social rechaza esta idea de sexo virtual. El sexo virtual es perturbador.
8. Sujeto mediático
El medio no es un simple e inocente intermediario, ni es tampoco un espejo que refleja la RR. La RV se volvió un espacio real —tan real como la realidad física— donde se concretan el acto sexual y todas las fantasías que lo rodean. Repito: no se concretan deseando estúpidamente lo que se ve del otro lado de la pantalla o eyaculando (o por lo menos no necesariamente), se concretan cada vez que iniciamos en nuestros smartmediums una sesión buscando algún tipo de excitación. A veces un corazoncito bien rojo y que late puede enloquecernos. No importa el referente, importa la intensidad de la excitación para convertir a ese referente en un hecho sexual.
Habría que empezar aceptando que en la actualidad el acto sexual se relaciona menos con el contacto físico que con el vínculo visual y mediático. No es fácil de aceptar esto. Nuestro régimen escópico es voyerista y pornográfico, aseguraba F. Jameson al comienzo de Signaturas de lo visible. En el voyerismo la mirada no es un medio inocuo que media entre el referente externo y la excitación interna, no es un simple medio que colabora para que el voyeur o usuario “acabe” por lo que ve. El goce, si es que hay goce, se escabulle en el mismo acto de ver. La percepción originaria, aquella por la cual somos “lanzados al mundo”, está mediatizada. Cuando la mirada está mediada por una tecnología todo el fenómeno se adensa. El “inconsciente óptico” del que hablaba R. Krauss se traslada a la lente o cámara, que extiende o amplía tanto el ojo humano como sus deseos visuales y sexuales.
El peligro en este punto radica en que creamos que la mediatización, y por ende la ampliación de la sexualidad, libera a ésta de los grilletes que tenía en la realidad. Este prejuicio está claramente representado en “Striking Vipers”, ese episodio de Black Mirror en el que dos amigos descubren su mutua atracción jugando a un video game de karate: concretan en la RV lo que no se atreven a realizar en la RR. El fenómeno es más complejo que esta simple trasposición. Aquí no solo habría que revisar el antagonismo o la tensión existente entre ambas realidades (RR y RV), habría también que desmitologizar la presunta “liberación” sexual o corporal. Como lo detectó tan bien M. Foucault, el sexo no se libera. Cada sociedad se da la representación del sexo que necesita para reproducirse. Con cada avance en la “liberación” del sexo presencial, el rulo del control muta hacia otra formación de poder. Foucault solo se equivocó al recomendar correr el eje de la liberación de lo sexual para colocarlo en los placeres y los goces, porque los placeres y los goces también se convirtieron en mecanismos de disciplinamiento masivo en la sociedad hedonista del consumo asegurado. Los placeres y los goces están mediatizados. Que estén mediatizados no significa que copien o imiten lo que se ve, significa que se identifican con lo que posibilita ver. Hace muchos años, Ch. Metz demostraba que cuando aparece el medio audiovisual, la identificación primaria no es con lo que contemplamos en la pantalla, es con lo que nos permite percibir eso que contemplamos, la lente/cámara. En todos los géneros, desde el partido de fútbol al noticiero o el porno, el punto de vista de la cámara es siempre el mejor de los puntos de vista posibles.
Cuando filmamos la escena sexual en la que participamos (y que tantos problemas traerá después, cuando ese video se viralice), no es porque queramos disfrutar de “nuestros 15 minutos de fama”, como tan graciosamente lo vaticinó A. Warhol. Tampoco estamos imitando las pantomimas que vimos en el video porno. Estamos explorando nuestra sexualidad mediatizada. Estamos in-corporando al medio. El sexo virtual es un sexo que se da o produce en la virtualidad, lo que significa que la RV no se vacía de toda significación, no se vuelve un medio puro que simplemente media entre sus usuarios y nada más, sino que la virtualidad es una realidad, con sus reglas, sus limitaciones y sus posibilidades. Allí se instala el sujeto mediático.
* Licenciado en Ciencias de la Comunicación, Magíster en Filosofía de la Cultura, Doctor en Ciencias Sociales y pornólogo. Docente del Seminario Informática y Sociedad. Integrante del grupo editor de la revista Artefacto. Pensamientos sobre la técnica.