En las sombras de los discursos de odio

Por Sebastián Di Giorgio*

Hablar en nombre de los valores democráticos y apelar, para ello, a ciertos discursos excluyentes y radicalizados se inscribe con total normalidad en esta coyuntura. La eficacia de los llamados “discursos de odio”, y su lógica especular entre “odiadores” y “no odiadores”, ponen en tela de juicio el propio ejercicio democrático. De esta forma, este entramado de discursividades y lugares comunes, a los que, por cierto, ya estamos bastante acostumbrados, explicita una serie de discursos habilitados que en su propia función ideológica por fragmentar y despolitizar, dan cuenta que “en nombre de la democracia” se puede hacer y decir muchas cosas.

En las últimas semanas se pronunciaron distintas voces críticas frente a las agresiones que sufrieron algunos periodistas en distintas coberturas. El hecho más contundente fue la concentración en el obelisco y alrededores, el pasado 9 de julio. Allí, centenares de individuos se concentraron con un amplio abanico de reivindicaciones, pero el grito que sigue retumbando en muchos oídos es: “Vas a empezar a tener miedo, hijo de puta”. La violencia ejercida contra algunos periodistas que fueron a cubrir la manifestación, tuvo acto seguido una preocupación casi al unísono de una gran mayoría de actores políticos, sociales y hasta mediáticos, que lo condenaron, y reafirmaron el papel fundamental que ocupa la libertad de expresión. De forma tal que lo instituido, a propósito de la libertad de expresión y determinados hechos de violencia física, asume la forma de la presencia objetiva.

Tanto el juego democrático en el que se inscriben distintos actores sociales y políticos, como el propio ejercicio de la libertad de expresión, nos acercan a un imaginario político común en el que se amalgaman diversas demandas en torno a la defensa de la República. La identificación con este horizonte tiene un anclaje fuerte en un imaginario dialoguista, empático, de completo consenso. Sin embargo, tanto la estigmatización a determinados sectores sociales como la radicalización de los discursivos violentos, invitan a reflexionar sobre las limitaciones imaginarias del “diálogo democrático”, y nos acerca a pensar sobre las tensiones y controversias en el que nos desenvolvemos ¿Bajo qué condiciones materiales se proclama ese diálogo?

En “nombre de la democracia” se apoya una práctica antidemocrática. La anulación de algunos y algunas, que vale decir, tal vez sus voces estén acalladas antes de hacer uso de su “libertad de expresión.”

Considerar a los inmigrantes, a los presos, a los movimientos sociales y a un sector de los representantes políticos como “chorros”, “estafadores”, así como solicitarles que “vayan a laburar”, o la exacerbación del odio hacia un actor político de marcada preponderancia como lo es Cristina Fernández, horadan la palabra pública. Eso que es de todos y no es de nadie. En ese mantra se inscribe también la violencia y la libertad de expresión. De forma tal, que aquí aparece una primera paradoja de los discursos de odio: en “nombre de la democracia” se apoya una práctica antidemocrática. La anulación de algunos y algunas, que vale decir, tal vez sus voces estén acalladas antes de hacer uso de su “libertad de expresión”.

 

No hay nada más allá de MI verdad

Las contradicciones que se desarrollan a través de la lengua -en tanto unidad- forman (ya) parte de un conjunto de discursos habilitados que circulan en una sociedad. La dimensión simbólica e imaginaria posibilitan la significación, pero también los lugares comunes dados. Al respecto, la xenofobia, la homofobia, el racismo, como también el resentimiento, el desprecio, la intolerancia y el odio al otro, en formato pandémico, por nombrar el trasfondo de los discursos del odio, preceden al Coronavirus. Aunque tal vez insistan por profundizarse y acrecentarse en este tiempo en redefinición. De esta forma, podemos arriesgar que el intento por exterminar o eliminar al otro no es un accidente, y mucho menos un mero efecto del lenguaje. Sin embargo, demos un paso más.

Asumir la dimensión conflictiva de lo político y las contradicciones ideológicas que son propias de cualquier coyuntura, implica distanciarse de una mirada unidimensional sobre los discursos de odio. Reconocer la no superficialidad del significante, prestar mayor atención a los discursos habilitados de este tiempo y a la configuración de sentidos, obliga a repensar la dimensión constitutiva de lo político, pero también las posibilidades en las que se estructuran los sujetos.

Por lo tanto, el señalamiento especular entre odiadores y no odiadores, al grito de: “¡Ustedes son los verdaderos odiadores!” deja entrever que en la enunciación se olvida la formación ideológica en la que ambos se inscriben, y habilita el absurdo de señalar a los dirigentes de Juntos por el Cambio o a la gestión de Cambiemos como los “creadores del odio”. Es necesario no perder de vista que la constitución subjetiva neoliberal, es más propia de nuestro tiempo (y de nosotros) que una dimensión exterior, ajena a nuestra forma de relacionarnos y desenvolvernos. Por tanto, es un problema de nuestro tiempo, de este tiempo, y es preciso pensarnos dentro de esas formas ideológicas neoliberales y no señalando o detectando “enemigos”. Ojalá fuese tan sencillo. Aunque, vale aclarar que es evidente -en este contexto más que nunca- que hay determinados discursos que fomentan y potencian el odio al otro -ya existente- como una forma de sumar votos, voluntades y apariciones mediáticas.

El señalamiento especular entre odiadores y no odiadores, al grito de: “¡Ustedes son los verdaderos odiadores!” deja entrever que en la enunciación se olvida la formación ideológica en la que ambos se inscriben, y habilita el absurdo de señalar a los dirigentes de Juntos por el Cambio o a la gestión de Cambiemos como los “creadores del odio”.

Tal parece ser la superficie común desde la cual se libra la batalla por ver quién posee la última carta para interpelar al televidente, llamar la atención con una pancarta en una movilización, o el discurso de odio más descalificador, violento y singular que sume miles de retweets. Sin embargo: ¿estamos todos y todas del mismo lado del extremo?, ¿somos exteriores a los discursos en los que nos desenvolvemos? Parece ser riesgosa esta lógica especular, porque más que ser transformadora, termina siendo parte de un juego sin puerto. Un juego en círculo, o más bien, de dos círculos de “no odiadores”.

 

El odio en tanto espejo

Chantal Mouffe nos propone abordar la constitución de lo político desde el antagonismo y la imposibilidad de su erradicación. En La paradoja democrática, sostiene su crítica al intento por parte de Jürgen Habermas y de John Rawls “por reconciliar la democracia con el liberalismo”, y sus intentos por sostener la posibilidad de alcanzar el consenso mediante la deliberación. En este sentido, la autora insiste en la necesidad de incorporar un “enfoque deconstructivo para aprehender el antagonismo inherente a toda objetividad, así como a subrayar el carácter central de la distinción entre nosotros y ellos en la constitución de las identidades políticas colectivas”. Ahora bien, qué sucede a propósito de los interrogantes planteados más arriba, entre los “odiadores” y los “no odiadores”. Es decir, tal vez, ese exterior constitutivo de ambos, tenga más que ver con la imposibilidad de construir un “nosotros”, en términos de Mouffe, ya que el “ellos” -los odiadores- representan la imposibilidad de ese nosotros. Es más, la denominación hacia “el otro” -como creador o reproductor de odio- puede ser abordado, también, como algo superficial, contingente.

Del mismo modo, tal vez esa imposibilidad de “diálogo” sea producto de un choque de mundos imaginarios en el que la reafirmación ideológica -a propósito de Althusser- de la posición del sujeto (sujetado), sea lo más eficaz. Así, el constante señalamiento sobre lo “democrático” contra lo “no democrático”, a lo cual un conjunto de actores políticos y mediáticos se dedican, funciona más como una reafirmación del Yo.

Al mismo tiempo, más allá de la reafirmación del Yo, es posible recuperar a Chantal Mouffe para aproximarnos a un nuevo interrogante, a partir de su crítica a la moralización de la política. La autora sostiene en el libro ya citado que “al proponer que se considere a la razón y a la argumentación racional, más que al interés y a la suma de preferencias, como la cuestión central de la política, simplemente sustituyen el modelo económico por un modelo moral que (…) descuida la especificidad de lo político”. Así, esa operación entre “buenos” y “malos”, que supone una moral en la política, implica también una narrativa de despolitización, y es allí donde se despliegan los discursos de odio. “Los buenos” contra “los malos”, en el propio ejercicio democrático. Sin embargo, ¿es un terreno propio para la política la moralización de todo discurso habilitado? Al respecto, no se trata de señalarlos a «ellos, los odiadores, los antidemocráticos», porque simplemente se reproducen las mismas formas ideológicas que se critican, como tampoco erradicar la moral en el ejercicio democrático. Tal vez, esa moralización de la política y cierto reconocimiento sobre la reproducción de esas formas frente a los discursos de odio, pueda ser un primer paso de un doble movimiento que implique volver a llevar la discusión al terreno de la política, que al fin y al cabo implica dirimir el horizonte común, y no el cumplimiento de los parámetros morales para estar dentro del juego.

De esta forma, el señalamiento especular entre unos y otros, respecto a ciertas figuras como “no democráticas”, tal vez reproduzca una misma lógica que acalla voces, disidencias e incomodidades. La despolitización y el intento por exterminar al otro ocupan un lugar preponderante en la democracia, tal y como la conocemos. Es redituable en términos políticos, y es difícil su crítica desde adentro. Sin embargo, la dimensión simbólico-imaginaria de la democracia no puede terminar siendo parte de la vacuidad del lugar común. De la impotencia del no decir.


* Licenciado y profesor en Ciencias de la Comunicación (FSOC-UBA). Maestrando en Ciencia Política y Sociología (FLACSo). Periodista.