Por Santiago Gándara*
La sociedad parece haberse virtualizado completamente y de un modo que no esperábamos. No por una imaginaria guerra apocalíptica comandada por autómatas inteligentes que asumen la gobernanza mundial a partir de nuestra ineficacia o descuido sino por la aparición relativamente sorpresiva de un virus que salta de una especie a otra en un mercado de Huanan en la ciudad de Wuhan. Entre la pila de guiones de Hollywood se impusieron aquellas historias pandémicas, de infecciones masivas que se viralizan y sacuden a la población o la aniquilan.
Las relaciones cuerpo a cuerpo se hicieron imposibles: distancia, aislamiento o encierro. Se promueve y ordena evitar los contactos salvo que sean, precisamente, virtuales. Allí nos esperan los mails, los grupos de Whatsapp, las redes de Facebook o Twitter, las plataformas de videoconferencia cuyos nombres se acumulan y ahora empiezan a resultar casi familiares: Zoom, Jitsi, Google Meet. El relevo de los cuerpos, de lo presencial, estaba a nuestra disposición. Sólo aguardaba la oportunidad –según la frase hecha, uno de los sentidos de la palabra crisis en el idioma chino– para salir a nuestro encuentro (virtual), sostener nuestra sociabilidad cotidiana y laboral (se llaman sociales esas redes) y, en definitiva, rodearnos (con sus entornos digitales).
En esta obligada reconversión tampoco han jugado un papel decisivo las FAANG. Este laboratorio social a escala planetaria era inimaginable incluso para los monopolios tecnológicos que vienen siliconizando el mundo, extendiendo su mercado corporativo a todos los confines donde los beneficios económicos sean extraordinarios, promoviendo el sueño de una inteligencia ya no colectiva sino artificial que acelere el tráfico de las cosas y prefigure un destino que esos mismos monopolios celebran en llamar poshumano.
Con todo, en medio de una bancarrota capitalista –agravada por la pandemia pero que se arrastra desde el derrumbe del sistema financiero en 2007-8 hasta las más recientes guerras: la económica entre Estados Unidos y China o la del petróleo–, Facebook, Amazon, Apple y Google revirtieron sus caídas más recientes para repuntar y colocarse entre los pocos sobrevivientes exitosos: de conjunto, sus cotizaciones crecieron unos 750 mil millones de dólares, un aumento del 17%.
Pero no esperábamos esta virtualización por otros motivos que contrastan con las ilusiones tecnologicistas de un mundo que iba a arribar al reino de la libertad por el movimiento ascendente de microprocesadores, el 5G con sus generaciones por venir y la IA. Tomemos –de este laboratorio– apenas una muestra.
La distancia educativa
Según datos de la UNESCO, 1600 millones de niños y jóvenes dejaron de asistir a las instituciones educativas a partir de la cuarentena: el escenario ideal para quienes vienen proclamando –desde los noventa al menos y como parte de los nuevos viejos encantamientos– la superioridad de todas las formas de la educación en línea o remota frente a las rígidas instituciones de enseñanza ancladas en la recusada modernidad. Gobiernos, ministerios y distintas autoridades educativas se dispusieron a realizar esta prueba. También, y sobre todo, los grandes auspiciantes financieros y las corporaciones de entornos educativos.
En la página del World Economic Forum, encontramos una nota cuyo título es tesis: “La pandemia de COVID-19 ha cambiado la educación para siempre” (29/04), a partir de la introducción de la educación virtual, remota o en plataformas digitales. De un modo tan profundo que esta transformación ha venido para quedarse, cuestión que previsiblemente entusiasma a los foristas de Davos. Sus principales argumentos: “el aprendizaje en línea aumenta la retención de información y toma menos tiempo”, “aprender en línea puede ser más efectivo”, “los estudiantes retienen un 25-60% más de material cuando aprenden en línea, en comparación con solo el 8-10% en un aula”. Tales afirmaciones se sostienen en “algunas investigaciones” (some research) o sobre la mera afirmación de que “hay evidencias” (there is evidence) de las que no se da registro. Al World Economic Forum le interesa menos la demostración que la oportunidad del negocio: la nota revela que el sector de los entornos digitales había calculado “un alto crecimiento y adopción en la tecnología de la educación, con inversiones globales que alcanzaron los $18,66 mil millones de dólares en 2019”. Para el 2025 proyectan que el mercado general para la educación en línea alcanzará los $ 350 mil millones. Esto incluye “aplicaciones de idiomas, tutoría virtual, herramientas de videoconferencia o software de aprendizaje en línea”.
En medio de una bancarrota capitalista, Facebook, Amazon, Apple y Google revirtieron sus caídas más recientes para repuntar y colocarse entre los pocos sobrevivientes exitosos: de conjunto, sus cotizaciones crecieron unos 750 mil millones de dólares, un aumento del 17%.
Pero hasta las articulistas deben confesar que hay otra evidencia menos virtual: la de una “brecha significativa” (significant gap) entre quienes pueden seguir en línea y quienes no. Según la UNESCO, 863 millones de estudiantes carecen de equipamiento y conectividad. En nuestro país, el ministro Nicolás Trotta asume que el 40% de los hogares no tiene conexión a Internet.
A este cuadro de millones de expulsados deberíamos sumar tanto las denuncias generalizadas de los cuerpos docentes frente a la sobrecarga laboral y el deterioro de los aprendizajes como las protestas de estudiantes, incluso aquellos mejor equipados como los que asisten a las universidades de elite del primer mundo, que se niegan a seguir pagando sus matrículas por lo que consideran una estafa ante la oferta de un servicio que no era el que habían contratado.
Una ilustración adicional que condensa las observaciones anteriores: la Xunta de Galicia presentó un proyecto para generalizar la educación en línea en todo el sistema universitario aprovechando “la oportunidad generada por la pandemia” (Praza, 26/05) . Lo hacía en convergencia con los principales bancos (BBVA, Caixabank, Sabadell), corporaciones de energía (Naturgy, Endesa), de celulosa (Ence) y pesqueras (Pescanova). La Central Intersindical Gallega (CIG-Ensino) se opuso por entender que la aprobación de tal proyecto implicaría el “desmantelamiento” de la universidad pública, al tiempo que alertaba que se pretende “desvirtuar el carácter presencial de nuestras instituciones, destruyendo la relación entre los docentes y los estudiantes, y la vida universitaria del estudiantado”. La propuesta de la Xunta, concluía en su declaración, “supone un ataque sin precedentes al principio de equidad educativa, porque profundizaría las desigualdades económicas y tecnológicas ya existentes y aumentaría la división social que recorre nuestra sociedad”. El proyecto, finalmente, fue retirado.
Promesas y fetiches
La pandemia no desnuda, ni muestra, ni refleja, ni ninguna de esas variaciones que suelen repetir los animadores de tevé. La pandemia empuja todo a un punto cada vez más límite. El “caso educativo” es, como dijimos, apenas una muestra que contradice varias profecías.
El tránsito a la completa virtualidad de las relaciones sociales no parece realizarse tan pacíficamente como fantaseaban los teóricos de mutantes y cyborgs. Si algo empieza a advertirse en estos tiempos límites es que la relación presencial, de cuerpos presentes, no encuentra en lo virtual su relevo feliz, salvo a condición de que nos resignemos a la exclusión de la mitad de la humanidad.
No se trata de revivir la grieta entre apocalípticos e integrados sino de colocar a la tecnología, a los dispositivos (redes, aplicaciones, plataformas), en el entramado de la sociedad capitalista que le fija sus límites –antes, durante y después de la pandemia– y encadena sus posibilidades.
Pero esto se reconoce no solo en el fracaso de la enseñanza virtual sino también en la coacción para no detener la reproducción del capital a través de las más precarias formas del home office donde, antes que la prometida autonomía y la organización horizontal, se ratifica la mano invisible del patrón, la sobrecarga laboral se espesa en el ámbito familiar y se vuelve difícil o imposible la organización colectiva. Y todavía más: quienes proclamaban la completa reorganización tecnológica del universo laboral o su reconversión acelerada deberían tomar nota de la voz de orden de la burguesía para que se vuelva al trabajo físico –ese que parecía condenado a la extinción– y de las permanentes concesiones de los gobiernos mundiales que flexibilizan sus cuarentenas para garantizar una tasa de beneficio que cayó en picada. Incluso podrían apuntar la situación de las megacompañías tecnológicas: basta ver los almacenes de distribución de Amazon donde se amontonan trabajadores a quienes no se les reconoce siquiera el derecho a la licencia por enfermedad o la reacción del multimillonario Elon Musk quien rompe la cuarentena para reabrir la planta de Tesla en California con el respaldo tuitero de Trump.
Sociedad de la información, cibercultura, sociedad poshumana, capitalismo cognitivo: una serie entre tantas otras que se ha ido acumulando para ponerse a prueba ahora, en estos tiempos pandémicos, y para terminar de revelar, por si hacía falta (y hacía falta), su naturaleza mítica en el sentido barthesiano, esto es, como habla que encubre las relaciones sociales materiales. No se trata de revivir la grieta entre apocalípticos e integrados sino de colocar a la tecnología, a los dispositivos (redes, aplicaciones, plataformas), en el entramado de la sociedad capitalista que le fija sus límites –antes, durante y después de la pandemia– y encadena sus posibilidades.
En una sociedad virtualizada no necesariamente estamos más conectados, ni nuestras sociedades son más transparentes, ni la gobernanza de internet asegura democratización alguna, ni la educación en línea mejora la calidad de la enseñanza, ni ha cesado –cómo podría hacerlo si eso es lo que funda las relaciones sociales– la explotación del trabajo humano.
El largo debate sobre tecnologías y virtualidades siempre estuvo en otro lado, pero la posibilidad de vislumbrarlo parecía un poco más opaca y remota. Las filas desempleados para recibir una vianda de comida en Madrid, la multiplicación de los contagios en los ghettos de New Orleans o Villa Azul, el pliego de agravios de los jóvenes trabajadores de apps en Argentina, Guatemala, Perú, Costa Rica o Canadá, son el aviso de incendio de la desigualdad que, otra vez, la pandemia ha empujado hasta los límites de lo intolerable y la oportuna virtualización apenas puede disimular. Parafraseando a Rosa Luxemburgo, la barbarie no debería ser la única opción.
* Profesor adjunto regular de Teorías y prácticas de la Comunicación II (Sociales, UBA) y titular regular de Teorías de la Comunicación Social II (Humanidades, UNLPam). Doctorando en la Facultad de Ciencias Sociales.
sjgandar@sociales.uba.ar
@sjgandar
Fotografía de portada por Celeste Berardo/ANCCOM