Ningún cuarto vacío

Por Mercedes Turquet * 

En esa época, poco antes de que la abuela muriera, empecé a soñar.

Se me había formado un nuevo hábito, el de tomar siestas en el jardín, y yo que no tenía la costumbre de soñar, en esas siestas, soñaba. Recuerdo con mucha claridad la ocasión de esa primera vez, fue un domingo. Camila estaba asistiendo a la abuela en su cuarto, yo salí a podar los rosales, que eran pocos y no me llevaban mucho tiempo. Cuando terminé, agrupé las ramas en un rincón para dejarlas secar, me saqué los guantes y sentí sed y hambre y cansancio y la necesidad urgente de caminar descalzo por el jardín. Dejé las zapatillas al lado de la pila de ramas y hundí los pies en el pasto. Pensé en el desperdicio de tener un jardincito como ese y andar siempre calzado, en lo poco que sabía de las plantas que la abuela cultivaba ahí, en que había aromas sin nombre para mí. En una esquina del jardín, contra la ventanita de nuestro baño de la casa en el quincho, ya crecía robusta una higuera. De alguna manera el sol se las arreglaba para pasar entre el enramado de la copa de ese árbol que empezaba a dar sus primeros frutos. El rincón estaba tibio y algo más me atrajo de ese enigma de planta cenicienta pero vigorosa, porque no pude evitar echarme a sus pies y, enseguida, quedarme dormido.

En ese primer sueño, yo estaba en la ducha. El chorro era abundante y en la caída generaba explosiones de aire y agua hirviendo, como si la flor hubiera entrado en erupción. Un vapor espeso llenaba rápidamente el baño y se movía con las corrientes de aire que venían principalmente de la puerta, que estaba abierta. Del otro lado estaba Camila. Yo no podía verla, la adivinaba porque la oía contarme cosas que yo no llegaba a distinguir. Entonces abrí la cortina y muy lento fui a buscarla para traerla conmigo a la ducha. Sin percibir todavía con los ojos, tomaba esa cadera suave, abundante y sentía una cabellera gruesa pegándose, húmeda, a mi brazo y a mi hombro, con los que la abrazaba. Pero Camila no tenía el pelo largo en esa época. No era ella. Mientras esa otra mujer se pegaba a mi cuerpo y me acompañaba a la ducha, escuché el silencio de Camila y sentí cómo nos observaba desde el marco de la puerta.

Las citas comenzaron poco tiempo después de la muerte de la abuela. Camila vivía en esa casa desde su adolescencia y hacía unos 7 años que yo me había mudado ahí con ella, pero a la casa del fondo.

Yo no tenía, tampoco tengo ahora, una inclinación por el mundo de lo usado. Y la casa de la abuela estaba llena de armatostes viejos que nadie usaba. Camila guardaba en su habitación todo lo que había poseído desde la adolescencia. Los muebles y artefactos de nuestra casita los seleccioné de catálogos de tendencia y en mi equipaje no llevaba más que ropa, mi computadora, algunos libros y el equipo de música con bluetooth. Por eso, y por el trabajo que le daba cuidar a la abuela, no me extrañó que Camila mantuviera su cuarto armado en la casa de adelante. Muchas noches, a veces por el reflujo, a veces por ansiedad, o por el dolor de los edemas, la abuela se desvelaba y Camila pasaba la noche en actitud vigilante, echada boca arriba sobre su cama antigua de una plaza, en la penumbra enrojecida por una lámpara tapada con pañuelos de gasa. Se entretenía acariciando con los ojos las fotos de fiestas y viajes con amigos que no había vuelto a ver en más de una década, la colorida pila de CDs, los collages con recortes de revistas y tarjetas de boliches. A veces tenía ganas de moverse, de bailar en silencio y se contoneaba lentamente por los cuartos, el comedor y el living; manos, pies, vientre, cadera, se deslizaban sobre el cuero, el chenille, el terciopelo, la lana, la pana. Otras veces, se envolvía suavemente en las cortinas del cuarto de la abuela para observarla dormir. En esa posición estaba unos días después de la muerte de la abuela, cuando llegó el primer visitante. Al principio, pensé que Camila lloraba mirando la cama vacía de la abuela, como tantas veces antes, pero al acercarme vi un hombre arrodillado entre sus piernas.

Hasta ese momento Nelly era la única amiga que visitaba a la abuela, nosotros rara vez traíamos a nadie. No teníamos vecinos de nuestra edad y nuestros amigos preferían reunirse por la Capital. El resto de la familia también tenía una actitud indiferente. Desde una perspectiva de mercado, el barrio era pintoresco pero a trasmano, sin movidas, lejos de todo. Además, la casa necesitaba muchísimo mantenimiento. Y la abuela, también. En nuestra parte del barrio vivían vecinos tan añosos como las casas que lo formaban; cuando me mudé Camila ya tenía un rol firme de asistente: joven, ágil y resolutiva para los trámites de jubilación y de obra social, conseguía verduras frescas y los mejores precios de carnicería. Con su encanto opacaba la fama de amargada de la abuela. Nelly fue la que me contó que la abuela le había quitado el saludo a casi todos los vecinos cuando, 20 años atrás, al abuelo, todavía vivo en ese entonces, empezaron a tildarlo de cornudo. Del otro lado de la vía, pasábamos desapercibidos: “qué rica tu novia, ¿son nuevos en el barrio?”, me preguntó el de la granja cuando compré mi primer kilo de milanesas de pechuga, Camila sonrió y no dijo nada. Ni en ese momento, ni después.

Yo no llegué a conocer al abuelo, pero la gente solía decir que me parecía a él.

La última vez que la vi a Nelly fue en el velatorio de la abuela. No me soltó durante toda la noche. Me soplaba historias en el oído casi sin volumen, yo le pedí dos o tres veces que hablara más fuerte pero como no surtía efecto me quedé así, en silencio, dejando que murmurara y me clavara las uñas en el brazo. La casa velatoria estaba llena de gente que no había visto antes, Camila se abrazaba y charlaba con todos, a veces venía y del otro lado de la cara (del lado que no estaba Nelly) me besaba y decía “vamos a estar bien, ya vas a ver”.

Pero una cosa sí recuerdo que me dijo Nelly esa noche, dos veces: que en las casas no debían quedar cuartos vacíos, que era un error que viviéramos en el fondo y que eso sin duda tenía que cambiar a partir de ese momento.

Un par de días más tarde, Camila empezó a vender las cosas de la abuela, aunque nunca supe por qué medios; pero los muebles y artefactos empezaron a desaparecer. El primer comprador vino por los silloncitos de lectura, dos unidades de un cuerpo, tapizado original en pana marrón. Apenas si se sonrojó al verme, dijo que me conocía del barrio, pero yo nunca lo había visto.  En todo caso, encontrarlo con la cabeza hundida entre las piernas de Camila que gemía de pie, con la pollera levantada hasta el ombligo, agarrada a las cortinas de la habitación de la abuela justo en el momento en que yo salía para el trabajo, me impidió organizar bien mis preguntas y memorias en el momento. Era un hombre fibroso, compacto, con el pelo largo, lacio, morocho.

No, nunca lo había visto.

Esa noche Camila me esperó con un pollo a la mostaza. Me dijo que podría explicar lo que pasaba pero más adelante, que sus únicas ocupaciones a partir de ese momento serían vender las cosas de la abuela y mantener la casa: el frente, el jardín, el fondo, paredes, caños y techos. Tenía los ojos más oscuros y profundos y me conmovió la suavidad de su piel al tocarla en la cama.

Una vez recibí la llamada de un hombre, dijo que había visto mi número en el aviso de venta del juego de comedor: la mesa de roble con las seis sillas esterilladas. Me explicó que el anuncio estaba en la estación de tren, pero no encontré ninguno cuando pasé por ahí. Hicimos una cita. En casa, un sábado al final de la tarde, pero él nunca llegó. Me cansé de esperarlo hasta que, en su lugar, volvió Camila de la ferretería con una tela mosquitera para arreglar las ventanas. Yo me puse a regar el jardín y, en algún momento que no puedo precisar, tuvo que llegar el comprador porque por la ventana del living la vi a Camila arrodillada sobre el sillón de chenille y detrás de ella había un hombre enorme, con la cabeza cubierta por una pelusa blanca, sudado y bufando de placer. Por unos segundos cruzamos la mirada los tres, y todos continuamos con nuestro trabajo.

A partir de ese momento, dejé en manos de Camila todas las transacciones. Casi siempre estaba presente cuando llegaban los compradores; las pocas veces que eso no ocurrió, Camila me lo contó con lujo de detalles. Por ejemplo, al comprador de la cama de hierro de la habitación adolescente es como si lo hubiera visto. La cama tenía un respaldo original en hierro repujado, muy útil para, por caso, atarle las muñecas a un jovencito pecoso, colorado, casi virgen, que dócilmente se dejara desnudar y montar por Camila antes de llevarse la cama.

Esto ocurría porque por alguna ocupación yo no había podido estar ahí; porque las citas, aunque en apariencia me tomaban por sorpresa, estoy convencido de que habían sido diseñadas para otorgarme una posición privilegiada, cómplice. Y hasta artífice. Una vez, me pregunté si acaso no había sido yo quien empujó a que uno de los compradores se quedara; fue en la ocasión de la venta del sillón de chenille. Era domingo, había tomado una siesta corta debajo de la higuera y me levanté malhumorado porque un sueño muy vívido me había hecho creer por un rato que otra familia se había instalado en la casa de adelante. Necesitaba un mate y, como Camila me había avisado que vendría un comprador, fui a prepararlo en la cocina de la abuela. Al cabo de un rato entró un flaco de piel aceitunada, pulcro, demasiado sofisticado para nuestro barrio, que estiraba la nariz para arriba y abría y cerraba con lentitud sus espesas pestañas en señal de duda mientras examinaba el sillón de tres cuerpos y diseño americano. Tomé los primeros mates observándolo desde mi lugar, parado debajo del marco de la cocina. Entonces, busqué su mirada, se la sostuve mientras terminaba de enfocarme y lo induje a sentarse sobre el sillón, sin moverme de mi lugar. Segundos después, Camila estaba a sus pies, él con la bragueta abierta y los tres con la vista anhelante en su entrepierna. Me acuerdo que esa noche Camila preparó la cena: sorrentinos con salsa rosa, vino tinto y bossa nova, y me informó que era momento de ocupar la casa de adelante.

Cada tanto, Nelly llama. Dice que para ver cómo estamos, para pedir que le hagamos mandados o por trabajo. Porque después de la muerte de la abuela, Camila dejó la oficina para dedicarse a cuidar la casa, pero también a los viejos del barrio y es Nelly la que le consigue los clientes.

Fue la primera en llamar para felicitarnos cuando se enteró que por fin nos habíamos  mudado a la casa de adelante. La modernizamos completa, menos la habitación de la abuela. Ahí guardamos todos los objetos y muebles pequeños que todavía quedan.

Desde la mudanza, Camila no me relata ningún encuentro y tampoco he asistido a ninguna visita. Algunas noches vemos películas, comemos en la cama o preparamos banquetes de tres platos solo para nosotros dos. Otras, Camila se encierra en la pieza de la abuela, se escuchan cuchicheos y gemidos hasta la madrugada. A la mañana Camila amanece sola y la habitación, un poco más vacía.


* Licenciada y profesora de Ciencias de la Comunicación Social, se dedica a la docencia en secundario y terciario y en el ámbito no formal. En función del capricho y del azar, escribe y publica en redes (y, a veces, en papel).