Por Julián Varsavsky*
Un cronista viajó a Japón para meterse en la piel de un robot y volvió para contarlo: además durmió en hoteles cápsula o atendidos por humanoides y trajo malas noticias sobre el futuro del trabajo humano.
En Japón fui por un rato un Ghost in the Shell, como la protagonista del manga sci-fi de Masamune Shirow: un robot fue la carcasa de mi alma, mis ojos y mi movilidad. Me prestó su cuerpo Pepper, el primer humanoide lanzado al mercado hogareño. Su cuerpo de 1,50 metros es blanco y su cabeza como una pelota de fútbol. No tiene piernas, sino ruedas: un robot que camine sería inviable por su alto costo para ser de consumo masivo, además de muy inestable y difícil de programar. En el pecho lleva una tablet tan fuera de lugar como una oreja en la frente. La empresa Softbank Robotics vendió 12.000 unidades de este robot que se usa, básicamente, para dar información sencilla en lugares públicos. Tiene capacidad de comprensión oral en varios idiomas y también los habla, pero su efectividad es limitada: es de hecho un busto parlante algo interactivo, un excéntrico objeto decorativo que no sirve mucho más que para llamar la atención porque se mueve, habla y en algún punto se nos parece.
En la feria de inventos Maker Fair de Tokio un promotor me invitó a sentarme en un sencillo armazón metálico, colocándome un casco de realidad virtual. A tres metros estaba Pepper y desde ese instante, empecé a ver solamente lo que él captaba a través de sus ojos-cámara: yo ya no estaba en mí. Cuando giraba mi cabeza para mirar hacia atrás, los sensores del armazón transmitían mi movimiento y Pepper lo repetía: yo veía lo que había detrás de él. Al mirar hacia la derecha descubrí una niña humana con una pelota de tenis en la mano. Extendí el brazo, abrí la mano, ella la colocó allí y la cerré. Luego se la devolví. Que no se malentienda: no vi a una niña darle la pelota a un robot a mi derecha. Ella -según mis ojos- estaba frente a mí y me la dio. Y la niña era real, no una simulación.
A Pepper -por ahora- no lo controlo con la mente sino con los movimientos de mi cuerpo, lo cual hace aún más realista la sensación. Le acaricié el hombro a la niña, quien sin el menor espanto -no debe ser la primera vez que interactúa con un robot- lo aceptó condescendiente. Ella me devolvió el mimo como si acariciara un gatito y sonrió. Pero no sentí nada: carecía de tactilidad en esta nueva existencialidad. En el mundo físico, los hechos ocurrieron 4 metros a mi lado: aquí dentro la vida pierde su espesor.
Para avanzar accioné un pedal y Pepper arrancó a rodar entre gente que lo miraba -o que me miraba- prodigándonos sonrisas. Entonces sí, tuve una sensación concreta: “las personas me miran a los ojos”. Pero ya no era yo: me miraba el brazo y veía el de Pepper. Algo parecido podría ser la inmortalidad digital profetizada en el capítulo San Junípero de Black Mirror, donde los cigarrillos de esos personajes vivos para siempre en un paraíso digital, no saben a nada. Estar en la piel de un robot es un poco ser Scarlett Johansson en la película Ghost in the Shell -adaptación dirigida por Rupert Sanders-, salvo porque ella directamente tiene el cerebro trasplantado en un robot: Scarlett da la orden mental y el caparazón robótico actúa (con capacidades muy superiores al humano). Además, si el enemigo le arranca un brazo, ella no sufre: va a la clínica y se lo reponen. Algo así serán los futuros soldados: robots en campos de batalla como avatares de humanos guarecidos en búnkeres a miles de kilómetros. Así es un dron de guerra hoy: un soldado teledirigido que vuela, al que se le puede reemplazar un ala dañada. De momento, un ser humano común como usted y yo, solo puede meterse en la piel de un robot y arrojar una pelota. Algún día podrá ser una granada.
Pepper también puede funcionar en modo autónomo, aunque la idea de la autonomía en robótica es relativa: implica una programación hecha siempre por un humano. En esta modalidad más “independiente”, Pepper es aún más inútil: de hecho no ha servido para casi nada de lo que se pensó por su limitada capacidad de entablar diálogos lógicos con un interlocutor, mientras que las habilidades de sus manos no van más allá de tomar una pelota. También viene ofreciendo un poco de compañía en geriátricos, en especial ahora que no pueden recibir visitas. En los últimos meses ha repartido alcohol en gel en hospitales y un pequeño grupo de Peppers está alentando al equipo de béisbol Softbank Hawks de Fukuokaara desde las tribunas vacías por la cuarentena, donde además de bailar a lo cheerleader, hacen la ola cuando su equipo marca.
Una de las utilidades para las que se vienen diseñando robots en Japón es el ingreso a zonas de peligrosidad radiactiva: en el accidente de Fukushima en 2011 fueron los primeros usos. Y también en la atención de ancianos solitarios. En los últimos meses se los ha visto brindando asistencia -siempre limitada- en hospitales y lugares públicos de Corea del Sur, China y Japón. En Singapur se vieron perros al estilo Black Mirror -diseño de Boston Robotics- controlando el cumplimiento de la cuarentena en parques.
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¿Existen indicios de una vida digital luego de un download de toda la información acumulada en un cerebro? Según el científico y empresario tecnológico norteamericano Ray Kurzweil, eso sería teóricamente factible: cree que esa máquina se alcanzará en 2045 y él mismo está manos a la obra en una carrera loca contra su propio tiempo vital para garantizarse la continuidad del alma. Pero una cosa sería bajar información a una memoria artificial, y otra muy distinta traspasar la conciencia -el ghost- a otro soporte. No es lo mismo la réplica de un cuerpo hecha en silicona conteniendo una supermemoria con los recuerdos de una persona muerta como en el capítulo Enseguida vuelvo de Black Mirror, que extender la vida más allá del cuerpo orgánico: esta tecnología parece estar en un grado cero de desarrollo.
Una de las utilidades para las que se vienen diseñando robots en Japón es el ingreso a zonas de peligrosidad radiactiva: en el accidente de Fukushima en 2011 fueron los primeros usos. Y también en la atención de ancianos solitarios.
En una entrevista con la revista Zeit Wissen, el filósofo surcoreano Byung Chul Han declaró:
“No creo que computadoras muy inteligentes puedan copiar la mente humana (…) las máquinas nunca podrán inventar un nuevo lenguaje (…) Porque no tienen mente y ninguna puede generar mayor output que su input. Este es precisamente el milagro de la vida, que puede generar mayor output que su input, y esto resultar en algo completamente distinto. Eso es la vida: es espíritu y así es como se diferencia de la máquina. Pero la vida está en peligro cuando todo está automatizado y regido por algoritmos. Una máquina humana inmortal como la imaginada por el poshumanista Ray Kurzweil, ya no sería humana. Quizás alcancemos la inmortalidad eventualmente con la ayuda de la tecnología, pero perderemos la vida. Alcanzaremos la inmortalidad al costo de la vida”.
Para producir el libro Japón desde una cápsula dormí 35 días en hoteles cápsula, esos vecindarios verticales con la estructura de un panal donde la habitación es solo la cama, una caja de zapatos ampliada tan larga como un cuerpo, donde a lo sumo uno se puede sentar sin golpearse la cabeza con el techo y es imposible abrir los brazos a lo ancho. No son para vivir -aunque existe un edificio de viviendas cápsula en Tokio- sino hoteles por una noche para oficinistas que han trabajado 15 horas y van a reponer energías antes de regresar al trabajo en la mañana siguiente. Son edificios herméticos -sin ventanas- y un posible rediseño subterráneo los convertiría en el perfecto bunker nuclear donde hay de todo para sobrevivir largas temporadas, incluyendo máquinas expendedoras de comida a monedita. Y por supuesto, sería un excelente método de aislamiento ante una pandemia, siempre que no sea tan traicionera como la actual que no permite identificarla con certeza antes de entrar a un lugar.
Ese futuro oficinista podrá, dentro de no mucho, colocarse el casco de realidad virtual y trabajar desde su cápsula esterilizada. En estos días, la mayoría de los hogares de Europa, América y Asia han sido habitación-cápsula y sus habitantes devinieron en hikikomori, ese millón de jóvenes japoneses que pasan meses o años auto-recluidos en su cuarto con la estrategia del caracol, una forma de escaparle al stress laboral o estudiantil en esa sociedad confuciana que se autoregula mediante el control permanente del grupo social.
El cyborg existe desde mucho antes de que tomáramos conciencia de que ya todos lo somos. Con su nueva prolongación del cuerpo -el casco virtual- podrá hacer casi cualquier trabajo encerrado en una cápsula, menos el de obrero industrial: esta profesión tiende a desaparecer a largo plazo ya que el sector fabril es el más robotizado, dada la metodología repetitiva de sus procesos.
Las máquinas, poco a poco, se están comiendo el mundo. Cada vez son menos una herramienta para agilizar el trabajo: en algún momento harán el trabajo completo. Y se dará la paradoja de que no haya quién consuma lo que produzcan los robots.
En su libro The rise of robots, Martin Ford recrea un diálogo nunca comprobado pero no exento de verosimilitud: Henry Ford II y Walter Reuther -un legendario líder sindical- recorren una fábrica recién automatizada. El CEO lo provoca diciendo:
-¿Cómo harás para que todos estos robots paguen la cuota sindical?
El otro le responde:
-Henry ¿cómo vas a hacer para que compren tus autos?
¿Se crearán nuevos oficios derivados de las tecnologías del siglo XXI? Sin dudas. A YouTube la fundaron tres personas en 2005 y fue comprada por Google al precio de 1.650 millones de dólares con apenas 65 empleados. Facebook adquirió Whatsapp por 1900 millones con una plantilla de 55 trabajadores. Google generó ganancias por 1400 millones de dólares en 2012 con 38.000 empleados. Mientras que en 1979, General Motor produjo algo menos de dividendos que Google, pero con 840.000 obreros. Las empresas creadoras de nuevos oficios reclutan poca mano de obra muy calificada: esta sería una clave para pensar qué sucederá a futuro.
Las máquinas, poco a poco, se están comiendo el mundo. Cada vez son menos una herramienta para agilizar el trabajo: en algún momento harán el trabajo completo. Y se dará la paradoja de que no haya quién consuma lo que produzcan los robots.
Hasta ayer, el avance tecnológico produjo siempre una destrucción creativa. Pero si tenemos en cuenta -además- que el mundo agrícola tiende hacia la robotización total y lo mismo sucede con el sector servicios -el mayor empleador a nivel mundial- todo indica que esta vez la situación laboral podría ser distinta. El 5G perfeccionará la eficiencia de los robots ya que su limitación no es tanto de versatilidad del hardware como de velocidad de procesamiento y capacidad de almacenar información para reconocer objetos, que a partir de ahora comenzará a estar a mano en la nube, permitiéndole a un autómata reemplazar a un mozo o a una empleada de limpieza. A los autos sin chofer solo les falta la legalización: el conflicto gremial entre taxistas formales e informales de Uber se cerraría de un plumazo: no habrá más taxistas. Las impresoras 3D permitirán fabricar en casa -o cerca- casi cualquier cosa, desde una canilla hasta placentas artificiales donde engendrar un perrito. Y la automatización de los restaurantes de fast-food así como de los supermercados, está a la vuelta de la esquina: de hecho existe en Japón y EE.UU. La norteamericana Amazon con la china Alibaba -que están comenzando a automatizar el almacenamiento de mercaderías en sus grandes almacenes- terminarán monopolizando la mayor parte del comercio minorista mundial, llevando al cierre de centenares de miles de pequeños comercios cuyo tiro de gracia se lo está dando la pandemia de COVID-19. En Argentina, Mercado Libre ha hecho un acuerdo con Editorial Planeta para venta directa de libros, condenando al cierre a muchas librerías. Claramente, habrá grandes ganadores luego de este encapsulamiento mundial.
En 2017 dormí en el primer y único hotel de la historia atendido casi exclusivamente por robots, cerca de Nagasaki. Allí entrevisté al señor Oé -el gerente de “raza humana”- quien me explicó que en los dos años que llevaba funcionando ese hotel de 144 habitaciones, su plantilla “viviente” había pasado de 30 a solo 7 personas, más la cuadrilla externa de limpieza que eran 15 operarios. Mientras que los robots sumaban 233. El hotel está al lado de un parque de diversiones grande como el Principado de Mónaco, donde también hay un restaurante atendido por robots.
Por un lado, le advertí a Oé que tarde o temprano habrá un gerente robot. Me devolvió una sonrisa despreocupada, agregando que alguien tendrá siempre que controlar a los robots. Le pregunté si sería viable un hotel como éstos fuera del contexto de ese vecino Disneylandia en versión japonesa. Me respondió “sí; este es el departamento más rentable de Huis Ten Bosch, un gran empresa de entretenimiento. Estamos planeando abrir muchos más”. En su momento, me pareció un exceso de optimismo. Hoy, en plena pandemia de 2020, ya tienen abiertas dieciséis sucursales en todo el país. Y esto recién comienza.
* Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA), autor del libro de crónicas «Japón desde una cápsula» (Adriana Hidalgo Editora-2019). Publica crónicas cada semana desde 1997 (Página 12, National Geographic, Altair, Anfibia, Brando, Clarín, Perfil, La Nación, Infobae, Lonely Planet, Soho, Le Monde Diplomatique). Es director del taller de crónica de viajes Viajar para contarla (www.viajarparacontarla.com).