Por danimundo*
“Habrá que declararnos incompetentes
en todas las materias del mercado”
FP
Ensayo. Es decir, pruebo. Ensayo y error. Avanzo tanteando.
Se escribió muchísimo sobre el género «ensayo», desde los originarios ensayos de Michel de Montaigne pasando por las famosas reivindicaciones de Georg Simmel, Ezequiel Martínez Estrada, Georg Lukács, Héctor Murena, Theodor Adorno, etc., hasta arribar a las grandes enseñanzas de Horacio González, por lo que constituye casi una vergüenza que un semi analfabeto pruebe otra definición más de este género que se caracteriza por desbaratar todas las definiciones asentadas. De hecho, no vamos a definir nada con precisión acá, no se trata de eso. Se trata de comprender qué es un ensayo, es decir, ni más ni menos que comprender la forma en que escribimos y pensamos.
¿Qué es un ensayo? El ensayo, para mí, representa una de las encarnaciones más fieles del pensamiento. Trataré de argumentarlo. Porque si algo caracteriza al pensamiento es que nos exige ir siempre más allá de lo que pensamos, de lo que ya sabemos, y el ensayo es el medio adecuado para llevar a cabo esa aventura. Solo en una sociedad sobre-informada como la nuestra llegamos a creer que el pensamiento puede ser redundante. El pensamiento acaba con la redundancia, la repetición, los prejuicios, o se extingue. Por eso, como aseguraba Hannah Arendt, inventar un combo conceptual como el del “pensamiento crítico” no tiene sentido o es redundante porque crítica y pensamiento significan lo mismo.
El ensayo, a diferencia de la nota periodística o el informe de investigación, no debe demostrar una verdad, sea lo que sea que entendamos por este controvertido concepto, la verdad. Más bien se trata de ensayar o probar interpretaciones, casi en el sentido musical del término. Una interpretación también puede denominarse una lectura. Se leen enunciados, se leen libros y se leen fenómenos, imágenes, actitudes, gestos. Leer e interpretar deberían usarse como sinónimos —una lectura que no interpreta, que no se apropia de lo que lee, lo asimila y lo transforma, no es una lectura.
El ensayo, a diferencia de la nota periodística o el informe de investigación, no debe demostrar una verdad, sea lo que sea que entendamos por este controvertido concepto, la verdad. Más bien se trata de ensayar o probar interpretaciones, casi en el sentido musical del término.
Como el pensamiento, la interpretación o lectura debería considerarse un trabajo interminable (Freud), una labor infinita (Blanchot), una destrucción o deconstrucción sin fin. El ensayo es un pensamiento encarnado en una escritura. El pensamiento se diferencia del conocimiento. El conocimiento, en esta tradición hermenéutica en la que deseo colocarme, es planificable, parte de hipótesis, llega a conclusiones, que luego pueden revisarse y corregirse y falsearse (Popper), pero son conclusiones al fin, mientras que el pensamiento no tiene ni comienzo ni fin, por lo menos tal como lo argumentó Martin Heidegger, que algo sabía de estas cuestiones.
El saber que porta el ensayo no se traduce en conocimiento, no es acumulable ni acaparable por un elenco estable de especialistas y científicos, que con sus datos irrefutables intentan delimitar qué es o cómo funciona la realidad –a veces presiento que los científicos suponen que ellos y sus conocimientos residen en un lugar apartado del mercado, como si los intereses del mercado no los afectasen, cuando en verdad siempre fueron y son una de sus mercancías más valiosas. El saber que porta el ensayo, en cambio, linda con el no-saber, tiene más de intuición y tanteo que de demostración. Por eso lo relaciono con el pensamiento. Obviamente no pretendo definir acá qué significa pensar, pues sobre esto también se escribió mucho más de lo que yo pude leer. Siguiendo a Heidegger, y de manera sintética, diría que el pensamiento es una actividad inútil o no es, o es otra cosa, pero no pensar. Es decir, pensar no sirve para nada. El pensamiento no nos vuelve más tolerantes, no nos hace mejor persona. El pensamiento no nos proporciona certezas, más bien al contrario: si hace algo el pensamiento es desarmar las certezas, los prejuicios, todas esas cosas que creemos conocer a la perfección. Por eso es crítico. No hay que confundir pensamiento con conocimiento o cálculo. El pensamiento no resuelve problemas, más bien los inventa, aunque tenga razón John Lennon cuando decía que “los problemas no existen, solo existen las soluciones”. Una cosa parece contradecir la otra, pero en verdad no. Son complementarias, en el sentido que Derrida le da a este concepto. Al multiplicar los problemas se están multiplicando las soluciones.
Auguste Rodin inmortalizó al pensador con el codo sobre la rodilla y el puño sosteniendo la cabeza, que se inclina mirando hacia el piso (todos sabemos qué ocurre si el pensador no mira al piso: se cae en un pozo, como le pasó al pobre de Tales de Mileto y causó la carcajada de la muchacha tracia). Es una imagen bella la de ese hombre pensando, pero es falsa. En realidad, no se piensa en esa postura contorsionada e incómoda, porque no hay una postura para pensar. Nietzsche, si le creemos lo que escribía (¿y por qué hemos de creerle?), decía que pensaba caminando. Otres piensan acostados o drogados —no olvidemos que a René Descartes lo “iluminaron” unos sueños inquietantes para pensar lo que pensó. Voces apócrifas dicen que Heráclito pensaba mientras cocinaba revolviendo el guiso con una cuchara de madera. Se piensa de cualquier manera, de manera imprevista, como si de pronto una energía o un virus que viene de no se sabe dónde distorsionara algo en nuestro cerebro, que empieza a elaborar enunciados que nos llevan a otros enunciados o gestos, y así mientras logremos mantenernos en ese estado medio ido, distraídos, concentrados, absortos, en el que nos encontramos cuando pensamos (algunos dicen en estado de idiotez, o de evasión, como si se estuviera en otro mundo: porque se está en otro mundo). Nadie puede vivir toda su vida pensando, tampoco.
En nuestra interpretación, el pensamiento ya no puede representarse como el diálogo silencioso que se entabla entre el sí mismo y el yo, tal como lo asentó al comienzo de la aventura filosófica el señor Platón. No. El pensamiento puede originarse en la consciencia, pero encarna en todo el cuerpo. En última instancia, la forma en que actuamos, la manera en que caminamos o hablamos o escribimos forman parte orgánica del pensamiento, aunque no sean “objeto” de pensamiento. De aquí que me permita suponer que el ensayo es el género que más cerca está de la actividad de pensar, pues se piensa a medida que se avanza o retrocede con la escritura. En este punto, el ensayo colinda con la ficción y la literatura, pues puede “inventar” artilugios o elucubraciones si eso colabora en el despliegue del tema. Algo de esto sabía nuestro más grande escritor y ensayista (y algunos dicen filósofo, pero él nunca quiso reconocerse en ese rol), me refiero a Jorge Luis Borges. El ensayo es un espacio de libertad, una libertad que permite diferenciarnos de nosotros mismos.
El ensayo es el género que más cerca está de la actividad de pensar, pues se piensa a medida que se avanza o retrocede con la escritura. En este punto, el ensayo colinda con la ficción y la literatura, pues puede “inventar” artilugios o elucubraciones si eso colabora en el despliegue del tema.
Ya que llegamos a este paso fronterizo entre la literatura y el ensayo, me gustaría recordar una queja de ese controvertido escritor cosmopolita llamado William Burroughs. Burroughs se quejaba en la década de 1950 de que la literatura no había conocido la revolución formal que ya habían atravesado la pintura y la música (con el dodecafonismo y el jazz, por ejemplo). La revolución formal, o mejor dicho: mediática, significa, palabras más palabras menos, la revelación del medio, invisibilizado hasta ese momento debajo de los motivos o las “historias” que las imágenes o los sonidos representaban figurativamente. Marshall McLuhan sostiene que la revolución mediática la llevaron acabo las vanguardias históricas de principios del siglo XX, con el cubismo como punta de lanza. Ahora bien, en aquella remota época predigital en la que Burroughs se quejaba de lo que se quejaba, la literatura ya tenía en su haber obras como el Ulysses de James Joyce, Las palmeras salvajes de Williams Faulkner, Manhattan Transfer de John Dos Passos, Las olas de Virginia Woolf, etc., que testimonian los esfuerzos de la literatura por forzar o romper el corset formal o mediático en el que estaba aprisionada. Como sea, ahora que estamos ya bien metidos en el siglo XXI, muy lejos de ese mundo literario fundado en el medio Libro, podemos concluir que ni en aquella remota época ni ahora el ensayo como género, ni los discursos de investigación y reflexión social y filosófica, ni los trabajos académicos, conocieron el más mínimo juego formal o revolución en las formas —salvo los libros del mismo McLuhan y sus seguidores, es cierto—. No están a la altura de lo que exigen las otras artes. Esto ocurre para bien y para mal también en este ensayo que elaboramos acá, solo que ya somos conscientes que el medio del pensamiento no es transparente como parecía serlo hasta hace poco, y puede revelarse y rebelarse como cualquier otro medio —un ensayo que nace en una página digital y termina en un fanzine tal vez esté intentando poner en cuestión el medio “natural” del ensayo, la página de papel. Como sea, no sé, tal vez con el medio del ensayo no pude ocurrir lo que ocurrió con los medios de las otras artes. Porque en realidad el pensamiento puede expresarse en cualquier signo, sea un signo lingüístico, un signo visual, un signo musical, un signo gestual o kinestésico. Todos estos tipos de signos cargan sobre sí la prueba del ensayo, pues al fin y al cabo encarnan pensamientos.
Otro elemento que desde mi modesta opinión no puede faltar en un ensayo son las marcas de una subjetividad, que no es lo mismo que hablar o escribir desde el Yo. El Yo es narcisista, no le interesa el otro, salvo para reafirmar sus puntos de vista y sus prejuicios. El Yo es cerrado y circular, lo que busca siempre es confirmar sus certezas y su cosmovisión, mientras que la subjetividad es una forma abierta, sin cierre, una línea sinuosa cuyos comienzo y fin se encuentran en cualquier parte. La subjetividad implica la capacidad de ubicarse imaginariamente en la perspectiva del otro, como ya lo planteó Kant en su Crítica del Juicio. Enfatizo el concepto “imaginariamente” porque no se trata de ponerse efectivamente en el lugar del otro, cosa que no puede hacerse ni siquiera asumiendo la misma vida del otro, porque al fin de cuentas siempre se vive de la forma en que uno puede: no podemos ser el otro. Pero sí podemos y en un punto debemos ser capaces de ponernos imaginariamente en el lugar del otro, sin querer reemplazarlo, sin desear anular sus potencialidades, percibiendo el mundo como si se fuera él. Esta capacidad de transferencia se festeja en la literatura, cuando se lee una novela, digamos, o se empatiza con un personaje, pero para la reflexión que encarna en el ensayo no parece ser tan sencillo.
De esta manera, al ser una apuesta y un riesgo subjetivo —el ensayista no habla en nombre de la verdad, más bien disgrega en busca de un sentido—, el ensayo no es objetivo ni imparcial. Esto no significa mecánicamente que sea parcial, tampoco, por supuesto. El ensayo discurre en la afilada frontera que diferencia y relaciona lo parcial y lo imparcial, sin ser ni una ni otra cosa. Es decir, desde mi perspectiva, el ensayo ni ataca ni defiende una posición, por eso la lógica periodística que infecta al sentido común no lo comprende. ¿Se puede acaso escapar a las malditas dicotomías que gobernaron a la razón metafísica occidental? ¿Puede algo no ser ni espiritual ni material, ni bueno ni malo, ni racional ni irracional? El ensayo como forma guarda la capacidad de desmantelar estas dicotomías maniqueas.
* Licenciado en Ciencias de la Comunicación, Magíster en Filosofía de la Cultura, Doctor en Ciencias Sociales y pornólogo. Docente del Seminario Informática y Sociedad. Integrante del grupo editor de la revista Artefacto. Pensamientos sobre la técnica.