Por Lucrecia Gringauz y María Graciela Rodríguez*
Participamos del ritual: millones de cuerpos moviéndose simultáneamente en espacio y tiempo compartidos. Sistemas que los regulan y dinámicas que articulan esos lugares, corporalidades y momentos, que son diminutos, minúsculos, “nocturnos”, como diría Michel De Certeau, y a la vez enormes, planetarios, “luminosos”. Todo en armónica sincronía.
Porque estas regulaciones van creando ajustes, normas, usos, costumbres y una infinidad de encuadres espacio-temporales que actúan sobre las rutinas habituales sin casi darnos cuenta: ojeamos el celular para saber la hora mientras esperamos que llegue el tren; entramos al trabajo en el horario acordado; caminamos algunas cuadras hasta los negocios donde nos abastecemos de lo necesario (y de lo inútil). Rutinas, en fin, que se naturalizan, que de tan cotidianas no ponemos en duda. Y por eso mismo, no las podemos ver.
Estas rutinas, o estas dinámicas reguladas, que forman parte de nuestro modo de habitar la masividad, implican efectivamente un acoplamiento de personas entre sí. Pero también de humanos y no-humanos: transporte, relojes, cuadrículas urbanas, horarios, dinero, interacciones, que se articulan en infraestructuras visibles e invisibles (1).
Distintos sistemas de despliegue simultáneo articulan una compleja trama concebida para el funcionamiento colectivo de cada día. Pensemos, por ejemplo, en la institución escolar: millones de seres humanos entre los tres (a veces menos) y los 17 años se movilizan diariamente desde sus hogares hasta edificios escolares en una variedad de medios de transporte. Hacia esos edificios también se dirigen miles de docentes, personal administrativo, de mantenimiento, de alimentación, entre otros. Lo mismo sucede con el trabajo. Y con la salud. Y con el entretenimiento. En fin, con la mayoría de actividades que articulan la vida contemporánea.
Los conglomerados urbanos adquieren de este modo una vital centralidad que resulta en la visibilización de esas millones de personas actuando acompasadamente en la generación y reproducción de un ritmo social que es el que, sin recordarlo ni tararearlo, guía nuestros propios movimientos. Casi tan automático como la respiración.
El ritmo social deviene, luego, en la construcción visual de algunas imágenes arquetípicas de la modernidad: multitudes visibles ocupando espacios, realizando tareas, divirtiéndose, protestando, celebrando, viajando. Multitudes (que son a la vez protagonistas y públicos) capturadas y reproducidas por los diversos dispositivos técnicos que fueron surgiendo para su registro (desde aquellas trabajadoras que dejaban la fábrica para integrarse a las primeras vistas de los hermanos Lumière; pasando por las famosas fotografías de las multitudes en los muelles despidiendo a los grandes buques de principios del siglo XX, hasta los públicos deportivos o musicales, o los pasajeros y pasajeras de trenes y subtes de cada metrópolis contemporánea).
Los conglomerados urbanos adquieren de este modo una vital centralidad que resulta en la visibilización de esas millones de personas actuando acompasadamente en la generación y reproducción de un ritmo social que es el que, sin recordarlo ni tararearlo, guía nuestros propios movimientos. Casi tan automático como la respiración.
Sin embargo, el fenómeno trasciende la instantánea actual. Con duradero éxito, la sincronización de las rutinas se ubicó en el corazón del sistema mundo moderno, mientras vertebraba al capitalismo occidental. Desde entonces, en un mundo hecho de y con multitudes a la vista, la individuación y la privatización de la vida se ofreció como utópica proyección de las rutinas hacia un mundo mejor. Trabajar desde casa, aprender en pijama y adquirir todo lo necesario para la reproducción de nuestras necesidades desde un sillón del living se convirtió en un anhelo relativamente extendido. En un mundo de ritmos urbanos acompasados y gestos cotidianos sincronizados, el abandono de la dimensión visible del ritual ofrecía una vía de escape deseada. Al menos hasta que se convirtió en esta proscriptiva realidad.
La intemperie, los peces y los tiempos extraordinarios
En circunstancias excepcionales, como lo son la actual pandemia y la correspondiente cuarentena, casi todos los sistemas se desacoplan. Y en ese desacople, quedan provisoriamente desmontados los grandes -y también los pequeños- lazos que sostienen ese ritmo social incorporado. Al desamarrarse, se visibiliza la precariedad de nuestra vida en sociedad. Quedan a la intemperie las múltiples ligaduras que damos por sentadas.
El reconocimiento de nuestra intemperie, que habla del desajuste de nuestras rutinas más internalizadas y obvias en ese habitar la masividad, implica un encuentro frontal con la fragilidad de la vida cotidiana; con la existencia de miles de lazos que la anudan y que apenas percibíamos; con la fractura de unas articulaciones (2) entre humanos y no-humanos que dábamos por sentadas. Es como el pez que nada como “pez en el agua” mientras no sabe que el agua es solo una de las posibilidades del entorno.
El desacople de todas las sincronías que generó la pandemia, nos obligó a revisar -o al menos ver por primera vez- el todo social del que formamos parte y que nos atraviesa, y nuestro rol en él, para descubrir que todes somos intercambiables: protagonistas y/o extras.
Claro que, en este desencaje, los dispositivos virtuales reparan, o intentan reparar, o vienen en socorro de nuestra destruida rutina de interacciones cotidianas. Amerita reconocer que, afortunadamente, la pandemia llegó en un momento de desarrollo tecnológico que nos permite mantener la “cercanía social” sin sabotear el aislamiento físico: trabajo remoto, educación virtual, ¡hasta amistad por zoom! Si hasta les adultes mayores hablan de “videollamadas” con una naturalidad envidiable.
El desacople de todas las sincronías que generó la pandemia, nos obligó a revisar -o al menos ver por primera vez- el todo social del que formamos parte y que nos atraviesa, y nuestro rol en él, para descubrir que todes somos intercambiables: protagonistas y/o extras. La pandemia nos llevó a prestar atención al funcionamiento del contexto, a descubrir sus recovecos y pliegues más chiquitos, su infraestructura invisible, pero también sus dimensiones macro. Nos reconocimos peces, pero no nos pareció tan obvio que esta agua (acaso estancada, podrida o contaminada) fuera la mejor opción. Descubrimos la trama y la urdimbre que tejen nuestras rutinas, incluso sobre algunos disparates que habíamos asumido como incuestionables: muchas personas viajando a la misma hora sobre una colapsada superficie urbana, para llegar a sus lugares de trabajo, a varios kilómetros; y mandar mails frente a una computadora. Pero también vimos lo irreemplazable de los encuentros para construir comunidad y pertenencia: confirmamos que la escuela no es solo la reunión en las aulas, pero sin les niñes en las aulas nada se parece mucho a la escuela.
Y mientras inventamos nuevas palabras, la incertidumbre nos lleva a mirar al futuro también con cierta expectativa. En el medio del desajuste de estas infraestructuras invisibles, y el reconocimiento de la fragilidad que supone y que nos hace sentir que estamos solos y desamparados en la intemperie, se proyecta la necesidad de que todo vuelva a la normalidad. Todo. Y, simultáneamente, la pretensión (¿la esperanza? ¿el desafío?) de cambiar la “normalidad” cuando todo vuelva a… ¿la normalidad? La escuela, por ejemplo, o el mundo del trabajo, o el del entretenimiento, ¿cómo serán cuando pase todo esto? ¿Seremos apocalípticos o integrados en la “nueva normalidad” moderna? ¿Cómo volveremos a habitar la masividad? Y aún: ¿cómo será esa nueva masividad? Todavía más ¿cómo seremos los protagonistas y extras de esa sociedad que vendrá?
* Las autoras son docentes del Seminario de Cultura Popular y Cultura Masiva de la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.
Notas
(1) Para ampliar ver la obra de Dhan Zunino Singh: https://unq.academia.edu/DhanZuninoSingh
(2) Hablamos de articulaciones en el sentido “fuerte” que le da Stuart Hall en Significación, representación, ideología , como “…una conexión o un vínculo que no se da necesariamente en todos los casos como una ley o un hecho de la vida, sino que requiere condiciones particulares de existencia para aparecer, que tiene que ser sostenido positivamente por procesos específicos, que no es ‘eterno’ sino que tiene que ser renovado constantemente, que puede bajo algunas circunstancias desaparecer o ser desplazado, llevando a los antiguos vínculos a ser disueltos y a las nuevas conexiones –rearticulaciones- a forjarse”.
Fotografía de portada por Camila Godoy/ANCCOM