Por Mercedes Calzado*
Lucas mira desde su foto sonriente, deseante de futuro. El valor de lo que vemos se produce en tanto nos mira. Su mirada interpela. “Cada cosa por ver, por más quieta, por más neutra que sea su apariencia, se vuelve ineluctable cuando la sostiene una pérdida (…) y, desde allí, nos mira, nos concierne, nos asedia”, recuerda Georges Didi-Huberman. Nos asedia el rostro del joven muerto, nos cercan las palabras de quienes lo testimonian. Sus amigos, sobrevivientes de balas que les podrían haber tocado a ellos, se convierten en personas públicas, asumen un rol impensado hasta pocos días antes en sus vidas. Son testigos. Testigo, como explicita Agamben, por haber vivido un acontecimiento y poder dar testimonio de ello.
Lucas fue noticia, los motivos de por qué lo fue son diversos: su juventud, su profesión, la brutalidad policial, la fuerza de la palabra de sus amigos y familia. También fue noticia por la intervención de un conjunto de periodistas críticos que muchas veces corren en desventaja frente a la posición hegemónica que legitima las prácticas violentas. Intervenciones periodísticas atentas que, en este caso, tomaron cuerpo a medida que se multiplicaban los testimonios y evidencias de la violencia policial. Una disputa discursiva tantas veces desigual con el carancheo del periodismo de la inseguridad y con la espectacularización de los programas de información general.
“No debería suponerse un nosotros cuando el tema es la mirada al dolor de los demás”, subraya Susan Sontag. Es claro que, si de violencia policial se trata, el nosotros que mira un asesinato con rabia y preocupación es minoritario. Reconocer a una persona, a una población como duelable, como ser viviente cuya muerte debe ser lamentada, significa que su pérdida debería ser considerada “inaceptable (…), un motivo de conmoción e indignación” dice Judith Butler en La fuerza de la no violencia. No obstante, la tendencia del sentido común ante asesinatos a mano de la policía es a ser pensados como hechos aislados. La tesis de la manzana podrida sigue siendo el significado compartido por quienes no quieren ver las estadísticas de muertes provocadas por las agencias de seguridad, repetidas año a año en los informes de los organismos de derechos humanos. El nosotros no existe, porque solo algunos eligen comprender lo que muchos elijen no saber. Con suerte eligen constatar pero en tanto hechos aislados.
No saber, constatar, comprender.
Entre estos tres vectores nos conectamos discursivamente con los casos de violencia policial.
La tesis de la manzana podrida sigue siendo el significado compartido por quienes no quieren ver las estadísticas de muertes provocadas por las agencias de seguridad, repetidas año a año en los informes de los organismos de derechos humanos.
No saber
La invisibilidad de las muertes, lo habitual. Son muy pocos los hostigamientos y muertes producidas por la actuación policial que logran ser dichos, revisados, puestos en cuestión. En general, permanecen en la oscuridad de la vivencia individual. Tantas veces como producto de la cotidianeidad en la que viven los sectores populares en nuestras ciudades, especialmente los varones jóvenes. Tantas veces en la vergüenza, tantas en la desesperación del no poder hacer, ni decir.
El no lenguaje es violencia.
La no-noticia es oscuridad y perpetración de las muertes injustas.
Constatar
Muchas noticias revelan las prácticas violentes de nuestras policías. Cito algunos datos relevados en noticias publicadas en medios de todo el país entre el 20 de marzo 2020 y 20 de marzo 2021 como parte del proyecto Pisac-Covid 19 “Fuerzas de seguridad, vulnerabilidad y violencias” que venimos desarrollando con 15 universidades argentinas. Según estos datos, durante el primer año de pandemia (momento de poca circulación en un espacio público cercado por la intervención policial), 161 personas murieron en hechos protagonizados por policías de todo el país; a la vez, se produjeron 283 hechos de violencia física grave y hostigamiento.
De este total de 444 casos de intervención violenta de las policías en todo el país que fueron noticia, 19 se trataron de hombres muertos en hechos protagonizados por miembros de la Policía de la Ciudad.
Durante el primer año de pandemia (momento de poca circulación en un espacio público cercado por la intervención policial), 161 personas murieron en hechos protagonizados por policías de todo el país; a la vez, se produjeron 283 hechos de violencia física grave y hostigamiento. De este total de 444 casos de intervención violenta de las policías en todo el país que fueron noticia, 19 se trataron de hombres muertos en hechos protagonizados por miembros de la Policía de la Ciudad.
¿Cuántos de estos números son nombres, son muertes con historias?
En la mayor parte, estos acontecimientos se contaron con las mismas categorías con las que comenzó a ser informada la muerte de Lucas. Más de 400 noticias donde retumban las palabras clave de toda crónica policial que constata un hecho: malvivientes, enfrentamientos, inseguridad, jóvenes, balacera, y sigue la lista.
Un lenguaje-violencia.
“El mal, es decir, la potencia letal -según Derrida en Fuerza de ley– le viene al lenguaje por la vía precisamente de la representación, es decir, por medio de la dimensión re-presentativa, mediadora, y en consecuencia, técnica, utilitaria, semiótica, informativa”. Las fuentes que dan a conocer las noticias son casi siempre las mismas que están involucradas en los hechos. Fuentes policiales, marcos de entendimiento que nombran la violencia, la vuelven palabra, concepto. La legitiman.
Quizás si el hecho involucra una imagen de violencia muy explícita, un testimonio que desborda, o si deviene disputa política, pueda escapar a este constatar habitual y se convierta en una información que involucra otros lenguajes como abuso policial. Estos modos de nombrar la violencia, sin embargo, no necesariamente implican denunciar el hecho como una práctica habitual, mucho menos comprender el sentido de la violencia sobre determinados cuerpos sociales, es decir, la desigualdad de los cuerpos duelables.
Comprender implica un modo de ser en el mundo capaz de hacer emerger algo más que el constatar lo visible. Se trata de un acontecimiento que requiere no solo leer información que reclama ser verificada por hechos. En la búsqueda de comprensión, quien narra, lejos de trasladar de emisor a receptor una noticia constatable, toma lo que cuenta de las experiencias y la transforma en una experiencia sensible para quienes escuchan la historia. Cuando quien narra toma las palabras de quienes fueron testigos y las transmite como experiencia, la comprensión se convierte en posibilidad. Si el lenguaje abandona su manto de veracidad, de simple transmisión de información, “si testimonia algo que no puede ser testimoniado, el hablante puede experimentar algo así como una exigencia de hablar”, plantea Agamben. Quien luego hace suyos y narra en el espacio social estos testimonios lo hace por los no duelables, por aquellos que poseen un valor desigual por su vida y por su muerte.
La violencia -recuerda Byung-Chul Han- es proteica, su forma se modifica en cada constelación social. Su modo de nombrarla se transforma y disputa tanto en los diversos espacios culturales y momentos históricos, como también al interior de cada geografía social. Otra vez: el nosotros no existe para pensar el dolor de los demás.
Con el entendimiento, el diálogo, la comprensión de las experiencias no propias, el lenguaje adviene no violencia. “Hay una esfera de entendimiento humano hasta tal punto no violenta que es por completo inaccesible a la violencia: la verdadera y propia esfera del entendimiento, el lenguaje”, recuerda Benjamin en Para una crítica de la violencia. La visible singularidad de cada situación, la puesta en juego de la potencia de un testimonio revela el sentido del que cuenta y la dimensión crítica de quien escucha y produce en su recuerdo la memoria de su historia social. Allí sigue estando el sentido de la disputa discursiva. Allí seguirá estando la imagen de Lucas y los testimonios de los sobrevivientes, como forma de comprensión de un nosotrxs que debe ser cada día más amplio; como forma de memoria compartida de un nunca más que sigue hoy interpelando nuestra democracia.
* Doctora en Ciencias Sociales, magíster en Investigación y licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Es docente de Antropología (cátedra Halpern) en la carrera de Ciencias de la Comunicación, investigadora asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y miembro del Instituto de Investigaciones Gino Germani.
Imagen de portada: fotografía de Lucas González, de amplia circulación en medios de comunicación y redes sociales para pedir justica y denunciar el accionar policial.