La revolución del Estado

Por Carlos Britos*

Como suele suceder con los nombres de aquellas realidades que tienen fuerte pregnancia y significación en los horizontes colectivos, la noción de Estado plantea a cada momento histórico tantos problemas como los que resuelve. Probablemente esto hunda sus raíces en que dichos nombres (otro es el de revolución) designan realidades que atraviesan y marcan las vidas de millones de seres humanos, primariamente según la actitud (de apoyo, rechazo, entusiasmo o recelo) que éstos adopten frente ellas en función de lo que perciben que son. Y si hay relativo acuerdo en que una pandemia hace de la incertidumbre la marca de su época, no sorprenderá que al mismo tiempo traiga de vuelta algunos de esos nombres a la arena del debate público.

Si se exceptúa el Covid-19, tal vez nada más global que el concierto intelectual que afina sus notas entre sentenciar el fin del neoliberalismo capitalista y el pronóstico lúgubre de su consumación apocalíptica. Dos formas de lo apodíctico de las que nos alejamos por igual. Y lo hacemos porque si bien seguramente sea cierto que el mercado, y la volición subjetiva que lo sostiene (el principio de la virtud individual: el mito según el cual “cada unx debe perseguir su interés, pues eso será beneficioso para todxs”), ha mostrado sus límites, si es verdad que “la meritocracia está herida”, la primera pregunta que debemos plantearnos es “herida ante quién”. De no hacerlo, corremos el riesgo de confundir los diagnósticos que se mueven en los círculos llamados “académico-intelectuales” con lo que ocurre en la conciencia de la mayoría de las personas.

En todo caso, hecha la salvedad anterior, en algún nivel parece haber quedado claro que el problema (como lo supo enunciar Trotsky) no es tanto la obscenidad que el lujo suntuario y el despilfarro representan en un mundo donde hay hambre, sino la existencia misma de un modo de organización social que, para garantizar esa obscenidad, condena a la anarquía a la producción y distribución de bienes (el absurdo al que llega esta situación lo vemos cuando se protesta arrojando leche a pocos kilómetros de donde niñxs mueren por desnutrición). La indignación frente al develamiento de que existen poblaciones enteras desamparadas, sin seguro de desempleo ni cobertura médica, carentes de toda protección y sobreexpuestas al daño pandémico (latinxs en Nueva York, pobres en Guayaquil, migrantes en Europa), es un indicador de que parte de la escena se organiza alrededor de algún sentido de comunidad. En esa dirección, es interesante que se vean spots televisivos donde incluso representantes de Juntos por el Cambio aparezcan insistiendo en que «cuidarte es cuidarnos», pues es éste un aserto donde el fin último es la protección del cuerpo social a partir del individual (y no al revés). No sin renuencia, es cierto, estos discursos revelan algo que durante años escamotearon, y es la irreductible dimensión colectiva de la vida humana; el hecho de que, más allá del «en todo estás vos», algo esperaba para ser restituido: que “vos” (valga decir, que “cada unx”) no es, ni puede ser, sin otrxs. Desde este ángulo, y si toda crisis revela algo de la estructura social, la develación a la que dio lugar el Covid-19 pareciera ir articulándose tímidamente con un reclamo a salir del pantano del desamparo institucional y la anarquía económica en el que el neoliberalismo nos hunde cada día un poco.

La indignación frente al develamiento de que existen poblaciones enteras desamparadas, sin seguro de desempleo ni cobertura médica, carentes de toda protección y sobreexpuestas al daño pandémico (latinxs en Nueva York, pobres en Guayaquil, migrantes en Europa), es un indicador de que parte de la escena se organiza alrededor de algún sentido de comunidad.

El retorno de lo estatal-reprimido
Así, hallamos estos días que quienes hasta hace apenas meses insistían en la salvación individual, hoy se ven obligados a retroceder (muchxs a regañadientes, es cierto) en algunas de sus certezas. La pandemia ha obligado a emitirlas en voz baja, quizás conforme van advirtiendo que el mantra meritócrata que hasta ayer recitaban ha terminado alimentando la razón individualista desbocada que hoy lxs amenaza; y que es urgente encontrar algún modo de contener a fuerzas que han escapado a nuestro control.

Ese es el marco en el asistimos a un nuevo regreso a la pregunta por el Estado, en tanto se percibe como la única realidad capaz de combatir el desmadre neoliberal. ¿Dónde residiría su fuerza? O bien, ¿qué cosa es el Estado? Es el nombre que se da a la forma en que se organiza una comunidad si cumple con ciertos rasgos (en la sociología clásica son dos: una administración centralizada y la detentación de la violencia legítima). Esta forma, como cualquier otra, se mantiene en el tiempo por la legitimidad de sus instituciones en la población, por la ascendencia simbólica que tiene sobre los individuos (cercano a lo que Gramsci llamó “hegemonía”); pero también, y cuando es necesario, por su poder represivo. Se diría que el Estado (que, por eso, no se confunde con el gobierno) es un conjunto plural de instituciones que la mayoría reconoce legítimas, más un resto de poder suplementario que permite mantener a raya a quienes no entran en razón (en razón… de Estado). Autoridad y coacción, entonces (o razón y fuerza), en articulaciones múltiples. De allí, de la necesaria legitimidad masiva de sus instituciones, que ningún proyecto de transformación social (política, económica o ideológica) pueda eludir la cuestión del poder estatal.

Hasta aquí, podría decirse que, grosso modo, hay relativo acuerdo. La bifurcación surge en el punto donde cierta forma estatal, la existencia concreta de determinadas instituciones (un cuerpo de leyes, un sistema tributario, un modo de ejercicio la representación política; pero también la naturaleza y composición de los cuerpos detentores de la violencia –policía, gendarmería, ejército) es vista como la adecuada para llevar a cabo esas transformaciones. Asunto de larga data, se entreveraba ya en las discusiones entre anarquistas y marxistas en la Primera Internacional (sinecdoquizadas como “debate Bakunin-Marx”) y era un eje central del folleto de Lenin “El Estado y la Revolución”; pero también, más acá en tiempo y lugar, es uno de los puntos donde marxismo y peronismo nunca se han puesto de acuerdo.

Día de la Memoria, la Verdad y la Justicia. Marcha a 41 años del Golpe de Estado cívico-militar de 1976. Ciudad de Buenos Aires, 24 de marzo de 2017. Foto Camila Alonso Suarez/ ANCCOM

Ni Yankees ni Marxistas…
¿En qué sí acuerdan marxismo y peronismo? En que no hay transformación social posible sin el poder del Estado. ¿En qué no lo hacen? En (estamos, claro, simplificando mucho) la índole de esa herramienta, y por tanto en la imagen general del proceso. Una porción (y no la menor) del peronismo suele pensar lo estatal como una “herramienta para usar en función de los desposeídos”. Sólo algunos “momentos” del movimiento (el kirchnerista, sin ir más lejos), han tematizado (y las más de las veces tibiamente) la necesidad de cambiar la forma del Estado, su aparato; y además casi siempre cuando la inercia de los cambios buscados se ha visto, más tarde o más temprano, obstaculizada por una ingeniería político-institucional que, más allá de variaciones accidentales, parece a la larga terminar protegiendo al orden de mercado. De esta dinámica daba cuenta recientemente Diego Sztulwark al afirmar que “el neoliberalismo es mucho más compatible con el Estado de derecho que con la democracia» (léase aquí: con una democracia entendida como participación popular).

En la otra orilla, por efecto de la centralidad conceptual de la idea de lucha de clases, la necesidad de transformación del aparato estatal estuvo presente en el marxismo desde Marx y Engels. Siendo el aparato de Estado una forma, se la vio siempre como una que, creada por la clase burguesa, respondía a sus intereses. En esta doctrina, la forma-Estado y sus rasgos (burocracia, centralización, parlamento, ejército profesional, etc.), en tanto producto histórico de la burguesía, eran vistos como la “máquina” que permitía a esta clase parasitar y subyugar a las otras (ayudada por la ilusión de que era el único orden social posible o deseable).

Así las cosas, si la cuestión peronista era usar el Estado para, la cuestión marxista siempre fue usarlo mientras. Mientras se lo reemplaza. ¿Por qué cosa? No se sabía, y no se sabe hoy. Sí se sabe que no es algo que pueda ser “diseñado en un papel”. Lo que vaya a ser será producto de la creación común de millones de personas comprometidas en ello. Pero más allá de eso, lo central aquí es que no se trata ya de “poner el Estado al servicio de las mayorías” sino también, y al mismo tiempo, de modificarlo en sus estructuras. Y hacerlo de un modo tan radical que implique su conversión en otra cosa, o bien en “un Estado que ya no sería un Estado en el estricto sentido de la palabra” (la fórmula es de Engels).

Es eso lo que hoy parece estar volviendo al centro de la escena. Lo que se dirime, bajo las tibias iniciativas o módicos exhortos a una «estrategia global» o una «respuesta coordinada” frente a la inevitable y brutal recesión que se avecina; lo que se reconoce y se desconoce a la vez cuando se propone que el G-20 cree un «fondo económico común anti-crisis» es la necesidad de transformar tanto las estructuras intra como las relaciones inter-estatales; para que dejen de estar (al menos este es el acento entre quienes ponen la salud por sobre las finanzas) a merced de las extorsiones del poder financiero, que sí es global y que como tal actúa. Frente a las fuerzas desembozadas del capital, esa parece ser la única salida para que los pueblos tomen las riendas de sus destinos: hacia afuera de las fronteras estatales, una progresiva integración de acciones y políticas; hacia adentro, una creciente democratización de las decisiones vinculadas a la producción y distribución de los recursos y la riqueza.

Así las cosas, si la cuestión peronista era usar el Estado para, la cuestión marxista siempre fue usarlo mientras. Mientras se lo reemplaza. ¿Por qué cosa? No se sabía, y no se sabe hoy. Sí se sabe que no es algo que pueda ser “diseñado en un papel”. Lo que vaya a ser será producto de la creación común de millones de personas comprometidas en ello. 

Pero entonces lo que asoma en el horizonte es una disputa para que el regreso de la cuestión del Estado no implique el reingreso de algunas de sus formas neoliberales, que tendrán por ineludible efecto (David Harvey lo ha dicho con claridad) restablecer las condiciones de acumulación del capital (cuyo eufemismo es “clima óptimo de negocios”). Si, como decía Lenin, es preciso sospechar de las Grandes Palabras (al oír hablar de “la Democracia”, preguntar cuál democracia; al escuchar discursos sobre “la Libertad”, preguntar libertad para qué clase), sería prudente que nos preguntemos, aún suscribiendo a la consigna “el Estado nos salva”, qué Estado nos salva. Y seguramente hallaríamos interlocución para esta discusión en quienes ya no toleran el espectáculo de ver cómo algunas pocas corporaciones depredan los recursos del planeta, mientras un puñado de fondos de inversión hace fortunas en índices bursátiles, timbas financieras o empréstitos usurarios que ahogan las soberanías nacionales; parasitando el trabajo y el esfuerzo de millones de personas. Entre quienes están hartos y entre quienes comienzan a hartarse de esta sinrazón quizás se teja la comunidad que piense una estatalidad capaz de terminar con semejantes desvaríos.

Estatización de recursos estratégicos; nacionalización de la banca; condonación de deuda, juntas de granos… Medidas más o menos eficaces o necesarias, la discusión pública lo va a resolver; pero también deberá resolver, tarde o temprano, una asunto que, puesto en la mesa por los feminismos (“el Estado opresor es un macho violador”) la pandemia no hizo más que situar en el centro mismo: la cuestión de la forma de lo estatal. En una reciente conferencia en la UNSAM, García Linera dijo que los seres humanos somos “globales por naturaleza” y merecemos un tipo de globalización “que vaya más allá de los mercados y los flujos financieros”. En tanto esto no ocurra, afirmó allí también, y “como tránsito a una globalización de los derechos sociales, es imprescindible un Estado social plebeyo que no solo proteja a la población más débil, sino que además democratice crecientemente la riqueza material y el poder sobre ella; por tanto, también la política, el modo de tomar decisiones que deberán ir cada vez más de abajo hacia arriba y cada vez menos de arriba hacia abajo, en un tipo de Estado integral que permita ir irradiando la democrática asociatividad molecular de la sociedad sobre el propio Estado”.

Si su objetivo es producir estas transformaciones, da igual que sean Marxistas, Peronistas, Masistas o Petistas A la sazón, poco afecta el color de la bandera bajo la cual realice el movimiento crítico-práctico que señala Linera; pues, como decía un político chino, a veces no importa el color del gato, “lo importante es que pueda cazar ratones”.


* Licenciado en Comunicación Social y docente, Facultad de Cs. Sociales. Maestrando en Estudios Interdisciplinarios de la Subjetividad, Facultad de Filosofía y Letras. Investigador del Instituto de Investigaciones Gino Germani.