Geografía del insomnio

Por Irene Klein*

«El aire pesaba en sus pulmones y nublaba sus cabezas, mientras una vida múltiple trepidaba en la pantalla, ante sus ojos doloridos, sacudidos; era la vida divertida y apresurada que no se detenía más que para correr de nuevo, acompañada de una música que aplicaba la división del tiempo a la huida de las apariencias pasadas y que, a pesar de sus medios limitados, sabía tocar todos los registros de la solemnidad, la pompa, la pasión, el salvajismo y la sensualidad.»
La montaña mágica, Thomas Mann

Ilustración de Irene Klein de su novela El hábito del miedo.

A la noche me despiertan las sirenas de la ambulancia que en este silencio profundo en el que se sumergió la ciudad parecen retumbar como dentro de un hueco. Maldigo. Hace menos de dos horas que finalmente pude conciliar el sueño. El insomnio me persigue en esta cuarentena. La valeriana, el té de tilo, la almohadita de semillas de lavanda, mis sanas intenciones sucumbieron ayer a la tentación del alplax, que me hundió en un sopor desprovisto de sueños y que aplasta ahora mi curiosidad contra la almohada.

La habitación se llena de luces intermitentes. Decido no incorporarme, ni aguzar los oídos para recuperar otra vez ese sopor que me arrastra a la inconsciencia. Hay voces, otra vez sirenas, sonidos que me van llegando de lejos, como si atravesara un cortinado pesado, que se me ocurre de terciopelo como el de los teatros porque desde el 19 de marzo todo se volvió teatral. Me despierta el sol y el hocico húmedo de mi perra que reclama la comida. Dormida, con esa ebriedad de un sueño destemplado, inicio mi rutina en ritmo ralentizado. Ahora el tiempo es otro, un flujo sin cronología precisa más que el día y la noche (si bien tampoco es claro cuando comienza cada cual) que se estira infinitamente a lo largo del día y en el que se nada mansamente como si se hiciera la plancha para no decir el muerto. Corto la naranja y hundo la nariz de manera alternada en el jugo y en la lavandina que tritura mi fauna nasal. Suspiro con alivio. Conservo aun mi capacidad olfativa.

Prometo no engancharme con las noticias y enciendo la radio y me siento a leer los diarios en la computadora frente al televisor. Los últimos índices de infectados y muertes ascienden. Descienden los índices de delincuencia, accidentes de tránsito y de polución. Hay que lavarse 20 segundos las manos. Hacer espuma con el jabón. Ponerse el tapabocas de atrás hacia adelante. Unto el queso crema sobre la tostada. Las personas de más de setenta no podrán salir sin un permiso especial. Se prevén sanciones, trabajos comunitarios si infringen el decreto. Mi madre vivía sola y me tocaba el timbre cada día con una excusa. Te hice pepinos agridulces, te traje un recorte del diario que puede interesarte. Tenía ochenta años y estaba enferma de cáncer pero insistía en que saliéramos a caminar todos los mediodía por el barrio.

-El aire es vida, decía.

Bien lo sabe el coronavirus que se mete precisamente en los pulmones.
Tomo un trago de café. En la radio recuerdan el confinamiento obligatorio, la distancia de dos metros, la supresión de la libre circulación, la eliminación de todo espacio social. Muerdo la tostada. Hay delfines en los canales de Venecia, patos salvajes en las fuentes de Roma, ciervos en las calles de Japón, monos en las plazas de Tailandia, pavos reales en Madrid. Se sugiere ordenar la casa, se alerta contra la saturación de la información, se pide mantener una actitud conciliatoria. Un epidemiólogo recomienda la masturbación y el sexting. Busco sexting en el Google mientras termino el café. “Práctica para caldear cuerpos”. Me acuerdo que tengo práctica de yoga a las once. Acondiciono el living, la alfombra más gruesa hace de matt, el Quijote y la vieja biblia de mi madre de tacos. Escribo el código del id y me conecto. Saludo a Mati, el profe, con la mano. El Zoom se corta a los cuarenta minutos y tengo que reconectarme. Varios compañeros desparecen de manera intermitente porque se les corta el wifi y regresan con aire desahuciado: no te vi, Mati. Y Mati repite la explicación pero la imagen se congela y me entran ganas de golpear la computadora como hacía mi abuela sobre el televisor cuando tenía rayas. Mati se descongela pero el delay lo convierte en bailarín de ballet. Puteo a mi gato que intenta enroscarse en mi alfombra -matt en el preciso momento que intento el paro de cabeza y la cara de Mati aparece en la pantalla para recordarme amablemente que silencie el micrófono del Zoom. La relajación final es un triste simulacro. Tengo una pata canina sobre el muslo y mi cabeza se pierde en pensamientos prosaicos. Pagar las expensas. Comprar más naranjas. Ordeno el living y lavo la taza. ¿Cómo harán los que viven en una pieza de cuatro por cuatro? Recibo un Whatsapp de un amigo que hace mucho no veo. Le pregunto qué está haciendo en esta cuarentena. “Esperando”, me responde. Mi perra ensaya adomukas (perro boca abajo) alrededor mío mientras me preparo para salir a la trinchera. Tapaboca (de confección propia, un relleno de corpiño de furioso color violeta), papel tissue, botas que dejé en la entrada. En el ascensor recuerdo con nostalgia cuando controlaba el lápiz labial y el rimmel en el espejo. Salgo y me asalta como siempre esa sensación de extrañamiento al ver la gente con barbijo. Sé que también esa sensación se irá perdiendo como tantas otras en la corriente diaria del absurdo que se torna normal.

Pero hoy la calle es otra. Hay una ambulancia en el edificio de al lado. Una carpa amarilla en la vereda. Casi no hay gente alrededor. No se permiten los agolpamientos. Uno lejos uno del otro, lejos del prójimo que ya no existe. Una mujer de tapaboca rosa mueve la cabeza.

-Bajé en barbijo, así como estaba, apenas escuché el ruido a la madrugada –dice.

Tiene que levantar bastante la voz para que la escuchemos. No sé si se confunde y quiere decir pijama en lugar de barbijo o si efectivamente duerme con uno.
Me quedo a un costado. La perra mea. Mi encargado se acerca, mira el río que fluye en la vereda y frunce los ceños sobre su tapabocas que es (¿puede ser?) un pañal (fue abuelo hace poco) pero no dice nada, lo que quiere es contar:

-Una mujer se tiró del balcón. Del octavo-acota para que quede claro cuál fue su destino.
-¿La conocía?
Hace no con la cabeza:
-Una mujer grande, dicen.

Sigo camino. Por un momento sospecho del Alplax. Tal vez sigo sea solo el sopor que no cesa. No debí haberlo tomado. El insomnio es nuestra geografía, dice una colega de la facultad. Me doy cuenta que estoy arrastrando a la perra como si llevara un chango pesado.
Hay cola de una cuadra frente al súper. Uno detrás del otro, con una distancia de dos metros, sin urgencia, esperan. ¿Qué es una mujer grande? ¿De más de setenta? En el Holocausto las judías y los judíos tenían que usar una estrella para que todo el mundo los reconociera.
No voy a dar una vuelta manzana. Voy a cruzar la vía, seguir hasta Colegiales. En la esquina hay un policía con un tapabocas colgando del cuello. Cruzo rápidamente a la otra vereda. Que no me vea, no me pregunte. Todavía retengo el susto de hace dos días cuando el patrullero me cortó el paso. Qué hace, señora. Flaco, rubio, cara de piedra. Paseo el perro. No está permitido. Pasear no es sacar el perro. Usted infringe la ley. Puedo llevarla presa.
Cada ciudadano es un terrorista en potencia. Somos todos portadores invisibles. Cruzar la vía hacia el otro lado es mi pequeña rebelión cotidiana. Paso por la casa del garaje descubierto donde un joven corre todas las mañanas alrededor del auto. Saludos a los dos hombres que duermen sobre unos cartones. Los dos tienen tapabocas blanco, nuevitos. Pandemia viene del griego. Todo el pueblo. Llego a la verdulería pero ya no tengo ganas de comprar naranjas. Una mujer grande. Estoy mareada, de pronto me falta el aire. Debe ser el tapaboca. El relleno de corpiño sofoca. En la otra cuadra hay varios policías.

-No se puede pasar, retroceda- me ordenan.
Un hombre con tapaboca de lunares me explica:
-Agarraron a uno.
-¿Quiso robar?
Me mira consternado:
-Tenía síntomas. Pero ya se lo llevaron.

La rebelión es inútil, decido regresar. Necesito sacarme el tapabocas. La carpa amarilla sigue ahí, en la vereda.
Subo en el ascensor, me descalzo, rocío de alcohol las patas del perro, la correa, el picaporte. Me lavo las manos, hago espuma. Desanudo el tapabocas, lo tiro a la pileta y salgo al balcón. ¿Quién tiene la llave de este encierro? ¿Whatsapp, Netflix, Google? ¿Y después? ¿Seguiremos conectados o nos con-tactaremos? ¿Será una sociedad con rígidas fronteras, de vida social militarizada, de cuerpos hiperdesinfectados y disciplinados? ¿Una sociedad que, a diferencia de posguerras, será predominantemente joven? ¿Estoy despierta, sueño o es un largo insomnio?

Pero hay olor al jazmín en el balcón y sopla una brisa suave. Inhalo profundamente. No el perfume. El sabor traslúcido, exquisito, singular, único del aire. Tomo una bocanada inmensa como si saliera de abajo del agua. Lleno los pulmones y exhalo despacio.

El aire es vida, decía mi madre. También cada vez que llovió, paró.
Cómo la extraño.


* Ex-Profesora Titular de la materia Taller de Expresión I. Profesora en Letras. Magister en Análisis del Discurso (FyL). Doctoranda Ciencias Sociales, UBA. Autora de libros sobre narración y escritura.