De la biología molecular como una ciencia de la comunicación

Por Pablo “Manolo” Rodríguez*

Hay mucho escrito sobre la aplicación de la teoría de la información a la biología, más precisamente a la biología molecular, estrella de las ciencias en la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo recibí para esta revista un encargo vía Whatsapp que decía: “Algo sobre información y biología o similar. Tono revista cultural, no paper. Unos 10.000 caracteres con espacios”. En la mayoría de los casos, la literatura sobre el tema consiste en papers; el resto, en textos de divulgación científica. Sin embargo, uno de los principales problemas que plantea esta relación es precisamente su carácter de punto ciego para ambos términos. Quienes se especializan de manera consecuente en teoría de la información, al menos en su versión más exitosa, la teoría matemática de la información, suelen escandalizarse por el carácter metafórico excesivo que la biología molecular asigna a la idea de información. Por el otro lado, la biología molecular encuentra en la información un tipo de explicación peculiar del funcionamiento de las moléculas que crean y constituyen entidades vivientes, sin preocuparse por lo que digan del otro lado.

De ese punto ciego, de esa figura algo descontrolada (la información), surge la respuesta a una pregunta básica acerca del encargo informal: ¿por qué la relación entre biología (molecular) e información es importante para una revista de comunicación social? La respuesta está contenida en una inquietud que me fuera formulada hace varios años por el biólogo Diego Ferreiro, investigador independiente del Conicet y director del Laboratorio de Fisiología de Proteínas de la UBA. Ferreiro estaba preocupado porque su disciplina se refería constantemente a términos como “código”, “expresión”, “alfabeto” y hasta “comunicación” para describir las interacciones biomoleculares, además de la consabida “información”, pero en ningún momento de su formación como biólogo, tanto en Argentina como en Estados Unidos, le fue explicado de dónde provienen esos términos, cuál es su origen epistemológico y cuál es su necesidad intrínseca para la biología. Creía que yo podía tener alguna respuesta, dada mi formación en comunicación. Tras años de investigación conjunta, que suele llamarse pomposamente “transdisciplinaria”, llegamos a la conclusión provisoria de que la biología molecular es una ciencia de la comunicación.

Nuestra hipótesis es que no se entiende el papel de la información en la biología molecular sin incluirla en el marco más amplio de las teorías de la comunicación vigentes en la segunda mitad del siglo XX. Hay, de hecho, una historia paralela, donde ambas dialogan a condición de suspender, por un momento, los límites de la biología como ciencia natural y de la comunicación como ciencia social. Ya nos ha tocado publicar esta hipótesis, de manera breve pero en tono de paper, en el ámbito de la biología (1). Veamos ahora qué ocurre al hacerlo en el terreno de la comunicación.

 

Tras años de investigación conjunta llegamos a la conclusión provisoria de que la biología molecular es una ciencia de la comunicación

 

Información y biología terminaron de sellar su alianza en 1970, cuando Francis Crick publicó un artículo en la revista Nature titulado “Dogma Central de la biología molecular”. Casi dos décadas antes, Crick había dilucidado junto a James Watson, Maurice Wilkins y Rosalind Franklin la estructura de doble hélice del ADN, y durante todo ese tiempo se realizó una interesante amalgama de conceptos y metáforas provenientes de diferentes campos: las ciencias de la computación, la lingüística, los modelos de retroalimentación provenientes de la cibernética y la propia teoría de la información. Estos campos a su vez habían establecido numerosas vías de conexión, y todo ello fue a parar a una sentencia simple, la del dogma: la formación de las biomoléculas se produce gracias a un flujo unidireccional que va del ADN a las proteínas a través del ARN. Ese flujo es denominado un “flujo de información”, y la información está contenida en el ADN y es transmitida a las demás moléculas, sin que sea posible una alteración del sentido del flujo. El proceso que va del ADN al ARN se denomina transcripción; el que va del ARN a las proteínas, traducción. El paso de una transcripción a una traducción se da por el código genético, que está constituido por paquetes de tres pares de bases de ARN denominados codones.

O sea: el flujo de información genética es un asunto de códigos, de transcripciones, de traducciones. En términos comunicacionales, estamos ante un asunto lingüístico, y tan temprano como en 1973, nada menos que Roman Jakobson, uno de los padres de la fonología, por extensión de la lingüística estructural y más allá de las teorías modernas de la comunicación basadas en la información, escribió que la secuencia genética cumplía las condiciones teóricas para ser equiparada a una secuencia verbal: los nucleótidos son el equivalente de los fonemas y los codones son las palabras que constituyen el código. Por elevación, la biología molecular puede ser una lingüística à la Saussure: los pares de bases son lineales, su unión (A-T, C-G) es arbitraria y se trata de elementos discretos y no continuos, por lo que cumplirían con algunos criterios para constituir signos. Así, la transcripción (del ADN al ARN) puede ser entendida como el paso de una palabra escrita a una palabra hablada (comienza la orden que da el ADN a las demás moléculas), mientras la traducción transforma la orden en una acción que se produce en tres dimensiones, la proteína, y allí termina el proceso comunicacional.

Ahora bien, ¿de qué modelo de la comunicación se trata? Aquí es donde intervienen dos elementos. El primero, el más evidente, es la influencia de la cibernética y de la teoría de la información, funcionando a la par de las caracterizaciones lingüísticas. Nuevamente el nexo es Jakobson, quien se inspiró en la teoría de la información de Claude Shannon para construir y luego complejizar su famoso modelo de la comunicación: emisor, mensaje, receptor en el eje principal, código y canal en el medio y el contexto rodeando el flujo unidireccional. Pero es sabido que la cibernética no se limitó, como teoría macro de las ciencias de la información, a entender que en el mundo sólo hay mensajes enviados desde emisores a receptores, sino que hay procesos de retroalimentación (feedbacks) por el cual entre todas las instancias de la comunicación hay rulos, loops, que complejizan la acción a realizar o a significar. La biología molecular, lingüística pero también cibernética, así lo entendió cuando el módulo ADN-ARN-proteínas fue interpretado en los años 60 en el marco de un circuito de regulación y expresión que conecta el módulo aislado con el contexto donde se despliega la acción y le asigna a las proteínas, supuestas receptoras pasivas, un papel algo más relevante en la actividad biomolecular (el modelo conocido como operon lac).

 

 

El segundo elemento, mucho más solapado, es el nexo que se puede establecer entre el carácter a la vez lingüístico y cibernético de la biología molecular y la deriva de las teorías de la comunicación a partir de la década del 70, y que de alguna manera está ya contenido en el problema de la regulación y la expresión genéticas. Hay aquí una sincronización realmente notable que sólo es visible, como se dijo, si se atraviesan las fronteras entre saberes. En las ciencias de la comunicación se produjeron tres acontecimientos importantes. Por un lado, y ya desde los ’60, las teorías del signo, con Umberto Eco a la cabeza y coronadas luego por la obra de Eliseo Verón, se fueron inclinando hacia el modelo ternario de Charles Peirce, mucho más dinámico y flexible que el modelo binario saussureano en lo que hace a la inclusión del referente y del contexto en las operaciones de significación. Por el otro, se fue pasando de las lingüísticas de la enunciación a las teorías de los discursos sociales (otra vez Verón). Y finalmente, ya en los ’80, se pusieron en cuestión los modelos comunicacionales que hacían excesivo énfasis en el papel todopoderoso de la posición de emisor para determinar no sólo el mensaje, sino su recepción transparente. En este sentido, el Dogma Central de la biología molecular sería el sucedáneo biológico de las teorías de la aguja hipodérmica, tanto funcionalistas como marxistas.

 

La transcripción del ADN al ARN puede ser entendida como el paso de una palabra escrita a una palabra hablada, mientras la traducción transforma la orden en una acción que se produce en tres dimensiones, la proteína, y allí termina el proceso comunicacional.

 

Esta misma trayectoria, básica –y demasiado simplificada aquí—para cualquier estudiante de comunicación, realizó la biología molecular. Ya en 1970 se había descubierto la transcripción reversa, esto es, un feedback del ARN hacia el ADN antes de que el mensaje llegara a las proteínas. Casi a fines de esa década comenzó a aparecer ADN (sugerentemente llamado Junk DNA, ADN basura) que no “codificaba ninguna proteína”, pero cuya presencia era necesaria para que la codificación de otras secuencias fueran posibles; algo así como que el código genético no contenía todos los procesos intervinientes en la –ahora sí—comunicación biomolecular, sino que había elementos codificantes no codificados, un exceso de codificación o una validez relativa de la idea misma de codificación. Y siguieron los problemas. La conocida enfermedad de la vaca loca proviene de partículas patógenas de naturaleza proteica que no contienen ácidos nucleicos: proteínas sin ADN que hacen cosas sin esperar que le den órdenes.

Comenzaron, ya en los ’90, a aparecer investigaciones que hablaban de epigenética (esto es, que el sistema ADN-ARN-proteínas se comunica con su entorno para producir sus mensajes internos), más adelante fue el turno de las redes metabólicas y las redes celulares, con todo lo que significa ir desplazando la imagen del vector unidireccional por la de red, luego el conocimiento del papel de una proteína, la histona, en la regulación y corte de las tiras de ADN que luego las codifican (el problema del huevo y la gallina), etc.

Quedaría demostrado que la biología molecular podría ser “aceptada” como ciencia de la comunicación, así como éstas deberán “aceptar” que su rango de acción deja de estar limitado por el adjetivo “social”.

 

Pasado en limpio: las moléculas intervinientes en los procesos genéticos no sólo obedecen a una instrucción (en caso de que la haya), sino que implican al contexto y de ese modo “hacen” algo con aquello que reciben, lo interpretan. Ni la emisión es solamente acción ni la recepción supone únicamente pasividad. Este modo de comprender la comunicación biomolecular según una “teoría de los discursos sociales” moleculares diría, pues, que hay secuencias, que de allí se pasa a las estructuras (transcripción-traducción) pero que, antes de pasar a las funciones, habría justamente actividad e interacciones.

Hoy se tiende a reconocer que las proteínas, en tanto estructuras, cambian su conformación e integran al contexto (ambiente) dentro de su actividad, y que al regular la propia expresión de la secuencia en función de esa actividad obliga a pensar que los genomas reaccionan al entorno. El receptor, en esta teoría de la comunicación que vale tanto para lo biológico como para lo social, ya no es pasivo y el contexto se vuelve fundamental. Es posible que en el futuro cercano se admita abiertamente que la genética, entendida como el estudio de la transmisión de la herencia o información codificada en los genes, no tiene por qué concentrarse sólo en la zona que lleva escrito el código, es decir, únicamente en los procesos de transcripción y traducción; esto es, que la transmisión de la herencia no debería estar concentrada en el ADN.

Esto tendría consecuencias científicas incalculables. La propuesta en la que estamos trabajando con Ferreiro y su equipo es la promoción de la figura de la semiosis genética, parafraseando a la semiosis social de Verón, para reemplazar la ya vetusta metáfora de la secuencia genética y todo su lastre de unidireccionalidad del flujo. Con el tiempo, quizás, las grietas del Dogma Central terminen formando varios núcleos periféricos, al modo de las anomalías severas en los paradigmas kuhnianos, y para entonces haya que disponer de un nuevo paquete conceptual que el camino de las ciencias de la comunicación social habrá ayudado a construir. Si así ocurre, quedaría demostrado que la biología molecular podría ser “aceptada” como ciencia de la comunicación, así como éstas deberán “aceptar” que su rango de acción deja de estar limitado por el adjetivo “social”. Hemos sobrepasado los 10.000 caracteres con espacios. Ojalá que se haya entendido algo, y ojalá que el tono no haya sido el de un paper.


*Doctor en Ciencias Sociales (UBA). Profesor Adjunto del Seminario de Informática y Sociedad (cátedra Kozak) de la Licenciatura en Comunicación Social (UBA). Investigador Adjunto del Conicet.

 


Referencias
1. http://www.quimicaviva.qb.fcen.uba.ar/v14n2/rodriguez.html