La educación se volvió de derecha

Por Mariano Denegris*

Guillermo Sierra es un fletero de Bahía Blanca que según consignan los medios que publican su historia sólo terminó séptimo grado. Durante los últimos días de junio de este año se convirtió en un héroe repentino y probablemente fugaz de los periodistas que habitualmente editorializan sobre la crisis educativa y los paros docentes. “La raíz de todos los problemas de cualquier país del mundo es la falta de educación. De Sarmiento para acá.”, dijo Guillermo en incontables entrevistas que concedió a medios nacionales. La frase que dio título a la mayoría de ellas fue: “Igualdad no es hablar con X, igualdad es que los chicos tengan clases todo el año.”

Asociado con persistencia al futuro de aquello que más queremos, identificado como causa y solución de todos los males de una sociedad, lo educativo ocupa un lugar valorado en el debate público. Menos urgente pero más importante que el bolsillo o la seguridad, la bolsa o la vida, la educación aparece recubierta de una dignidad discursiva que enaltece a quien la elige como tema de debate.

No es novedoso que la educación se convierta en objeto de la campaña electoral. Sin embargo, se está produciendo un desplazamiento en cómo se habla, quiénes son los portavoces autorizados en este campo discursivo, qué series de objetos, qué oposiciones, continuidades y discontinuidades se ponen en juego relacionados a la educación.

El interés por la educación de las fuerzas de derecha no es nuevo. Desde hace dos décadas se produjo un giro en las preocupaciones de los divulgadores mediáticos del neoliberalismo desde lo económico hacia lo educativo. Estos nuevos expertos en pedagogía, durante los años 2000 aflojaron el énfasis en el déficit fiscal y lo trasladaron a la formación de recursos humanos. No es que a sus antepasados no les importara la educación; desde los orígenes del sistema educativo moderno los liberales y conservadores discutieron y definieron el rol de los “aparatos ideológicos” del Estado. Pero, podríamos decir, para ejemplificar con el caso argentino, que desde la Reforma del ’18 hasta la Carpa Blanca, pasando por la Noche de los Bastones Largos, la agenda educativa se hallaba en una zona de confort más propia del progresismo.

«No es novedoso que la educación se convierta en objeto de la campaña electoral. Sin embargo, se está produciendo un desplazamiento en cómo se habla, quiénes son los portavoces autorizados en este campo discursivo, qué series de objetos, qué oposiciones, continuidades y discontinuidades se ponen en juego relacionados a la educación».

Fue recién en las primeras décadas del milenio, entoces, que el neoliberalismo latinoamericano, ante el florecimiento de gobiernos populistas en los países del sur, forjó, con las pruebas Pisa en una mano y el aumento del “gasto educativo” en la otra, el diagnóstico genérico, impreciso y convincente de la “crisis educativa”. La obsesión por la educación de los comunicadores neoliberales operó un corrimiento discursivo que tuvo un hito cuando el candidato a presidente de Cambiemos en 2015, Mauricio Macri, llegó al canal de televisión que realizaba la entrevista más buscada de la campaña acompañado exclusivamente por su futuro ministro de educación, Esteban Bullrich. “Todos los problemas son problemas de educación, decía Sarmiento y a mí me gustaría ser una gota de sudor de Sarmiento”, se comparó, modesto, Bullrich esa noche. Marcaba la diferencia de su candidatura respecto de los otros dos principales contendientes electorales que llegaron a la misma entrevista acompañados de sus gabinetes económicos. “La educación: causa y solución de todos los males de la sociedad”; “la pobreza y la inseguridad se resuelven con educación”, decían en un ensayado canon de voces Mauricio y Esteban. De alguna manera, los intelectuales orgánicos de la educación neoliberal, desde Andrés Oppenheimer hasta Gustavo Iaies, pasando por Juan José Llach y Alieto Guadagni (dos casos típicos de economistas devenidos pedagogos), construyeron el gran problema de la crisis educativa para que viniera Bullrich a ofrecerse como el general de ese ejército de ideas que llevaría adelante una nueva campaña en un nuevo desierto.

De Bullrich a Bullrich

Sobre ese desplazamiento en el debate educativo comienza a insinuarse otro en el que aparecen nuevos conceptos y actores. A diferencia de Esteban Bullrich, que cuando hablaba de la conquista del desierto en un acto de inauguración de una escuela en Chole-Choel, aclaraba que la nueva campaña no sería con la espada sino con la educación, su prima Patricia no reniega de las armas ni de lo militar asociado a la formación. En la campaña de 2019, en el marco de su propuesta de servicio cívico voluntario para jóvenes de 16 a 20 años, la entonces Ministra de Seguridad de Mauricio Macri sostuvo que esa tarea estaría a cargo de la Gendarmería. “Gendarmería es la institución más valorada de nuestro país. La número uno. Mucho más que cualquier otra, que la educación pública, que la iglesia y ni que hablar de la política”, declaró la funcionaria durante una entrevista por radio Metro en la destacó el rol pedagógico de la fuerza. Explicó que la Gendarmería no es una fuerza de seguridad sino más bien “una institución educativa que tiene capacidades educativas como cualquier institución educativa”.

«La interna de Junto por el Cambio entre Patricia Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta otorga un lugar destacado en sus discursos de campaña a la educación. Ella, con su estilo de audaces burradas que generan desmentidas tan obvias como ineficaces. Él, con el dejavú de una revolución educativa para adaptar la educación al mercado que viene anunciando desde hace años. Ella, prometiendo sangre para que la letra entre. Él, insistiendo en la tragedia de cada día de clase perdido por culpa de los adultos».

Si el macrismo, como lo manifiestan sus portavoces, reclamaba para sí un espíritu fundacional que los ligara a la Generación del ’80 como constructores de la Argentina, necesitaba un tipo de vínculo ideal con ese pasado que lo presentara como continuidad y superación. Las insistentes apelaciones a la figura de Sarmiento y la promesa de una Campaña del Desierto educativa constituyen el nudo central de este aspecto del diálogo hacia atrás. Este vínculo con el mito fundacional contribuye a, y es determinado por, el sentido común que otorga a la educación asombrosos poderes para conjurar todos los males sociales. Sólo los hijos legítimos, los verdaderos herederos de quienes hicieron la modernidad educativa, podrán enterrarla.

Aquí encontramos el segundo aspecto de la relación con el porvenir. El elemento central del speech de Bullrich sobre los siete trabajos que tendrían sus hijos e hijas a lo largo de su vida. La educación, a pesar de su impronta todopoderosa, a pesar de ser la política pública más trascendente de su gobierno, sólo puede adaptarse a los cambios económicos y tecnológicos. El determinismo es de ellos hacia el sistema educativo. No podía ser de otra manera, porque lo que se borró en todo este movimiento de diálogos y reenvíos fue la política. Es necesario advertir que este modo de hablar a la educación no se limita al macrismo. La lengua global de la educación, atrapada en los conceptos de achievement y entrepreneurship, no se circunscribe a un gobierno ni a una región. El espíritu emprendedor y el éxito son las palabras claves de este esperanto educativo.

Pero sobre aquella apropiación por parte de una derecha suave se produce otra que radicaliza su posicionamiento ideológico. El desplazamiento discursivo en curso surge durante las restricciones a la circulación en la pandemia de COVID-19. Allí, Horacio Rodríguez Larreta pudo aprovechar la pandemia para mostrar su preocupación educativa cada vez que se encendía una cámara. “Cada día cuenta”. Los principales noticieros señalaron con dramatismo y música de fondo la falta de clases presenciales. Leyeron compungidos la carta en que la madre de un estudiante secundario de Pilar lloraba porque no sabía cómo sacar al adolescente del sillón del living. Pero muy pronto el ala dura de su partido comenzó a correrlo. En enero de 2021, a instancias de Patricia Bullrich y Hernán Lombardi se comenzó a convocar a una marcha de familias al Ministerio de Educación de la Nación con la consigna “abran las escuelas”. Desde el macrismo consideraron este hito como el de aparición de un nuevo actor en la escena. El saldo se institucionalizó como “Padres organizados”, una asociación civil con Voceros en varias provincias del país y vínculos con otras organizaciones de perfil educativo conservador como Coalición por la Educación y Argentinos por la Educación.

«La educación, a pesar de su impronta todopoderosa, a pesar de ser la política pública más trascendente de su gobierno, sólo puede adaptarse a los cambios económicos y tecnológicos (…) Es necesario advertir que este modo de hablar a la educación no se limita al macrismo».

Este movimiento de familias que se manifiestan preocupadas por la situación de la educación tiene correlatos con los avances del discurso de la derecha educativa en otros países de la región. En Brasil, el ex Presidente, Jair Bolsonaro, promovió la campaña “Con mis hijos no te metas” que organizó a familias en torno al rechazo a la educación sexual y la diversidad en las escuelas.

Este corrimiento de un discurso educativo basado en la innovación y el mercado hacia otro cuyo eje son los valores tradicionales está operando en la formación discursiva de las fuerzas políticas conservadores. Sus efectos son evidentes en la circulación de nuevos enunciados que transformas los horizontes de lo decible.

La viralización del video del fletero de Bahía Blanca, indignado por la pérdida de días de clases producto de medidas de fuerza sindicales, es un síntoma de esos cambios. Esto explica la correlación hecha en su cadena significante: “igualdad no es hablar con X, es tener clases todos los días”. La oposición entre el lenguaje inclusivo y la continuidad educativa es el resultado de operaciones discursivas orquestadas sin director, pero que obedecen una lógica implacable.

Pese a que dirigentes de Juntos por el Cambio y pedagogos de su espacio político lo celebren como novedad, la participación de la familias en el quéhacer educativo no es nueva. Como apuntan Iván Stoikoff y Florencia Abraldes en https://www.revistaanfibia.com/las-familias-pueden-definir-las-politicas-educativas/, ocurre desde 1816. Pero lo que en unos casos es denunciado, como lo hizo recientemente Soledad Acuña, Ministra de Educación e Innovación de la Ciudad de Buenos Aires al referirse a las Cooperadoras Escolares de su distrito, por su supuesta ideologización, en otros es celebrado como el elemento que inclinará la balanza en la lucha de los gobiernos neoliberales en contra de los sindicatos docentes. Lo nuevo en todo caso es cómo se tramita esa intervención discursiva, qué series de enunciados se hacen posibles y cómo esos discursos forman parte de una batalla que los sectores de derecha están ganando. Precisamente, la lucha por el poder definir qué es la educación, cuáles son sus atributos, sus obligaciones y propósitos no está fuera de los discursos, se constituye en ellos generando reglas de producción de sentido que sancionan encadenamientos y relaciones posibles e imposibles. Porque como escribía Foucault, “el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse”.

*Licenciado en Ciencias de la Comunicación con Orientación en Procesos Educativos (FSOC-UBA). Docente de nivel secundario en CABA. Prosecretario de Comunicación de UTE/CTERA y responsable del área de comunicación del Frente Barrial CTA.

Foto de portada: Clarín