La “casta” somos todxs

Por Adrián Negro*

Milei ganó y demostró ser más que un espectáculo exótico y marginal. Entre la defensa de lo que queda y una apuesta por el futuro que se nos presenta inasible, lo que vendrá tendrá que replantearse los modos en que el pensamiento crítico y la producción de conocimiento interpelan a la sociedad. En definitiva, ¿a quién le estamos hablando y quién nos escucha?

Están pasando demasiadas cosas raras

Lo que impacta de la victoria de Javier Milei es que propuestas y afirmaciones brutales que cuestionan los consensos que creíamos sólidos hayan obtenido el acompañamiento popular. Por eso en estos días resulta difícil ordenar las ideas e interpretar el momento. No obstante, también se reafirma la convicción de que lo que hacemos acá (en la academia, las aulas, las lecturas y debates) vale. Ese valor hoy está cuestionado desde diferentes frentes. Es el del pensamiento crítico y la certeza de que aquella tesis que aprendimos bien y que podemos parafrasear diciendo que la práctica teórica no se trata sólo de interpretar al mundo, sino también de transformarlo, funciona como una verdad irrenunciable.

La casta somos todxs no sólo porque el ajuste del nuevo gobierno cae de lleno en el pueblo trabajador. La “casta” siempre había sido el kirchnerismo, y más. Es lo que estaría detrás del “modelo empobrecedor”. Es la “aberración de la justicia social” y lo que se opone a “las ideas de la libertad”. Es el Estado y todo lo público. Son los espacios de trabajo en donde no se producen meros bienes y servicios. Son las militancias y los derechos conquistados y por conquistar. Es la lucha por Memoria, Verdad y Justicia. Son los 30.000. Son las corrientes científicas y filosóficas que no comulgan con la mercantilización de todo ni con los dogmas místicos y metafísicos liberales. Son los centros de pensamiento crítico que tensionan contra el modelo del mercado como único modulador de la vida.

Lamentablemente, toda la institucionalidad que en campaña se manifestó contra Milei no le terminó diciendo nada a una amplia mayoría, quizás, porque la posición asumida era la de la defensa y sus armas las del comunicado y la solicitada. La motosierra pudo armar un relato más efectivo. La postura reactiva que distintas expresiones políticas pero también académicas adoptamos muchas veces frente a los embates neoliberales se chocó contra la pared. Y no es porque esa posición era errada, sino porque faltó algo. ¿Qué tenemos para contraponer? ¿Qué horizonte de futuro proyectamos?

La postura reactiva que distintas expresiones políticas pero también académicas adoptamos muchas veces frente a los embates neoliberales se chocó contra la pared. Y no es porque esa posición era errada, sino porque faltó algo. ¿Qué tenemos para contraponer? ¿Qué horizonte de futuro proyectamos?

La escena de los festejos libertarios ante el aplastante triunfo funciona, además, como una revancha simbólica. En Milei y su militancia que lo vitorea e interrumpe con cantos populares ahora libertarios, hay un espejo deforme de los años dorados de los gobiernos de Cristina y de la juventud que acompañaba. De todas maneras, cabe preguntarse si hay allí un pueblo. ¿Hay un sujeto político libertario? ¿Hay una subjetivación política que arme comunidad? Y de hecho, ¿hay una pregunta por lo común en esta nueva dirigencia política y en quienes la aplauden?

Oración, fastidio y buena suerte

¿Qué se escucha decir últimamente? “La gente no entiende lo que votó”. ¿Qué más? “Es un suicidio: habiendo dicho todo lo que iba a hacer se lo votó igual, algo que no pasó con Menem, que reconoció que si lo decía nadie lo votaba, o con Macri, que prometió pobreza cero y mantener derechos”. Ahora bien, frente a esas exclamaciones, ¿acaso no cabe preguntarse por la posibilidad, aunque sea pequeña, de que la propuesta de ajuste se entienda a la perfección y, por ende, se haya votado con el convencimiento o la presunción de que sea ese (después de todo y finalmente) el camino? ¿Acaso no vivimos ya con un sustrato ideológico en donde esa visión mercantilizada y financiera de la vida se experimenta cotidianamente y en distintos órdenes? 

Mucho se dijo sobre lo determinante que fue la dura realidad económica en el resultado electoral. Ahora bien, acá apuntamos al modo en que se vive esa realidad, a la relación imaginaria que tenemos con ella, para evitar los reduccionismos troll que encuentran ignorantes, fascistas o suicidas en cada votante de Milei, y así, abrir otras aristas. Por ejemplo: ¿compiten los derechos laborales del trabajo formal con la subjetivación emprendedora que produce una valoración moral del hecho de “hacerse uno mismo sin depender de nadie”? Aún ante la experiencia de la precariedad laboral y la economía informal, ¿todavía funciona la aspiración masiva al empleo formal, estable y en blanco?  

Resuena en la memoria aquel episodio en el que Cristina Kirchner mencionó a L-Gante como un ejemplo de quien alcanzó el éxito gracias a la posibilidades abiertas por el Plan Conectar Igualdad, dado el uso de la computadora recibida. Sin embargo, L-Gante, como la mayoría de los exponentes del trap y sus aledaños, son más bien un símbolo del emprendedurismo, de la posibilidad de hacer mucho dinero rápido, individual y creativamente con lo disponible. Alguien que sale adelante solo. Al igual que un youtuber, un streamer o un influencer, los actuales modelos del éxito. Emprendedores que logran monetizar sus contenidos (no importa qué: la intimidad, recetas, música, reseñas, autoayuda, filosofía barata) midiendo el éxito en cantidad de seguidores. Por eso ese dinero suele ostentarse pornográficamente en una estética hip-hop hoy vestida de “música urbana” o se patina por la canaleta de las apuestas virtuales sin mayor reparo. El dinero está ahí para quien tiene la osadía y la chispa de “hacerlo”. Emprender no es igual a trabajar.

La valorización financiera de la vida se experimenta desde muy temprana edad. Hace no muchos años, jóvenes que hoy tal vez votaron por Milei, crecieron jugando a juegos on line donde con un avatar se transitaba un mundo lleno de intercambios comerciales y desigualdades. Además de encontrarse con amigos y chatear, en esas protoplataformas se accedía a lugares y elementos exclusivos para customizar al avatar ingresando dinero que se acreditaba como “moneda del juego”. El ala popular de esa vida virtual apelaba a compartir códigos o buscar formas de hackeo y trucos para obtener monedas. El objetivo era, finalmente, comprar cosas y acumular dinero. Hoy, es tan cotidiano especular con los intereses que da el dinero en cuenta de la billetera virtual como hacer apuestas deportivas a través de los sitios que se publicitan desde las camisetas de los equipos de fútbol más importantes. Usuarios muy jóvenes, incluso menores, encuentran en esas apuestas dos cosas, para nada contradictorias: una “adrenalina divertida” y una forma de ganar dinero fácil, si es que “se sabe apostar”.   

Justamente, la relación entre juventud y el suceso Milei se ha tornado inquietante. En este punto, algunas respuestas, sin desmerecer el valor y la capacidad analítica de las fuentes en las que pueden basarse, se instalan como un nuevo sentido común. Por ejemplo, el peso decisivo de las redes sociales en esa relación y sintagmas como “la rebeldía se volvió de derecha». La tentación reduccionista de una fórmula que explique al monstruo está servida: puede ser a partir de un determinismo tecnológico que establece una cuestionable dicotomía con los medios masivos de comunicación tradicionales o por medio de un fetichismo de lo formal (por caso, las formas de lo “rebelde”). Sin embargo, es partiendo de las prácticas mismas de esos jóvenes, y no de una esencia de lo juvenil (supuestamente “nativos digitales”, supuestamente “rebeldes”), que se pueden abrir otros interrogantes. Así, la relación que mantienen con el dinero sigue siendo una zona oscura y es tal vez allí en donde más respire la tan mentada “libertad” que avanza.

Si la plataformización de la cultura propicia una sucesión de contenidos solapados sin mayor profundidad, al mismo tiempo que se atomizan los consumos ante la perfilización algorítmica, lo que asoma es una desarticulación simbólica de las prácticas y de la historia.

En definitiva, ¿cuál es el horizonte de futuro de esa juventud? Se dirá que nulo, dada la cada vez más difícil proeza de independizarse, de conseguir trabajo estable y de calidad (lo cual redunda en que las aspiraciones pasen por otro lado) y, quizás, de apropiarse de algún relato de un futuro mejor. Sin embargo, la coyuntura ideológica actual ubica en el futuro no sólo a la distopía, sino también a una utopía tecnológica y corporativa. “Tecnolibertaria”, dirá Éric Sadin. Utopía sostenida en relatos como el de la innovación y las soluciones para un mundo cada vez más complejo. Desde ciudades inteligentes hasta la inteligencia artificial. El futuro es una app y el dinero está allí. Además, el espacio de lo público y las relaciones sociales ya están estructurados con esas tecnologías, modificando las formas de encontrarnos, de comunicarnos y de visibilizarnos. Si la plataformización de la cultura propicia una sucesión de contenidos solapados sin mayor profundidad, al mismo tiempo que se atomizan los consumos ante la perfilización algorítmica, lo que asoma es una desarticulación simbólica de las prácticas y de la historia. Como dice Mark Fisher, la cultura ha perdido la capacidad de asir o articular el presente. Lo que queda es consumo y dinero. El dinero es una aspiración para amplios sectores de la juventud que quieren ser “cracks”: en la bolsa, con las cripto, en los sitios de apuestas. Jugar, como en esos entornos que eran, más bien, un modo de socialización. Hablando de la libertad, hay en todo este goce un campo prolífico para desatar las fuerzas del mercado en contra de toda autoridad y supuesto saber que quiera venir a explicar cómo son las cosas.

Los libros de la buena memoria

Teniendo en cuenta esto, el lugar simbólico del saber, sobre todo el que no calza de lleno con la producción y los negocios, se desdibuja. Allí, la educación y las ciencias sociales, pierden. Aún así, el 55 % del electorado difícilmente eligió privatizar o arancelar la educación. Lo más probable es que perciba y defienda, aún reconociendo sus fallas, el derecho a ella y a otras funciones estatales. Sin embargo, eso no impide considerar que su pleno ingreso a la lógica del mercado pueda resolver esas fallas. La naturalidad con la que se vive y se dan por hecho la presencia del Estado y ciertos derechos garantizados no se opone al deseo de un “progreso” o una mejora vía las promesas de la libre competencia. De esta manera, es imaginario, más que simbólico, el alimento desde el que se nutren los discursos antipolíticos y pro mercado que ganaron las elecciones.

Esa instancia imaginaria habitada por fantasmas recurrentes encuentra un punto (por el momento, seguramente precario) de estabilización simbólica en la verborragia violenta anticasta, que vende shock como si fuera justicia social. ¿Qué fantasmas? Los de la apatía política, el “no te metas” y el “algo habrán hecho”. Los del odio al Estado, a su “ineficiencia” y “corrupción”. Los del “que se vayan todos” y la política como único sinónimo del poder. Los que ven con ojos de sospecha a la organización social. Los que afirman que éste es “un país de mierda”, encerrado en su propio bucle de decadencia. Los de la promesa de “éxito” detrás del “jugársela” con algún emprendimiento, los de la práctica competitiva y performática del volverse público en y por las plataformas, los repetidos mandatos de “soltar” y “salir de la zona de confort”. Zonas de estabilidad laboral, aguinaldo y vacaciones pagas. “Dejar la carrera de la rata”, dicen quienes han buceado en las mieles de la autoayuda financiera.

Todas esas tramas de significaciones, esa urdimbre anudada en diferentes formaciones ideológicas, gravita en la cultura algorítmica de hoy. ¿Qué presencia tiene la academia en ese escenario? ¿Cómo le habla a la sociedad? Es un punto que, dado lo que se viene para las ciencias en general, y las sociales en particular, convendría pensar seriamente. Eso no significa que haya que salir corriendo a hacer automarketing pero quizás sí contar lo que hacemos y para qué lo hacemos. Poner a disposición el trabajo de investigación, pensamiento y producción de las universidades e institutos de forma accesible para la ciudadanía. Porque si bien la función principal de la academia es la producción de conocimiento, se torna esencial reflexionar y poner en valor la función social de ese conocimiento y su capacidad de incidir en el debate público. La divulgación de las ciencias sociales y la disputa del sentido común constituyen una pregunta que merece respuesta. Hay algo que no está del todo bien si esas batallas siempre terminan quedando puertas adentro y entre los mismos de siempre.

Algo preocupante del proceso de manifestación universitaria durante la campaña fue la poca participación en las distintas actividades de las facultades en defensa de la universidad pública y de la ciencia. Abrazos, ferias en parques y banderazos con la sola participación de las gestiones que impulsaban más un puñado de acompañantes. Esa ausencia es un vacío para y con el que hay que trabajar. Restituir un sentido de comunidad y permanencia que vaya más allá de las casas de estudio como expendedoras de servicios educativos. Revitalizar el sentido de la presencia, del cuerpo arrojado a un otro tiempo, muy distinto al flujo frenético de imágenes y estímulos. Un tiempo únicamente posible con otrxs en un espacio que interrumpe ese flujo para iluminarlo, cuestionarlo o simplemente volverlo extraño. Un tiempo para tomar la palabra desde otro lugar. Una palabra que vibra y construye un espacio nuevo. Retomar el tiempo lento y rumiante del pensamiento frente a la fugacidad efímera de los comentarios y las intervenciones en las redes como modalidad dominante de la comunicación. Frente al mandato del contenido (chiquito, fragmentado, cómodo), la lectura y la escritura incómodas y lentas, tan densas, como liberadoras, tan complejas como infinitas. Más ensayos y menos tuits y estandarización. En definitiva, retomar en ese otro tiempo el deseo. Un tiempo de la crítica y del porvenir.


Licenciado y Profesor en Ciencias de la Comunicación (FSOC-UBA). Especialista en Comunicación Pública de la Ciencia y la Tecnología (FCEyN-UBA). Maestrando en Comunicación y cultura. Integrante de la cátedra Romé de Teorías y Prácticas de la Comunicación III – FSOC-UBA. Docente de nivel terciario de carreras de comunicación y periodismo.

Imagen de portada: ANCCOM/Milagros Gonzalez