Por Magdalena Rohatsch*
La vi llorando. En realidad tardé en darme cuenta de que estaba llorando sentada en la entrada de un edificio cualquiera. Quien primero la vio fue un hombre que pasaba caminando por esa avenida atestada de gente. La vio, aminoró el paso, retrocedió unos metros. La miraba de lejos, como si ella fuera un animal salvaje atrapado en un juego de plaza: con miedo y compasión al mismo tiempo.
Cuando por fin la vi a ella, sentí que estaba mirándome en un espejo. Recordé que hace muy poco, ayer nomás, yo también estaba llorando en el subte, desgarrada, atravesada de dolor. Y recordé también que, en el medio de ese desamparo, se me acercó una mujer que viajaba en el mismo vagón y me abrazó. Me abrazó y me dijo “sea lo que sea que te esté pasado, vas a estar bien. Te lo prometo”. Podría parecer la escena de una película berreta, pero para mí ese abrazo significó el mundo entero. Así que lo repliqué. Me acerqué a esa chica que lloraba como yo había llorado, me agaché frente a ella y la abracé. La sentí aferrarse al abrazo y sacudirse en sollozos que no lograba contener ni controlar.
Mientras tanto, el hombre que la había visto primero también reaccionó: les avisó a los dos policías de la esquina que había una chica llorando. Se acercaron a donde estábamos sentadas nosotras y, desde su altura, le preguntaron con voz distante si había sido víctima de algún delito. Tratando de hablar entre sollozos que le cortaban la respiración, ella les explicó que no, que solo estaba angustiada y pidió disculpas por llorar en la calle, como si mostrarse vulnerable fuera motivo de vergüenza. Recordé que yo también le pedí disculpas a la mujer del subte. Me hubiera gustado, en cambio, darle las gracias.
Más tarde, mientras volvía en bicicleta a mi casa, vino a mi memoria esa conclusión a la que llega Érika Irusta en Diario de un cuerpo, el último Tabú, cuando dice: “¡Ay, si yo hubiera conocido antes al feminismo…!, cuántas heridas me hubiera ahorrado y cuántas hubiese aprendido a remendar antes de que fuera demasiado tarde”. Marta Lamas, en un texto ya clásico, explica que la perspectiva de géneros es un filtro con el que miramos el mundo. Un filtro que nos permite ver los mecanismos que amputan nuestros deseos y limitan el desarrollo de nuestras vidas, pero también es una herramienta para imaginar y construir nuevos mundos posibles, más justos y equitativos. Es en ese sentido que suele decirse que, una vez que nos ponemos los lentes violetas del feminismo, ya nada es igual. Perdemos para siempre la mirada ingenua. Y ese proceso es tan liberador como agotador.
La perspectiva de géneros es un filtro con el que miramos el mundo. Un filtro que nos permite ver los mecanismos que amputan nuestros deseos y limitan el desarrollo de nuestras vidas, pero también es una herramienta para imaginar y construir nuevos mundos posibles, más justos y equitativos.
Tal vez sea esto mismo lo que sucede cuando nos apropiamos del corazón de la Educación Sexual Integral (ESI). Porque, de alguna manera, la Ley, los cuadernillos, los lineamientos, las propuestas hablan de lo mismo: de cuidado y de respeto. Por nosotrxs mismxs y por lxs demás. ¿No será la ESI la que marca la diferencia entre abrazar a la chica que llora o avisarle a la policía para que haga algo? Y, al mismo tiempo, ¿no será también la ESI (y las luchas feministas) la que hace que el dolor de esa chica no pase desapercibido, sino que sea registrado por varias personas? Porque aquel hombre no fue indiferente: tuvo compasión por la chica, registró su dolor y que podía necesitar ayudar. Sólo que no pudo ofrecerse como contención para una persona desconocida. En cambio, recurrió a los mecanismos institucionalizados y despersonalizados. Tampoco los policías pudieron salirse de la respuesta que marca el protocolo: si no hubo un delito, no hay nada que podamos hacer. Y, probablemente, yo también haya cometido errores a partir de mi manera de acercarme a ella, porque lo hice desde mi propio dolor. Pero, a fin de cuentas, fuimos cuatro personas las que reaccionamos al dolor ajeno. Cada quien, a su manera, con las herramientas que pudo. La ESI no tiene recetas. Por el contrario, nos exige un permanente proceso de reflexión sobre nosotrxs mismxs. Como con los lentes violetas, la ESI nos habla de derechos, de diversidad, de respeto. Pero para que todo eso resulte liberador, necesitamos someter nuestras estructuras a una crítica despiadada y constante. Por eso el proceso se vuelve agotador (e, incluso, doloroso). Sin embargo, el resultado es invaluable: es como un abrazo que llega a tiempo.
Eso que llaman amor es Educación Sexual Integral. Por supuesto, no podemos perder de vista que eso que llaman Educación Sexual Integral es también un compromiso político. Un compromiso con los derechos sociales, sexuales y de género de niños, niñas, niñes y adolescentes. Como tal, para poder crecer y ser efectiva, necesita de presupuesto, de compromiso institucional, de trabajo en red y de una constante producción de conocimiento: desde la academia, desde las prácticas áulicas, desde todos los ámbitos de nuestra vida cotidiana. Porque, a falta de recetas, necesitamos experimentar, y eso nos obliga a repensar todo: las teorías y las prácticas, de ida y de vuelta.
Por supuesto, no podemos perder de vista que eso que llaman Educación Sexual Integral es también un compromiso político. Un compromiso con los derechos sociales, sexuales y de género de niños, niñas, niñes y adolescentes.
Sin embargo, con todas esas salvedades hechas (y siempre a la vista), volvamos a la idea de la ESI como una manera de pensar el amor, de construirlo, de generar empatía, de vincularnos con otrxs, de pensarnos a nosotrxs mismxs. ¿Y si la perspectiva de la ESI se convierte en una herramienta para que esa chica que, como yo, lloraba en la calle, comience a encontrar una salida a su dolor?, ¿y si es una herramienta para que las instituciones revisen sus respuestas protocolares y las humanicen?, ¿y si la próxima vez es el chico el que abraza a la chica desconocida que llora en la calle?
La ESI no tiene una respuesta que solucione cada caso, pero sí nos da herramientas. Nos permite construir (muchas veces a riesgo de equivocarnos) respuestas amorosas, empáticas y cuidadosas de los derechos. Ese es el espíritu de la ESI, que traspasa las paredes del aula y de la escuela y transforma los vínculos familiares, de amistad, de pareja: en el barrio, en el club, en la oficina. Tal vez el abrazo a tiempo sea la receta que constantemente le pedimos.
* Licenciada en Ciencias de la Comunicación Social y Magíster en Comunicación y Cultura (UBA). Diplomada en Educación Sexual Integral (UBA y UNSAM). Capacitadora en ESI de la Escuela de Maestros y en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
Imagen de portada: Lourdes Arias, mujer trans profesora del Bachillerato Mocha Celis- Bachillerato Mocha Celis, Chacarita, CABA – 13 de agosto de 2019 – Fotografía de Camila Godoy / ANCCOM