Entre el conflicto político y la grieta moral

Por Magalí Bucasich* y Sebastián Di Giorgio**

“(…) la unidad de la Patria más allá de las diferencias, la unión nacional más allá de la pluralidad de miradas, la concordia del país más allá de las razonables críticas”
Alberto Fernández, 1 de marzo de 2021

 

El discurso de Alberto Fernández durante la apertura del 139º Período de Sesiones Ordinarias del Congreso de la Nación y el alegato público de Cristina Fernández en el marco de la causa “dólar futuro”, se inscriben en una actualización de la lógica dicotómica “buenos vs. malos” que, en este año electoral, ubica al adversario político, judicial, financiero y mediático como responsable directo de la mayoría –o tal vez todos– los padecimientos que sufre el pueblo argentino. Así, la apuesta por el diálogo y la construcción de consensos –predominante al inicio de la emergencia sanitaria– es reemplazada por la exaltación de la dimensión conflictiva de lo político.

La estrategia enunciativa del oficialismo manifiesta un intento por administrar el conflicto poniendo el foco en las “minorías ultra recalcitrantes” que “agitan el odio como negocio personal”. Mediante una nueva articulación política, se busca desplazar el imperativo de la fantasía del centro y la unidad de todos y todas, hacia la polarización y la confrontación política. De esta forma, el pragmatismo de la sutura cambiante y precaria de dicha articulación parece sujetarse a variables exógenas, coyunturales o del timing político, lo cual puede presentar nuevas –y viejas– dificultades. Ahora bien, ¿es posible instrumentalizar el conflicto político en función de labrar identidades y configurar nuevas condiciones de posibilidad?

En base a lo anterior, en las líneas que siguen esbozamos algunas reflexiones respecto del lugar que ocupa lo adversativo en el escenario político nacional, y problematizamos el uso extendido del término “grieta”, que, mientras nombra y da forma a las tensiones entre el oficialismo y la oposición, conlleva el riesgo de anular lo político. Con esa finalidad, hacemos un breve recorrido por el borramiento transitorio del conflicto durante los momentos iniciales del aislamiento social preventivo y obligatorio, el paulatino retorno de las rivalidades y, finalmente, nos centramos en los adversarios que se configuraron en la última apertura de sesiones del Congreso.

 

Un aniversario agrietado

Poco menos de un año atrás, la llegada de la pandemia a nuestro país trajo consigo el encolumnamiento de gran parte de la dirigencia política detrás de la figura de Alberto Fernández. El derrotero discursivo de aquel momento mostró la efectividad aglutinante de una retórica bélica y confrontativa: la Covid-19 se erigía como el enemigo común en una guerra que tenía al presidente como comandante de los 45 millones de argentinas y argentinos. Mientras que los anuncios conjuntos –de oficialistas y opositores– para hacer frente a la crisis sanitaria se instalaban en la rutina de todes, y la impronta dialoguista del gobierno parecía consolidarse, los medios de comunicación presagiaban el fin de “la grieta”. Al quiebre de la “normalidad” producto del aislamiento social, se le sumaba lo atípico de un escenario político en el que se suspendían las tensiones internas. Ante la incertidumbre y el miedo al Coronavirus, las filminas de Alberto Fernández eran la vidriera de esperanza y consagración popular.

Mediante una nueva articulación política, se busca desplazar el imperativo de la fantasía del centro y la unidad de todos y todas, hacia la polarización y la confrontación política. De esta forma, el pragmatismo de la sutura cambiante y precaria de dicha articulación parece sujetarse a variables exógenas, coyunturales o del timing político, lo cual puede presentar nuevas –y viejas– dificultades.

Sin embargo, la historia que sigue es conocida: el rechazo de distintos sectores de la oposición no tardó en llegar. El intento por expropiar Vicentín demostró la potencia de Juntos por el Cambio (JxC) en su campaña por “defender la propiedad privada de todos y todas del intervencionismo estatal” y, también, que halcones y palomas se posicionan al unísono contra el “Totalitarismo K” y la “defensa de las instituciones”. En esta misma sintonía, las concentraciones callejeras en cada conmemoración patria que pasaron a ser “Banderazos por la República”, y un aparato mediático concentrado en denostar cada decisión tomada por parte del gobierno durante “la cuarentena más larga del mundo”, expresaron una imagen en loop a lo largo de la segunda mitad del año. La Argentina sin fisuras sucumbió, la guerra exógena contra el virus se trasladó al territorio nacional y la escena mediática se vio retribuida por figuras radicales tales como la ex ministra de seguridad de la nación Patricia Bullrich y el diputado nacional Fernando Iglesias, funcionales al show mediático y a la confrontación directa con el gobierno.

A modo de respuesta frente la reaparición de las tensiones irresolubles entre los principales actores políticos, los discursos presidenciales –antes predominantemente dialoguistas y, también, pedagógicos– comenzaron a interpelar cada vez más explícitamente al adversario. Entró en escena la oposición “irresponsable”, diferenciada de algunas figuras aún cercanas, como Horacio Rodríguez Larreta y Gerardo Morales, con quienes se compartían encuentros y conferencias, todos plasmados en imágenes, que escenificaban la persistencia de esta alianza. Sin embargo, tras la quita del 1,3% de los fondos de coparticipación a la Ciudad de Buenos Aires y su reasignación a la Provincia de Buenos Aires –en el marco del conflicto con la Policía Bonaerense–, sumado a la aprobación en el Senado de la reforma judicial y un incremento considerable de las críticas provenientes de los principales medios de comunicación, las aguas volvieron a agitarse y no quedaron “opositores amigos” a la vista. De esta forma, siendo funcional a ambas partes, la grieta volvió a recobrar su esplendor.

 

Contra la grieta, desde la grieta

Al respecto, si partimos de la tesis mouffeana que sostiene que lo político cuenta con una dimensión conflictiva que le es constitutiva, la efímera armonía vivenciada durante la etapa inicial de la pandemia puede ser entendida como una negociación que –lejos de ser síntoma del “fin de la grieta”– sólo pausó, transitoriamente, los enfrentamientos entre el oficialismo y la oposición. La imposibilidad de concretar, tanto ayer como hoy, el ideario de una Argentina unida, al menos en términos absolutos, yace en el carácter ineliminable del conflicto de la vida sociopolítica; como indican las clásicas formulaciones de Carl Schmitt, el vínculo fundante de lo político es el antagonismo entre amigos y enemigos. En base a este abordaje, Chantal Mouffe indica que las democracias contemporáneas, producto de su naturaleza pluralista, se caracterizan por la convivencia de identidades colectivas antagónicas entre las que se libran disputas por la hegemonía.

Esta mirada sobre lo político supone una concepción positiva del disenso, de la polémica. En efecto, el entendimiento del Estado como unidad política de un demos homogéneo excluye la posibilidad de pensar el conflicto como una condición que posibilita la expresión del pluralismo en la esfera política. Consecuentemente, la tarea que deben darse las instituciones no es la de erradicar las diferencias y las tensiones que éstas acarrean, sino la de transformar al enemigo schmittiano, cuya eliminación física en pos de la homogeneidad se encuentra siempre latente, en un adversario legítimo con quien confrontar en el marco de los principios ético-políticos de la democracia.

Al decir de Ernesto Laclau, todo proceso de identificación política se traduce en una sutura inestable, parcial. En este sentido, responde a una lectura anti-identitaria y conlleva la exclusión de una alteridad: el “nosotros” se configura, indefectiblemente, en función de la existencia de un “ellos” contingente, cambiante, impreciso, opuesto, pero, a la vez, complementario. Ahora bien, ¿de qué manera se expresa la distinción nosotros/ellos en el discurso de apertura de sesiones? ¿Quién encarna la figura del actual adversario del gobierno?

La tarea que deben darse las instituciones no es la de erradicar las diferencias y las tensiones que éstas acarrean, sino la de transformar al enemigo schmittiano, cuya eliminación física en pos de la homogeneidad se encuentra siempre latente, en un adversario legítimo con quien confrontar en el marco de los principios ético-políticos de la democracia.

El discurso de Alberto Fernández confrontó, desde el inicio, con un adversario claro: ellos, “los pícaros de siempre”. Esta fórmula, ya expresada en otras oportunidades, condensa una multiplicidad de actores. Primero, una alusión directa al gobierno de Mauricio Macri –que incluye tanto a funcionarios como a “amigos”– como responsable de dejar al país sumergido en la recesión económica, con altos niveles de desempleo y pobreza y una deuda fraudulenta de U$S 44.000 millones de dólares con el Fondo Monetario Internacional. Segundo, y en sintonía con lo anterior, los especuladores financieros que, durante los cuatro años previos, actuaron con el respaldo de la gestión macrista. Se suman los agitadores del odio que buscan “instalar la idea de que la Argentina no tiene salida”, los medios de comunicación que dictan sentencias parciales en función de intereses económicos y partidarios, y una de las principales preocupaciones de la Casa Rosada: “la judicialización de la política y politización de la justicia”.

¿Qué tienen en común los actores listados? Los “pícaros de siempre” son todos opositores. Y lo son por encontrarse en las antípodas de los principios y las prioridades políticas del gobierno nacional. El Frente de Todos (FdT), que nunca fue realmente de todes, excluye del “nosotros” a los “vivos” que, sistemáticamente, se han enriquecido a expensas del pueblo argentino. La fractura sociopolítica reactualizada mediante significantes como «corrupción», «crimen», «amiguismo», configura una división respaldada en buenos y malos o, mejor dicho, buenos y estafadores. Mientras que en la construcción discursiva de la diferencia parecería filtrarse un rayo moralizador; en las lecturas opositoras –medios y políticos– de la palabra presidencial, persiste al unísono una acusación: desde el gobierno no hacen más que intensificar “la grieta que divide a los argentinos y argentinas”.

La metáfora de la grieta conlleva el riesgo de anular el conflicto –y, por ende, lo propiamente político– a través de dos operaciones que se solapan. En primer lugar, tiene el potencial de activar en el imaginario social la idea de la escisión en dos de lo que en algún momento estuvo unido en un todo. Así, el disenso aparece como una fractura excepcional, anómala, que las instituciones y sus representantes deben reparar: mientras políticos y políticas se adjudican la capacidad de “unir a los argentinos”, los medios juzgan quien fomenta más o menos las fisuras. Detrás de la grieta está el anhelo de acabar con ella, de alcanzar un “consenso no coercitivo” vía deliberación racional, pensamiento propio de la escuela liberal-consensualista entre cuyos principales exponentes se encuentra Habermas. Como indica Mouffe en su libro La paradoja democrática: “el conflicto y la división no deben verse como perturbaciones que, desafortunadamente, no pueden ser eliminadas por completo”, ya que, en definitiva, el consenso no es acuerdo, sino hegemonía. Entonces, lo que esta metáfora invisibiliza es la inevitabilidad de los antagonismos.

En segundo lugar, la grieta construye una narrativa que distribuye responsabilidades: el “ellos” –a veces con rostro colectivo, a veces individual– siempre es culpable de la polarización, mientras que el “nosotros” es el garante de la unidad y la salida teleológica a toda catástrofe. De esta forma, nos aproximamos a la problemática que la investigadora belga llama “moralización de la política”: los enfrentamientos dejan de ser ideológicos y pasan a centrarse en una cuestión de valores entre buenos, malos y peores. El conflicto es político, la grieta es moral.

A diferencia de la homogeneización de los discursos políticos que gobernó la Argentina de inicios de la pandemia, la narrativa actual es la de la disidencia, el desencuentro y la confrontación. No hay lugar para el reencuentro político por fuera de los frentes electorales. Lo que se observa es un reacomodamiento en espejo a través del cual los propios funcionarios del FdT –“chorros” y “corruptos” a los ojos de la oposición– señalan al “criminal” y “estafador” adversario político como responsable de todos los problemas que preocupan a la ciudadanía. Al fin y al cabo, la moralización, a propósito de Mouffe, supone una línea imaginaria entre buenos y malos sobre la que se construye una narrativa que erosiona las disputas basadas en la orientación política de cada proyecto en pugna.

Lo preocupante de esta dinámica especular es que la grieta emerge, incluso, sin ser nombrada; y funciona como una condición de posibilidad previa en la que cualquier intervención pública está ya situada de un lado u otro. De esta forma, toda palabra adversativa es leída como la reiteración de lugares comunes despolitizantes. Tal vez, una de las oportunidades que el gobierno nacional tenga por delante sea la de construir sobre el conflicto político, sin perderse en los terrenos de la grieta. Es decir, abandonar la grieta moralizante sin ignorar el conflicto político.


*Licenciada y profesora en Ciencias de la Comunicación (FSOC-UBA). Doctoranda en Ciencias Sociales (FSOC-UBA). Docente de Semiótica II (Cátedra del Coto) de la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA.

** Licenciado y profesor en Ciencias de la Comunicación (FSOC-UBA). Maestrando en Ciencia Política y Sociología (FLACSo). Docente de educación media. Periodista.

Fotografía de portada: Prensa de la Presidencia de la Nación.