El prestidigitador

Por Mercedes Calzado*

Los trucos para alterar las percepciones son tan antiguos como la vida en comunidad. Juegos visuales, verbales y auditivos que invaden la sensibilidad del que observa. Los magos, el arte, la política. Los medios de comunicación son nuestros grandes prestidigitadores contemporáneos y si a ellos sumamos la política televisada tenemos en sólo una pantalla (o un mismo contenido en múltiples pantallas) a los grandes magos de nuestra percepción actual.

En el siglo quince El Bosco captó algunos de estos problemas de la percepción en “El prestidigitador”. El protagonista de la tela es un hombre que muestra un pequeño objeto a un grupo de personas que observa desde la izquierda de la imagen. Los divide una mesa con un cono de colores, tres canicas, dos vasos, una varita y una rana, todos elementos necesarios para hacer vívido el proceso de encantamiento. La cuarta canica dorada está en la mano derecha del personaje principal, y sobre ella se concentran casi todas las miradas. Con atuendo rojo y un sombrero negro, el mago parece estar haciendo salir un sapo de la boca de uno de los espectadores que registra atónito el poder del encanto. Parte de la audiencia contempla maravillada al hechicero, otros se advierten más incrédulos.

El prestidigitador lleva colgada de su cintura una cesta con una lechuza, a sus pies hay un perro disfrazado de bufón, ambos símbolos de la herejía que está ocurriendo por fuera del marco de la mirada de la mayor parte de los presentes. Exactamente detrás del embobado de la primera fila, un cómplice del hechicero (haciéndose el desentendido) está robando su bolsa de dinero. El pintor exhibe el acontecimiento desde un lugar más alejado y desnuda el falso poder mágico y el modo en que el personaje usa el truco sólo para distraer la atención de un público fascinado (y con los bolsillos abiertos).

 

Exactamente detrás del embobado de la primera fila, un cómplice del hechicero (haciéndose el desentendido) está robando su bolsa de dinero.

 

Es sencillo trasladar esta escena a una metáfora del embrujo contemporánea de los medios de comunicación y de los discursos políticos. ¿Hay metáfora o su significado ya es parte de nuestro sentido común? O, quizás, directamente en estos casos estemos ante el fin de la metáfora. Pero juguemos un poco con la imagen, pongámosla en movimiento para pensar cuáles son esas canicas que hoy atraen nuestra atención como espectadores.

 

 

Si fuera por lo que visibilizan las pantallas, viviríamos en la eterna discusión por las traiciones románticas de media tarde, estaríamos en el césped de una cancha de fútbol discutiendo con un árbitro o un técnico, o habitaríamos un campo de batalla en el que la delincuencia tiene las de ganar. Linchamientos, disparos de agentes policiales por la espalda o sin preocupación por el entorno. Un territorio tomado por los robos y asesinatos en el que las balas de un lado se presentan como legítimas, incluso cuando matan sin razón. Si fuera por lo que vemos en la televisión sería suicida siquiera pensar salir de nuestras casas.

Desde hace algunos meses estas imágenes pasaron a tener un nuevo protagonista. Las víctimas que suelen ser los personajes principales de las noticias policiales abandonaron por un momento el podio de estas historias, que pasó a estar ocupado por el Gobierno. Un poder político que entre otras cosas llama a cambiar la doctrina de la acción policial para que la presunción de inocencia nunca sea del delincuente sino de la policía cuando tira a matar. Nada nuevo en un sistema en que la selectividad (policial, judicial y mediática) hace que el delincuente sea siempre culpable, hasta de su asesinato. Algo parecido ya sucedió en otras épocas cuando la legitimidad política se enmarcó en el llamado a “meter bala a los delincuentes” o en “la lucha contra la delincuencia subversiva”.

 

Nada nuevo en un sistema en que la selectividad (policial, judicial y mediática) hace que el delincuente sea siempre culpable, hasta de su asesinato. Algo parecido ya sucedió en otras épocas cuando la legitimidad política se enmarcó en el llamado a “meter bala a los delincuentes” o en “la lucha contra la delincuencia subversiva”

 

Pero de algunos años a esta parte la comunicación política de la seguridad comenzó a tener ciertas particularidades respecto de otros momentos de nuestra historia reciente. Las narraciones mediáticas, las políticas y la percepción ciudadana captada por encuestas de opinión pública tomaron un camino común y el discurso de la inseguridad (y sus modos de abordarla) se convirtieron en piezas publicitarias centrales. De hecho, en última elección presidencial la inseguridad y el narcotráfico fueron ejes de la discusión política. La estrategia comunicacional del Gobierno nacional sigue en la actualidad por el mismo carril que ya había adelantado en la campaña de 2015. Me corrijo, tomó el carril de aceleración y sus anuncios superaron las promesas electorales: represión de la protesta social y legitimación de las muertes de quienes reclaman, balaceras policiales autorizadas para terminar con el crimen callejero, una base norteamericana en territorio nacional para combatir la delincuencia-terrorismo-narcotráfico, y sigue la lista.

En términos específicos sobre la cuestión del delito, el dato interesante es que el tema aparece en alza cuando las cifras criminales no necesariamente lo están. Incluso, cuando la comunicación gubernamental asegura que hoy vivimos más seguros que en 2015. Así y todo, el espacio político se esfuerza por levantar en su mano la canica de la inseguridad y que las cámaras y las miradas capten la atención absoluta en esa esfera. Y la percepción pública, al menos tal como es explicada por las encuestas, observa atenta y preocupada esta “realidad”.

Las estadísticas criminales revelan vaivenes interesantes en los últimos años, pero no cambios significativos. Según los datos oficiales, a inicios de los noventa se registraban alrededor de 480 delitos cada 100 mil habitantes, tasa que escaló hasta alcanzar un pico de 3.573 en 2002. La tasa de homicidios y de otros crímenes bajó a partir de 2003, aunque en 2017 la foto general de la seguridad urbana parece no haber cambiado demasiado (la tasa de delitos total es de 3.434 en 2017 según el Ministerio de Seguridad de la Nación).

Pese a esta “realidad” (si es que un número puede serlo) la percepción de inseguridad sigue siendo central. Así mientras las denuncias no se incrementaron drásticamente en los últimos años, la percepción sí lo hizo: en 1999 cuando las cifras sí mostraban un cambio radical en la violencia callejera respecto de la década anterior, sólo el 10 por ciento creía que el delito era el problema más grave del país; pero en 2015 el 39 por ciento de los encuestados por Latinobarómetro aseguraba que era el eje de todos nuestros males. En 2017, según la misma encuestadora, algo empezó a moverse si prestamos atención a que en sus informes la economía volvió a ocupar el primer lugar de las preocupaciones (21 por ciento) y la delincuencia el segundo (18 por ciento). Así y todo, durante el mismo año el INDEC relevó que para el 85,1 por ciento de la población local el sentimiento de inseguridad es grave o muy grave, y el 85,4 por ciento de los hogares en Argentina cuenta con alguna medida para mantener su hogar seguro, 16 por ciento del cual la instaló el último año. La inseguridad objetiva y la inseguridad objetiva corren por carriles contrapuestos. Nada nuevo bajo el sol.

Pero sí hay un dato novedoso: el cambio de contexto político entre 2015 y 2018 y las transformaciones en cómo se cuenta la noticia policial. La editorizalización sobre la seguridad realizada por las grandes empresas mediáticas fue muy intensa durante la disputa por la ley de medios. Hoy raramente escuchemos una intervención crítica de algún periodista contra el Gobierno respecto del delito. Pero la noticia policial sigue siendo central y es el mismísimo Poder Ejecutivo quien toma el tema y lo exhibe, lo disecciona y hasta muestra la sangre en sus manos sin ninguna preocupación. Quizás, de nuevo, el razonamiento no tenga muchas metáforas. Como si pusieran frente de los espectadores una canica brillante mientras a sus espaldas, a nuestras espaldas, sucede otra cosa (básicamente, alguien nos mete la mano en los bolsillos). La esfera dorada es la promesa de la seguridad, el discurso de que el Estado está interviniendo para que vivamos tranquilos y sin peligro al salir de nuestras casas. El marketing de la seguridad no es nuevo, aunque la virulencia e ilegalidad de la propuesta Chocobar sí lo es. El actor protagónico que todos miran es el hombre de rojo, la inmanencia de su mano y su relato de una situación de emergencia en la que el Estado debe seguir las reglas de la excepción.

 

La esfera dorada es la promesa de la seguridad, el discurso de que el Estado está interviniendo para que vivamos tranquilos y sin peligro al salir de nuestras casas. El marketing de la seguridad no es nuevo, aunque la virulencia e ilegalidad de la propuesta Chocobar sí lo es

 

En estas escenas actuales, la canica puede estar en manos del prestidigitador. Pero si surge una figura más fuerte, la atención pasa a estar disociada. La percepción y el truco de las narrativas mediáticas y políticas compiten con el poder de cualquier imagen que la supere y, por qué no, de relatos que la contradigan. La “doctrina Chocobar” chocó contra la imagen brutal de un policía disparando por la espalda a un joven con nombre y apellido captada por una cámara de seguridad. La canica puede obnubilarnos, pero su magia no es perpetua. Hay imágenes y narraciones que pueden disputar su brillo.

La ubicuidad de los medios es difícil de discutir, más cuando exhibe un desorden que el Estado promete reordenar y castigar. Pero en el último período democrático la discusión sobre el lugar de las empresas periodísticas y la construcción de la información puso una vara desde la que es difícil volver a reflexionar como si nada hubiera sucedido. Incluso esto sucede cuando analizamos relatos sobre el miedo y el castigo. La hegemonía dentro del discurso mediático es feroz cuando de orden y balas se trata, pero hay que revisar qué significa esa supuesta determinación completa sobre ciudadanías victimizadas con deseo de venganza sobre una delincuencia que las atemoriza. Porque la hegemonía es un proceso social vivido. ¿Qué piensa el obnubilado espectador que está a punto de tragar un sapo? ¿Qué pasa por la cabeza de los que miran al hechicero con reserva? Alguien, de hecho, puede retratar críticamente la escena y captar en ella las miradas disconformes, no sólo las extasiadas, y preguntarse qué pasa allí.

Muchos accedemos o nos ubicamos para ver la imagen desde el ángulo del observador externo. Pero el truco es tan fuerte que aun cuando lo vemos desde afuera muchas veces sólo prestamos atención a la pequeña esfera brillante, discutimos sobre ella sin reparar en el proceso que se está produciendo alrededor y no percibimos que no todos están hechizados por ella. ¿Cuántas veces como espectadores críticos terminamos también obnubilados por el modo en que está presentando el tema el mago y sólo podemos pensar en el objeto sin ver el entorno? Los procesos sociales son complejos, por eso en la escena trazada por El Bosco sigue abierto el conflicto por el lugar desde el que se mira, porque quizás desde allí parte del hechizo pueda resquebrajarse. Sin dudas la canica puede captar la atención masiva, pero son muchos los espectadores con el ceño fruncido. La política (y la investigación), al fin de cuentas, se trata en parte de captar el proceso (no sólo un objeto) para construir imágenes y relatos que permitan intervenir en lo vivido y desviar la mirada (al menos de algunos) de los veloces dedos prestidigitador.

 

*Doctora en Ciencias Sociales (UBA). Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Magíster en Investigación (UBA). Docente de Antropología (cátedra Halpern) en la Carrera de Ciencias de la Comunicación  (FSOC-UBA). Investigadora del CONICET.