Ya nadie quiere leer qué opina un escritor acerca de la pandemia

Por Flor Canosa*

Parto de un absoluto completamente personal. Podría arrancar este texto diciendo:«Yo no quiero leer más opiniones de escritores acerca de la pandemia». Porque ya todos, todas y todes hemos sido consultados, tentados e instados a (d)escribir la cuarentena.

Desde balcones que se vuelcan a la Plaza Mayor de Madrid, estudios en París, jardines en la parte pudiente de la provincia o mono ambientes en Constitución, no debe quedar un solo escribiente sin su relato, pedido, pagado, entregado, posteado en páginas ad-hoc, en diarios nacionales, en pasquines digitales.

El mecanismo que obliga a convocarnos, debe ser el morbo que genera meterse en la vida privada de las personas, que en estos momentos es más privada que nunca. Privada de muchas cosas, sobre todo de experiencias. En esa imposibilidad mundial de deambular, de generar nuevas anécdotas sociales, de compartir la vida en masa y fotografiar cafés con corazones de espuma, palmeras inclinadas, reuniones de notables, es donde los escritores parecemos tener la prerrogativa. Tal vez porque se deposita en nuestras palabras el valor que antes solía tener la imagen y en nuestro relato, la voz de aquellos a quienes les falla la pluma.

Pero es una trampa. Porque lo que tenemos para decir tiene la misma inconsistencia doméstica que la vida de cualquiera. Lo que más nos duele es que no nos pidan ficción, sino crónica, diario éxtimo, costumbrismo pandémico, como si tuviéramos que ocupar el espacio huérfano de los periodistas que tienen las manos sucias con el barro de la muerte y las estadísticas, y nos obligaran a encontrar poesía en las acciones cotidianas, como ir al chino con barbijo, cocinar, mirar series y leer más libros que antes. Todo aquello, claro, debe ir sazonado con alguna hermosa moraleja acerca de cómo pasar por estos tiempos. No es necesario que sea motivador ni optimista, alcanza con que esté medianamente bien escrito y desnude alguna miseria. Cuanto más miserable, mejor.

Entonces elaboro mi propia reflexión: realmente no tenemos gran cosa para decir, más que estampar con palabras adornadas la sensación general de futilidad de la vida. Los escritores no sentimos más intensamente ni mejor, simplemente a veces podemos expresarlo. Y, aun así, las palabras tienen un límite.

El humorista Gustavo Sala creó un chiste de una sola viñeta que, si lo explico, es una cagada. Pero haré el intento: un dibujante se pregunta sobre qué puede bromear y un mono (el mono-temático) le dice “Pandemia” “Coronavirus” “Todos vamos a morir”

Los escritores estamos obligados a ser el mono-temático.

Los escritores no sentimos más intensamente ni mejor, simplemente a veces podemos expresarlo. Y, aun así, las palabras tienen un límite.

No sé, yo me meto en la boca la idea de escribir sobre mi visión literaria de la pandemia, y es como que me sabe amargo. ¿Qué relevancia tiene, en el contexto mundial, mi forma de pasar los días de confinamiento? ¿A quién le puede ayudar? Hay hambre, falta de recursos, cortes de agua, hacinamiento, noticias faltas, indignaciones teledirigidas, aplausos que contradicen actos, cacerolas destruidas sin propósito de alimentar. Hay un mundo que estalla puertas adentro y ventanas afuera. Hay una batalla campal en las calles y yo debo narrar con detalles floridos cómo le paso un trapo con lavandina a un paquete de chizitos.

Por supuesto no quiero decir que los escritores debamos dejar de escribir simplemente porque el mundo es una mierda. Esto no es nuevo. No se volvió una mierda por el virus y bien sabemos que la literatura es necesaria, nos acerca consuelo, esparcimiento, cultura. Por momentos, vuelve menos mierda el mundo.

Hay tutoriales sobre cómo elaborar masa madre, coser barbijos caseros, lavarse las manos. También los noticieros se han encargado de explicarnos cómo, cuándo y con quién podemos coger. La vida se ha vuelto un protocolo. Para quienes trabajamos en casa, operamos como docentes o armamos estrategias para descontaminarnos, todo es un sinfín de reglas, límites y autocontrol. Ahora bien, ¿en cuánto puede variar lo que hago yo, que trabajo con letras, a lo que hace una administrativa que hace home office? No mucho. No soy personal esencial, estoy tan lejos de serlo, que es probable que no pueda salir hasta dentro de cinco años.

Mientras escribía esto, hubo un cataclismo en el mundo de los escritores. Algo dejó la pandemia apenas como contexto y puso bajo el reflector una puja de derechos de autor que cortó el mundo literario en dos rodajas. Aunque haya argumentos válidos de ambos lados, algo operó en el confinamiento para que la discusión se moviera en terrenos pantanosos. Volaron platos. El asunto se fue arrastrando de un grupo virtual que compartía PDFs a una nota en Clarín. Más allá de las posturas, lo que primó fue una falla en el mecanismo de comunicación. Hablan de egoísmo, de doble moral, de explotación del trabajo, de privilegios de clase, de que el trabajo del escritor no es equiparable con trabajos importantes. La facilidad para la palabra se transformó en habilidad para lanzar dardos de un lado a otro de la computadora. Se hicieron memes (y todos sabemos que, en esta era, un asunto se vuelve trascendente cuando amerita «memearse»), campañas con hashtag, bloqueos de contactos, trapitos ventilados en los muros. En el medio, un grueso de la gente preguntaba qué carajo estaba pasando y cada cual respondía dependiendo de qué lado de la grieta se encontraba.

La palabra, esa por la cual, en algunos círculos, nos consideran la panacea de no sé qué, se volvió el botín y el motín. Aquí es donde se quitaron el barbijo las miserias que todo el mundo quería presenciar y una discusión válida y necesaria sobre nuestro rol como trabajadores, sobre el sistema capitalista de las multinacionales, sobre la democratización de los contenidos, sobre fotocopias, películas vistas en sitios pirata, la industria de la música, la subjetividad del gusto literario y el papel de los lectores, se transformó en griterío y pelea de barro en letras de molde.

Basta alzar la vista y mirar alrededor para comprender que somos pocos los que tenemos el privilegio de dejarnos cuidar por el Estado y que la mayoría está cortando clavos con los dientes. Justo ahora estamos viviendo en un momento donde la necesidad de muchos y la desidia de algunos, volvieron el concepto de «aislamiento» apenas una sugerencia.

A mí esto me encontró en el medio de un quilombo familiar que cada día se complejiza más, observando como espectadora de partido de tenis, no porque no tenga nada para decir, sino más bien porque ya se ha dicho todo y aún tengo que escribir sobre la pandemia. El «PDF Gate» separó lo que la escritura de diarios de la peste había unido.

Entonces, ¿por qué ya nadie quiere leer otra opinión más de un escritor sobre la pandemia? Porque los escritores somos, en definitiva, poco más que actores que trabajan/juegan/lucran/regalan textos que no pueden ser descontextualizados de la ideología. Y nos encuentra, justo en este momento, preguntándonos qué carajo somos. Entonces se suma el hecho concreto de pensar que estamos arrastrando un virus en la suela de nuestra zapatilla y que debemos esterilizar hasta los pensamientos, con la certeza de que nos queda una lucha larga y encarnizada por salir de la picadora de carne en la cual se encuentra toda la industria del libro.

En este contexto, también, terminé de escribir una novela que la editorial no quiere aceptarme. No hay un ápice de certezas. Nadie sabe cómo vamos a salir de ésta. No puedo enojarme con un editor que tiene su pequeña empresa paralizada, que vende apenas un puñado de ejemplares online. Basta alzar la vista y mirar alrededor para comprender que somos pocos los que tenemos el privilegio de dejarnos cuidar por el Estado y que la mayoría está cortando clavos con los dientes. Justo ahora estamos viviendo en un momento donde la necesidad de muchos y la desidia de algunos, volvieron el concepto de «aislamiento» apenas una sugerencia. Si me pongo paranoica, pienso que en breve Chernobyl puede volverse un paseo por la playa y marco a los gritos el número para denunciar transeúntes. Si me pongo inconsciente, llevo a mi hijo a lamer las baldosas de un hospital, porque él necesita salir. No me sale ninguna de las dos, estoy observando, desde el interior mullido de mi búnker, cómo pasan los días.

En tanto, escribo como puedo y lo que puedo, por voluntad pura, sin lujuria por el resultado. Mis peores miserias no las voy a exhibir en un diario, las dejo para la carnadura de los personajes. Lo lamento, no estoy en condiciones de carnear mi persona en público. En este preciso contexto de aislamiento y mezquindades, no saben cuánto cuesta describir un abrazo, como si se tratase de un animal mitológico.


* Flor Canosa es docente en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) desde 2002. Guionista y Montajista egresada del ENERC. Como escritora, publicó dos novelas y participó en antologias como «Sucias de caucho» y «Futuro Imperfecto».

Fotografía de portada por Sofía Genovese/ANCCOM