Por Victor Taricco*
Nunca vi a Maradona personalmente, al menos no lo recuerdo. Todo mi vínculo con él es y fue mediatizado. Tan mediada por las tecnologías de la comunicación fue esa relación que el primer recuerdo que tengo de él es una publicidad donde un Diego abatido le regala su camiseta a un pibe que le ofrecía una botella de Coca Cola. “Coca Cola y sonrisas” decía el jingle de ese comercial.
¿Acaso es relevante que el vínculo que la mayoría de nosotros y nosotras tuvimos con Maradona fuera mediatizado? Porque es claro que la mediación tecnológica no lo hizo menos real e intenso, pero sí creo que determinó ciertas características en esa vinculación que opacaron otras, y el día de su despedida entraron en insoportable tensión.
Particularmente recuerdo con especial fortaleza los mundiales de Diego, su vínculo con la selección nacional: La frustración del Mundial de España, donde yo cursaba los primeros grados de la primaria, los partidos eran cerca del mediodía y la camiseta de Diego rompía un estúpido orden alfabético que hacía que Fillol atajara con el número 7 y Ardiles jugara con un ridículo número 1.
De los Mundiales del ´86, ´90 y ´94 no vale la pena recordar nada que ya no se haya dicho mil veces, salvo sí marcar la condición de posibilidad para acceder a cada uno de esos recuerdos, la mediación tecnológica: el gol con la mano y el mejor gol de la historia, las puteadas a la hinchada italiana y las lágrimas de la final del 90, el gol gritado a la cámara y la salida con la enfermera de la mano en el 94, todas imágenes que llegaron nosotros a través de esas tecnologías de la comunicación que nos permiten conectar con el mundo en el que vivimos y que están más allá de nuestra experiencia inmediata.
Sea por la televisión, la radio, los diarios, las revistas o sus propias palabras, Diego es, al mismo tiempo, la bete noire de la esfera pública que Habermas imaginó y el primero de esa Aldea Global que McLuhan planteó.
Se dirá, y con razón, que Diego era mucho más que aquello que nos llegaba por la tele. O por la radio. Porque no hay que olvidar que el relato de Victor Hugo Morales, el del genio del fútbol mundial y el barrilete cósmico, es la emisión radiofónica de un hecho extraordinario ocurrido en una tarde soleada de México 86, y hoy aparece en nuestra memoria como parte inseparable de aquellos sucesos. Si las hazañas de Ulises llegaron a nosotros a través de los poemas de Homero, no es de extrañar que lo que hizo Diego haya siempre llegado a nosotros mediado por un relato.
Sea por la televisión, la radio, los diarios, las revistas o sus propias palabras, Diego es, al mismo tiempo, la bete noire de la esfera pública que Habermas imaginó y el primero de esa Aldea Global que McLuhan planteó. Quizás alguien pueda señalar, y con razón, que no es el primero, ni el más revulsivo de los personajes universales, pero sin dudas serán pocos los que podrán discutir que es el más nuestro de todos ellos.
Sin embargo, hoy me interesa señalar que la mediatización de las hazañas de nuestro héroe plebeyo, no solo nos convirtió a nosotros y nosotras en espectadores de esas proezas, sino también que lo inscribió a él en un régimen de visibilidad que lo sometería permanentemente al escrutinio público. Porque eso es ser una persona pública: estar permanentemente visible para todos y todas, ser objeto de la conversación pública.
Este régimen de visibilidad, que volvía disponible a nuestro opinar cada una de las acciones (de la vida y la muerte) de Diego, fue el que se vio interrumpido el jueves cuando la familia decidió no prolongar el velatorio en Casa Rosada. Lo que se interpuso entre nosotros y él no fue la siempre solicita predisposición de la policía de la ciudad de Buenos Aires para la represión o la imprevisión del Gobierno Nacional frente a la fallida ecuación entre tiempo y cantidad de gente dispuesta a un último adiós a Maradona, sino la irrupción de la permanentemente desplazada esfera de la intimidad.
La mediatización de las hazañas de nuestro héroe plebeyo, no sólo nos convirtió a nosotros y nosotras en espectadores de esas proezas, sino también que lo inscribió a él en un régimen de visibilidad que lo sometería permanentemente al escrutinio público
La imposición de la lógica de la intimidad, que por petición de principios no es visible a todos y todas, se impuso con la fuerza de la violencia institucional porteña y el apoyo que recibió de las máximas autoridades políticas nacionales. La entrada en escena de esta racionalidad no pública, íntima y familiar, resulta de imposible comprensión para los que tuvimos con Diego un vínculo mediado por las tecnologías de la comunicación y se nos impone como una territorialidad extraña que solo podemos vislumbrar desde las alturas de un dron televisivo.
Lo que sucedió en el cementerio de Bella Vista, lo que fue sustraído a la vivencia popular, fue el momento de los hermanos y hermanas, de los que apenas conocemos los nombres, de las hijas y los hijos que pudieron estar presentes, de los amigos y amigas de rostro desconocido, es decir, de los y las que participaban de la vida de Maradona de forma no mediatizada.
Algunos criticarán la intransigencia de estos seres extraños, no mediatizados en su vínculo con él, por su decisión de no extender la duración temporal de las exequias públicas de nuestro héroe nacional. Pero quizás algún día, y con el paso del tiempo, podamos pensar que esas 10 horas de apertura pública del momento más triste y doloroso de un vínculo signado por la familiaridad, fue una ofrenda generosa para todos aquellos y aquellas que tuvimos una mediatizada, pero no por ella menos intensa y real, relación con el mejor de todos nosotros: Diego Armando Maradona.
* Licenciado en Ciencias de la Comunicación UBA. Co-titular del Seminario Optativo de Comunicación Política. Integrante del Grupo de Estudios Críticos sobre Ideología y Democracia (GECID)-IIGG.