Tincho

Por María Graciela Rodríguez* y Cecilia Vázquez**

Hace unos días Tiziano Gravier Mazza fue víctima de un ataque, por el cual sufrió una fractura de mandíbula, en las inmediaciones de un boliche de Rosario. El miércoles 8 de junio el diario Clarín publicó, junto con su foto, una bajada en la tapa que decía: “Atacado por ‘Tincho’. Discriminación al revés. Un hijo de Valeria Mazza fue golpeado por ser de clase alta. Le rompieron la mandíbula”. El episodio tuvo repercusión mediática porque Tiziano es hijo de una modelo famosa.

Aunque suene obvio, vale comenzar por señalar que “Tincho” no es el apodo familiar de Tiziano, sino que es un término coloquial usado para hablar sobre jóvenes adolescentes que son percibidos, por su modo de hablar, de vestir, de comportarse, como pertenecientes a las clases más favorecidas de la sociedad. Tincho (por Martín), y su paralelo femenino Milipili (por Milagros y Pilar), es una nueva manera de decir “cheto/a” utilizada como marcaje y distinción social. Refiere a un estereotipo de un/a joven “de zona norte, de clase alta, con privilegios”, según sintetiza Ezequiel Campa en un reportaje que le hicieron en Canal 24 a raíz de las repercusiones del caso Gravier Mazza. De hecho Dicky del Solar, uno de sus personajes, sería efectivamente un Tincho. También el célebre personaje de Martín Revoira Lynch, de Fernando Peña, otro Tincho de manual, aunque ya adultos.  Vale la pena mencionar que esos nombres y apodos funcionan también como una estereotipia “al revés”, enunciada por adolescentes pertenecientes a sectores medios urbanos.

El periodismo del día a día suele utilizar términos o sintagmas de uso social extendido, no solo como una manera de acercarse al lector o audiencia, sino también por cuestiones de síntesis: la bajada de una titulación no podría explicar una dinámica social compleja, como sí, acaso, podría hacerse en un artículo de opinión, una editorial o una nota de investigación. La reducción de esa dinámica social, en este caso, la discriminación, a la expresión lingüística de un sociolecto, resume, compendia, condensa y de paso abarata la cantidad de caracteres requeridos para una bajada.

Pero también la congela, claro. Porque debajo del minimalismo de la frase “Atacado por ‘Tincho’” vive, se expande y respira un océano de sentidos que se replican en los medios desde hace décadas. La escueta frase condensa, de hecho, el etnocentrismo de clase de un enunciador mediático que es cada vez más espeso, aunque, acaso, cada vez también más ostensible.

Debajo del minimalismo de la frase “Atacado por ‘Tincho’” vive, se expande y respira un océano de sentidos que se replican en los medios desde hace décadas. La escueta frase condensa, de hecho, el etnocentrismo de clase de un enunciador mediático que es cada vez más espeso, aunque, acaso, cada vez también más ostensible.

En las redes sociales, la participación de emisores “progres” estalló. Sorpresa y asombro enmarcaban los argumentos. Se preguntaban, irónicamente, que, si el caso puede catalogarse como “discriminación al revés”, esto significaría que entonces existe una “discriminación al derecho”. Y, lamentablemente, la respuesta que daría este enunciador (no necesariamente el periódico o el redactor de la bajada), es SÍ. Aunque convivir con ello no nos haga más felices.

Porque el subtítulo “Atacado por ‘Tincho’. Discriminación al revés”, es apenas una muestra ínfima de la presencia de un enunciador mediático donde se conjugan modalidades de hablar, mirar, tematizar y juzgar a sus otres culturales. Otres que habitan en los bordes de ese centro y distinguibles por rasgos de clase, de género, de residencia, de credenciales educativas o de cualquier otro atributo que se interprete, desde esa posición, como “diferente” al sí mismo. La “discriminación al derecho” está naturalizada; la “discriminación al revés” no. Y por eso es noticiable.

Es verdad que no todos los agentes mediáticos son conscientes de estas operaciones. Pero, aún en su inconciencia, marcan fronteras simbólicas que terminan resultando significativas en la vida social y cultural y creando etiquetas que son performativas, es decir, producen acciones de cumplimiento efectivo en la vida cotidiana. Y no solo eso, sino que, en el mismo proceso de la enunciación, se invisibiliza su propia condición y se naturaliza, al punto de volverse “invisible”, la trama de elementos retóricos y enunciativos que, en conjunto, refuerzan las significaciones admitidas y las reinscriben en lo socialmente aceptado. Porque esa posición está, además, invisibilizada: no se la reconoce socialmente, precisamente, por estar naturalizada históricamente. Entonces, lo que se (hiper) visibiliza, son los bordes. El centro queda a oscuras.

No obstante, y como corolario, el enunciador mediático muchas veces reproduce ese “mapa”, inclusive, de modos exagerados, al borde del grotesco. De hecho, en la enunciación que se realiza desde esa posición se interrelacionan tres tipos de centrismos: el porteñocentrismo, el etnocentrismo (de clase) y el hetero-patriarcal-centrismo, centrismos que no refieren a seres humanos (redactores, cronistas, tituladores, etc.), sino a una posición, a un lugar desde donde se habla acerca de lo social. Muy brevemente, este enunciador habla desde la Ciudad de Buenos Aires (incluso podría hablarse ya de un cuarentacuadrascentrismo); habla también desde su condición de “blanco” (en Argentina esa blanquitud funciona como regulador metonímico de una clase media-alta urbana y europeizada que se opone al “cabecita negra”); y habla, además, desde una identidad heterosexual que se combina con valores patriarcales).

En el caso de “Tincho” el centrismo que está operando es el que combina clase, atributos populares (un modo de hablar, de vestir, de comportarse) y pertenencia social. Desde esa posición céntrica, Tincho y Milipili forman parte de los propios; habitan ese centro; son sujetos orgánicos. Mientras que los bordes, es decir, lo que escapa a su centro organizador, son su otredad.

En el caso de “Tincho” el centrismo que está operando es el que combina clase, atributos populares (un modo de hablar, de vestir, de comportarse) y pertenencia social. Desde esa posición céntrica, Tincho y Milipili forman parte de los propios; habitan ese centro; son sujetos orgánicos. Mientras que los bordes, es decir, lo que escapa a su centro organizador, son su otredad.

Por ende, según los modelos cognitivos de esta posición enunciativa, la “discriminación al derecho” se concentra, naturalizada históricamente, en la que realizarían eventualmente los “Tinchos” a los que no lo son. Por lo tanto, según esos parámetros, atacar a alguien “por Tincho”, es el revés de aquello que está naturalizado como “discriminación”. De hecho, el caso de los rugbiers que en el verano de 2019 asesinaron a golpes a Fernando Báez Sosa, salió a relucir como contraste, como una suerte de un apéndice temático, invertido, del caso Gravier Mazza.

¿Y entonces? ¿Entonces los Tinchos, las Milipilis deberían dejar de ir a esos boliches donde hay “discriminación al revés”? ¿Y continuar asistiendo, por ejemplo, a fiestas electrónicas donde se los paternaliza aconsejándoles tomar agua mineral? ¿Y ya está? ¿Y eso es todo?

Hasta aquí, la operatoria suena, acaso, sencilla.

Pero la cuestión es trágica.

Es trágica porque este régimen mediático forma parte activa de un sistema de medios hiperconcentrado, hipercomercializado e indiferente del interés público. Es trágica porque, en su alcance masivo, esta enunciación reproduce un sentido común que machaca y confirma la ingeniería simbólica de las relaciones de poder preexistentes. Es trágica porque ese sentido común pone en tensión cuestiones claves para la democratización ciudadana.

El discurso mediático está atravesado por una doble dimensión: por un lado, es uno de los escenarios donde el sentido común se pone en circulación y, por el otro, constituye uno de los lugares sociales y políticos de aquellos que administran esa puesta en circulación. Lo que implica un proceso de revalidación permanente, desde la producción simbólica, de las condiciones disimétricas del orden social. Desde allí, desde aquello que es hablado, mirado y tematizado por un enunciador mediático recostado en su posición de centro del saber y de la interpretación de los sentidos sociales, la ciudadanía debe debatir, consensuar y tomar decisiones.

Asombra lo poco que se reflexiona sobre cómo estos centrismos mediáticos están modulando las opiniones de la ciudadanía, necesarias para tomar decisiones sobre temas relevantes para la vida en común. ¿Qué alteridades se naturalizan como tales desde unas empresas de medios cada vez menos reguladas por el estado?

Ni los Tinchos ni nadie debe estar exceptuado de ese rol. Es obvio que no existe la “discriminación al revés” porque eso implicaría aceptar que hay una “discriminación al derecho”. También es obvio que nadie debe ser atacado ni por Tincho ni por ninguna otra cosa. Lo que no parece resultar tan obvio es quién es el portador de una voz potente que modela el sentido común cotidiana y machaconamente. Y que ancla aquello de ese sentido común en frases contundentes que lo reconfirman y que incluso le dan forma y entidad.

Son esas operaciones las que dificultan la posibilidad de tener diálogos entre personas diferentes culturalmente, pero iguales en términos de ciudadanía. El lenguaje es el mismo para todes. El acceso a posiciones informadas debería serlo también. La comunicación, en este sentido, no sólo permite el diálogo, sino que, además, expresa públicamente las relaciones de fuerza y la eventual posibilidad de dar batallas simbólicas. Y, en ese sentido, el propio diálogo pone en escena, también, las fronteras que los sujetos deben franquear para poder acreditarse como interlocutor legítimo, portador de una voz pública con peso pleno. O no. Y por qué.

Sólo el diálogo de iguales entre personas diferentes permitirá que la sociedad encuentre la polifonía armónica necesaria para elaborar lo común y decidir sobre su destino. Ese es el camino de la política.


*Doctora en Ciencias Sociales y Licenciada en Ciencias de la Comunicación. Jubilada como Profesora Asociada UBA y UNSAM.

**Cecilia Vazquez es Doctora en Ciencias Sociales y Lic. en Ciencias de la Comunicación, ambas en la UBA. Investigadora Docente, Profesora Adjunta en la UNGS, Jefa de Trabajos Prácticos en la FCS-UBA.