Política en tiempos neoliberales: parte de la religión

Por Carlos Britos*

A principios de mes el presidente Mauricio Macri llamó a la oposición para un acuerdo político. Lo hizo a través de una carta pública en la cual se consignaban diez puntos, “cosas que ya no se discuten más en la mayor parte de los países”. Días más tarde Eduardo Aliverti escribía en Página 12 (click aquí) que el documento consiste en “dos generalidades poéticas (estadísticas transparentes y consolidar el sistema federal)” y que “sigue acabándoseles la imaginación porque es ¿increíble? que el recurso mayor continúe siendo prometer banalidades de epopeya, como si estuviéramos en la campaña de 2015”. Quisiéramos sumar algunas consideraciones sobre la estrategia discursiva del Gobierno, el escenario electoral que se avecina, la ofensiva neoliberal de los últimos años y algunos peligros que se ciernen junto con ella.

Cambiemos es la fórmula con la que el  PRO (alguna vez tildado de “partido vecinal”) se dio en 2015 proyección nacional, merced a la alianza con el aparato territorial de la UCR. Pero fue bastante antes que entendió el juego de la construcción de hegemonía. Quienes viven en CABA recordarán fácilmente la retórica inaugurada durante la campaña del 2007: “Que cuando nuestros hijos salen durmamos tranquilos porque la policía está bien despierta. Eso es PRO. Que lo corriente sea el agua y no las calles inundadas, eso también es PRO”.  La Propuesta Republicana, se ha reparado en ello, supo articular eficazmente demandas insatisfechas. También se ha señalado que para hacerlo no necesitó de demasiadas precisiones programáticas. En lo que se ha hecho menos hincapié es en las razones por las cuales una propuesta electoral que no propone casi nada de todas maneras funciona. ¿A qué se debe?

Si a primera vista es fácil acordar en que el PRO pareció entender que era suficiente insistir en que venía a resolver los problemas diarios, una mirada más detenida detecta allí además una modalidad general de contrato político (una en incesante expansión) donde el programa o las plataformas de gobierno pierden mucho del peso específico que alguna vez tuvieron. Como si lo determinante se diera cada vez más en el terreno de la cosmética: en el reino de la imagen, los candidatos se venden como si fueran perfumes.

Como si lo determinante se diera cada vez más en el terreno de la cosmética: en el reino de la imagen, los candidatos se venden como si fueran perfumes.

 

De Cambiemos a Salgamos

Fue Ernesto Laclau quien dió a la analítica social la noción de significantes vacíos. En tanto intento de constituirse como uno, el PRO se presentaba como la respuesta a un cúmulo de demandas insatisfechas, a aquello que hacía falta (era, así, algo que la falta hacía). Quizás uno de sus antecedentes más célebres sea aquella democracia perdida-anhelada hasta el ’83, y con la cual, se nos dijo, “se come, se educa, se cura”.  Pero, ¿por qué se dice de un significante que es “vacío”? Aclara Slavoj Žižek que no porque lo estén literalmente: tienen (siempre) un conjunto de propiedades “reales” y positivas (la democracia alfonsinista es “burguesa”, republicana y parlamentaria; el Dios Cristiano no es el Dios judío, etc.). Se le llama vacío a un significante que cumple dos requisitos: por un lado, permite la emergencia de un campo de significación; por el otro, todo intento de representarlo fracasa (es imposible captar y fijar definitivamente el sentido de Dios, Patria, Justicia, etc.). Ambos atributos son complementarios, y este rasgo paradojal los hace parte de aquellos objetos de la cultura sobre los que Freud decía que no podemos prescindir, dado que tan pronto nos aclaran los enigmas del mundo como constatamos que sus identidades son las que menos garantías nos ofrecen. Se entiende por tanto que condensen gran carga afectiva y que, en la experiencia diaria, sean percibidos como un conjunto de rasgos más un plus, un “algo” más allá de sus atributos, cierto exceso indeterminable. Visto así, no deberá sorprender si Salgamos (insinuada consigna de campaña para el aún posible candidato Lavagna), demuestra ser eficaz, en tanto el voluntarismo de su llamado a “encontrar un camino” y “salir de la polarización” encuentre ecos en segmentos de la ciudadanía cansados de vivir en estado de litigio permanente.

 

Es a partir de esta intensidad afectiva como deberíamos pensar la efectividad de la comunicación de Cambiemos. Si la adhesión a él se mantiene no es porque lo que promete sea sensato o consistente, sino porque se anhela lo que promete. Esta preeminencia del deseo respecto a las ideas (todo programa es, por definición, conceptual) explicaría en parte la “obscenidad” del documento que Aliverti no termina de poder creer. También daría una pista respecto a por qué toda vez que las circunstancias obligan al presidente a dar alguna precisión (que no esté escrita en los mandamientos del decálogo neoliberal) no puede más que volver a ofrecer vaguedades panfletarias. Así ha sido desde la primera apertura de sesiones legislativas, en 2016. ¿Qué iba a proponer el gobierno como líneas de desarrollo económico y político? “Pobreza cero y unir a los argentinos”. Pobreza sí, y franciscana, pero de ideas.

Es a partir de esta intensidad afectiva como deberíamos pensar la efectividad de la comunicación de Cambiemos. Si la adhesión a él se mantiene no es porque lo que promete sea sensato o consistente, sino porque se anhela lo que promete.

 

El vacío programático de Cambiemos no es un accidente, sino el signo bajo el cual hizo su ingreso en la escena pública. Nunca tuvo un plan de gobierno, sino que llegó provisto de un glosario que repite como un rosario; y que además, como todo canto litúrgico, tiene validez ecuménica (se toman medidas librecambistas que, se nos dice, funcionan en “el mundo”, en tiempos en que la mayor potencia comercial da su mayor giro proteccionista en décadas). Por tanto, no resultan tan sorpresivas las “generalidades poéticas” del acuerdo, en tanto proviene de un espacio desentendido de la coyuntura internacional y de la historia nacional: de ahí su ausencia de vindicaciones doctrinarias o partidarias locales (más allá de alguna tenue alusión al frondizismo); de ahí también su desdén a las políticas de memoria y su vocación por “políticas de amnesia”, desde la insistencia en “superar el pasado” hasta la frívola ignorancia sobre el número de desaparecidos; amnesia que también permite, a quien afirmó no poder explicar a sus hijos cómo “empresarios ligados al saqueo del país pudieran gobernarlo”, integrar hoy un espacio liderado por uno de ellos; de ahí, por último, que ese mismo empresario haya podido de un día para el otro presentar una plataforma electoral exactamente contraria a la que había tenido durante años, sin mayores escándalos y en una pirueta de campaña pocas veces vista.

La presencia de estas ausencias (de memorias, de medidas, de coherencia) permite pensar al oficialismo como lo que Žižek designa una magnitud negativa: una nada que produce efectos. Esa “nada”, llamada Cambiemos, no es sino la expresión visible del más inasible odio al peronismo. Y la promesa que la sostiene es la de eliminar todo vestigio, resto y rastro de identidad peronista en la sociedad. “Salir de 70 años de atraso”, “abandonar recetas fracasadas” o “aislar a personas envilecidas que buscan el fracaso de los demás” son expresiones que deben leerse junto a la “lucha por el alma” a la que no hace mucho aludió el Jefe de Gabinete. La promesa es la de extirpar del cuerpo social al peronismo-kirchnerista como se extirpa un cáncer. O, mejor dicho, exorcizarlo.

 

 

Sin reforma agraria, pero con tierra prometida

Cambiemos no tiene más que remozar su promesa para renovar sus adhesiones. Ahí radica la estructura religiosa de su discurso, reflejada en esas “banalidades de epopeya” que detecta Aliverti. Su pacto electoral no es programático, sino dogmático: se funda en la fe en que nos guiará, a través de éste Valle de Lágrimas de ajuste, tarifazos y despidos, al paraíso post-peronia. Es esta fe la que permite que cada medida anunciada sea vivida como parte del camino al Edén, aún si entran en contradicción con otras tomadas antes. Pero alguien puede pensar que cambiando el rumbo puede llegar a la misma meta sólo si cree en quien señala el camino. Macri, que no es un estadista, es un pastor prometiendo el cielo. Si sus votantes pueden adaptarse a los giros discursivos más drásticos es porque en realidad son sus fieles. Creen en él, que es Él.

Ahí radica la estructura religiosa de su discurso, reflejada en esas “banalidades de epopeya” que detecta Aliverti. Su pacto electoral no es programático, sino dogmático: se funda en la fe en que nos guiará, a través de éste Valle de Lágrimas de ajuste, tarifazos y despidos, al paraíso post-peronia.

 

El antiperonismo, claro, no es nuevo. La novedad yace hoy en su cuajado con nuevos modos de producción de subjetividad propios de la deriva neoliberal. La orfandad institucional y la expansión de la lógica de competencia a todos los ámbitos de la vida se conjugan en la producción de múltiples formas de intolerancia y violencia. Si a esto se suma que se celebre la muerte de la crítica (Alejandro Rozitchner diciendo que es un valor “negativo” o el desfinanciamiento del CONICET, en particular el área de Humanidades, certifican esta defunción), es lógico que el desconcierto se expanda, proveyendo además el caldo de cultivo para que crezcan fanatismos de todo tipo. La proliferación de sectas e iglesias no es ajena a esta cuestión, fenómeno que puede comprobar cualquiera, sólo con pasear un poco una calle Corrientes cada día más llena de templos con devotos que llegan en oleadas en busca de amparo afectivo u orientación existencial.

En la milenaria disputa entre conocimiento y religión parece claro dónde situar al Gobierno, a juzgar por la vacuidad de su retórica. Del “pasaron cosas» al “hagan algo” se erige el altar del sacrificio al pensamiento crítico, ritual en el cual el mismo Jefe de Estado podría oficiar de Sumo sacerdote. En otros tiempos, era de esperar que un Presidente  comprendiera y transmitiera qué cosas están pasando. Pero nada hay en la Iglesia macrista: ni diagnóstico ni explicación ni contraste de resultados ni evaluación. Tampoco hacen falta, pues sus acólitos no lo exigen. En rigor, ningún creyente pide pruebas. Si algo caracteriza a una religión es que sus verdades no necesitan ser demostradas y un feligrés sólo lo es en tanto crea sin ver. Más aún: cuando menos pruebas haya, mayor su prueba de fe (“ahora crees porque me has visto”, dijo Cristo al incrédulo Tomás, “bienaventurados los que creen sin haberlo hecho”).

 

También se hace comprensible que la alianza gobernante, que jamás cesa de repetir que «la gente se cansó de líderes mesiánicos», sea el súmmum del mesianismo: el pacto con los gobernados no se sostiene en otra cosa que en vínculos personales. Ni el presidente ni quienes porten el aura (como Vidal) necesitan de-mostrar nada de lo que afirman para producir efectos de verdad. La creencia se encarga de proveer la evidencia. Lo que sale de su boca es inmediatamente cierto, aún (y sobre todo) si refiere a cosas de ardua verificación: la crisis populista fue “asintomática”, el crecimiento es “invisible”, la venezuelización iba a ser “inevitable”. Pasado, presente y futuro de virtualidades.

Los antropólogos saben que ningún orden social puede suprimir la religión, en tanto dimensión necesaria para re-ligar entre sí a sus miembros. En este sentido, puede verse su afinidad con la política (ambas, además, se orientan al porvenir). El problema es cuando la política se reemplaza por religión, o se condena a ser su triste sombra. Despojada de la crítica, la política se reduce a un acto de fe y la polis se llena de la vacuidad del helio gaseoso de los globos. Y el demos se resiente porque no puede evitar que el empobrecimiento del debate auspicie y fomente nuevas violencias, nacidas de la furia de quienes desesperan ante el Apocalipsis o ven amenazada su fe y no saben cómo defenderla (como no sea reactivando la caza de Brujas con tanática y fanática pasión).

El problema es cuando la política se reemplaza por religión, o se condena a ser su triste sombra. Despojada de la crítica, la política se reduce a un acto de fe y la polis se llena de la vacuidad del helio gaseoso de los globos.

 

Atender a la forma de la representación que las expresiones electorales neoliberales construyen con sus votantes podría ser útil para no ver una debilidad precisamente allí donde anida su fortaleza.  Porque si es cierto que hoy nadie se acuerda de las promesas de Cambiemos en 2015, también lo es que la estrategia de recordarlas no pareció hasta ahora ser suficiente para que una importante porción del electorado le suelte la mano. Sería un error orientar los esfuerzos militantes a mostrar la distancia entre la vida diaria y la tierra prometida. Ningún dato tiene la fuerza para modificar una creencia; la ideología, como la neurosis, es inmune a los datos de la realidad.

No se trata tanto de negar la religiosidad de la política como de advertir los riesgos que traen las mutaciones que se anuncian cuando esa dimensión engulle las otras. Tampoco de no tener religión, sino de no confiarle las riendas del destino democrático. Porque, salvo para los místicos, no alcanza con rezar para transformar una situación adversa. Ni es una casualidad el aroma a resignación que exuda toda religión. En la mayoría de ellas el paraíso está en otro mundo. En este, casi siempre no ofrecen más que sufrimiento (y esperar un milagro).

Si, como señaló hace poco Judith Butler en la UNTREF, no debemos olvidar que quien busca cobijo en una iglesia ante todo busca cobijo, la tarea política actual es construir un proyecto que ofrezca una alternativa al desamparo moral, intelectual y afectivo que oferta el desierto neoliberal.



*Docente en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) e Investigador en el Instituto de Investigaciones Gino Germani. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y maestrando en  Estudios Interdisciplinarios de la Subjetividad.