Periodistas, hackers y conspiradores

Luis Lozano*

El pasado jueves 11 de abril Julian Assange fue detenido por la policía británica y arrastrado fuera de la embajada de Ecuador en Londres, donde había permanecido recluido en condición de asilado político desde junio de 2012. El fundador de WikiLeaks fue condenado por las autoridades británicas a 50 semanas de arresto efectivo por violar la libertad bajo fianza que se le había concedido en 2011 en el marco de un pedido de extradición solicitado por Suecia, donde Assange debía enfrentar un juicio por acoso sexual y violación impulsado a partir de las denuncias realizadas por dos mujeres. Ese proceso se encuentra cerrado desde el año 2017, de manera que –a menos que se reabra la investigación- ya no existe orden de captura internacional ni solicitud de deportación.

Desde el inicio de la persecución judicial y policial, los partidarios del australiano sostuvieron que se trataba de una causa inventada para llevarlo a Suecia y, desde allí, extraditarlo a Estados Unidos. El propio Assange aseguró que las relaciones con las dos mujeres sostenidas durante su estadía en Estocolmo en agosto de 2010 habían sido consentidas. Bajo esa premisa, se llevó adelante una repudiable campaña de estigmatización de las víctimas. Como bien explica la ex Relatora de Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Catalina Botero Marino, las dos mujeres fueron sometidas a un furioso ataque por los partidarios de Assange, quienes despreciaron sus denuncias por “haberse metido con la estrella del momento”.

A la vez, la celeridad impuesta por las autoridades suecas y británicas a ese proceso contrasta con los nulos esfuerzos que muestran los mismos estados en otros casos de violencia contra mujeres, como detalló la intelectual estadounidense Naomi Wolf, quien llegó a manifestar que este caso constituía “un insulto a las víctimas de violación de todo el mundo”.

Lo cierto es que ni las denunciantes, ni el fundador de WikiLeaks, han tenido derecho a un juicio justo. Nadie esperaba que lo tuvieran y nadie espera que lo tengan en el futuro. La sospecha principal es que Gran Bretaña concretará lo que no pudo hacer Suecia y enviará a Assange a Estados Unidos. Washington ya pidió la extradición, pero las reglas internacionales de asilo no permiten que se extradite a lugares con penas de muerte o con denuncias por violaciones a los derechos humanos y Estados Unidos tiene de ambas. Si Gran Bretaña decidiera extraditarlo de todos modos, Assange podría enfrentar acusaciones por conspiración y colaboración con una potencia extranjera.

Esto constituye  toda una novedad, dado que, hasta ahora, el australiano sólo había sido investigado por revelar secretos bajo un enfoque que priorizaba su rol como periodista y la caracterización de WikiLeaks como medio de comunicación. Es decir que, si bien Estados Unidos impulsó durante el gobierno de Barack Obama investigaciones destinadas a ejercer presión y silenciar a Assange, la garantía de libertad de expresión podía al menos ser invocada como un freno a esos procesos.

A lo largo de los últimos meses el gobierno de Donald Trump ha trabajado, tanto en el frente judicial como en el de inteligencia, para sortear ese obstáculo y poner al australiano en el centro de una conjura alentada por Moscú. La acusación incluiría a dos informantes clave de WikiLeaks: la ex analista de inteligencia del ejército de Estados Unidos Chelsea Manning (condenada a 35 años de prisión por espionaje en 2013, pena que fue conmutada en 2017 por Obama y le permitió salir en libertad) y Edward Snowden (ex administrador de sistemas de la CIA y la NSA, exiliado en 2014 de Estados Unidos a Hong Kong y luego a Rusia, con pedido de asilo en otros 21 países).

El actual secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, quien se desempeñó hasta marzo pasado como director de la CIA, impulsó una renovada campaña contra Assange a partir de la cual lo identificó como un conspirador al servicio de los intereses rusos. Las acusaciones se basan en la revelación por parte de WikiLeaks de cientos de correos electrónicos de altos funcionarios del partido Demócrata en medio de la campaña electoral de 2016, lo cual tuvo un impacto negativo para la candidata de ese partido, Hillary Clinton. Esos correos habrían sido obtenidos por agentes de la inteligencia rusa y su difusión fue celebrada en aquel momento por el candidato republicano, Donald Trump, quien llegó a elogiar a Assange en varias oportunidades.

Hoy la situación es bien distinta: Trump enfrenta un proceso de investigación interno en el cual un fiscal especial analiza los vínculos entre el gobierno ruso y las personas que llevaron adelante la campaña electoral del partido Republicano. El escándalo es conocido como “Russiagate” y llega hasta el propio presidente, a quien acusan de obstruir el accionar de la justicia. En este contexto, la detención de Assange y su eventual extradición a Estados Unidos también podría servir para  convertirlo en chivo expiatorio de ese proceso, a la cuenta de las acusaciones de hackeo y conspiración con una potencia extranjera.

La detención arbitraria del sueco Ola Bini -experto en informática del Centro de Autonomía Digital- en Quito apenas unas horas después de que fuera apresado Assange resulta inseparable de esta estrategia y muestra el rol que asumió en ella el gobierno de Lenin Moreno en Ecuador, quien decidió la revocatoria del asilo político incumpliendo las reglas del debido proceso previstas para tales casos. Bini, quien fue detenido con una orden destinada a otra persona y en medio de groseras violaciones del derecho a defensa, está acusado de colaborar con WikiLeaks en las filtraciones de información que involucraba a Moreno en casos de corrupción y gastos suntuarios con su familia.

Así las cosas, cada vez son menos las voces que se alzan para enmarcar estos casos en el ámbito de la defensa de la libertad de expresión, el derecho a la comunicación o los derechos humanos en general.

 

Opaca transparencia

El fenómeno WikiLeaks puso en discusión algunas tensiones ya evidenciadas en años anteriores en cuanto a la regulación de internet, los problemas de jurisdicción vinculados con supuestos delitos cometidos a través de la web y las restricciones impuestas por los gobiernos en el acceso a información pública. A partir del escándalo de los wikicables estos temas adquirieron una relevancia inédita. Más allá de las hipótesis acerca del encuadre y las derivaciones legales que pueda tener la publicación de datos confidenciales -tanto para quien filtró la información como para quienes la divulgan-, es importante subrayar el valor de las políticas de apertura y transparencia como eje central para fortalecer la convivencia democrática. En este sentido, resulta inadmisible que los países más poderosos del mundo, encabezados por Estados Unidos, sostengan una prédica permanente a favor del libre acceso a la información pública y el escrutinio ciudadano de los actos de gobierno hasta el momento en que esa misma política se vuelve en contra de sus intereses. En esos momentos parece ser válido cualquier recurso para frenar la publicación o castigar a los responsables de su difusión, quienes no son ya tratados como periodistas o ciudadanos interesados en la cosa pública, sino que se convierten a los ojos del poder en espías o terroristas.

La defensa de la seguridad nacional no debe ser la bala de plata que permita sostener la ya de por sí arraigada cultura del secreto. En este contexto, “la mayor filtración de la historia”, tal como algunos medios bautizaron al escándalo de los wikicables, trajo consigo una advertencia de peso para la mayor fábrica de secretos del mundo. Enhorabuena.

“La mayor filtración de la historia”, tal como algunos medios bautizaron al escándalo de los wikicables, trajo consigo una advertencia de peso para la mayor fábrica de secretos del mundo.

 

Filtraciones, del papel al server

A lo largo de las últimas dos décadas, los nuevos entornos digitales replantearon el ejercicio del derecho a comunicar y su regulación en entornos transnacionales. Los mecanismos locales de control sobre medios, periodistas y personas que toman la voz pública van dejando paso a ordenamientos multilaterales a través de negociaciones y tratados. La referencia nos conduce a pensar en bloques regionales y a considerar los tratados de derechos humanos referidos al derecho a la información y la comunicación para defender su vigencia, en especial en estos casos.

Algunos antecedentes de los tiempos analógicos pueden ayudar en esa tarea. En particular, el caso de los “papeles del Pentágono” -nombre con el que pasó a la historia el Juicio “United States vs. New York Times”-, puede considerarse un antecedente fundamental. El episodio comenzó cuando Daniel Ellsberg y Anthony Russo, ex militares empleados en el Departamento de Defensa de los Estados Unidos, fotocopiaron en secreto las 7000 páginas del documento “Relación Estados Unidos – Vietnam, 1945-1967: Un estudio preparado por el Departamento de Defensa”, que luego se conoció como los “papeles del Pentágono”.

Se trataba de un material secreto en el que se explicaba con todo detalle que la inestabilidad, las intervenciones, las imposiciones y los asesinatos políticos en Vietnam eran en gran medida responsabilidad de Estados Unidos. Ellsberg intentó en un primer momento persuadir a varios senadores opositores a la guerra de Vietnam para que difundieran los contenidos del documento, pero no le hicieron caso y por ello decidió filtrar los contenidos a la reportera del New York Times, Neil Seerhama. La publicación motivó un auténtico cataclismo nacional e internacional al implicar en el asunto a las administraciones de cuatro presidentes (Harry Truman, Dwight Eisenhower, John F. Kennedy y Lyndon Johnson) y a quien fuera secretario de Defensa, Robert McNamara. La filtración de los documentos forzó al presidente Richard Nixon y a su secretario de Estado, Henry Kissinger, a firmar en París los acuerdos de paz con Vietnam. Pero no todo fue tan fácil.

A mediados de junio de 1971 se había publicado en el New York Times la primera de las siete partes del informe cuando el gobierno de Nixon logró que un juez emitiera una orden para que el diario interrumpiera la serie. Para evitar que el tema fuera silenciado, Ellsberg decidió filtrar los mismos documentos a otros 18 diarios, entre ellos The Washington Post. Finalmente, a fines de junio del 1971, la Corte Suprema de Justicia autorizó a The New York Times a continuar con la publicación. Para demandar el cese de la publicación, el gobierno había recurrido a la ley de Espionaje.

El ejemplo de Assange representa un mensaje  disciplinador para informantes y fuentes –en especial para quienes se desempeñan como funcionarios estatales- pero también para toda persona que esté dispuesta a difundir por cualquier medio a su alcance secretos vinculados a cuestiones de indiscutible interés público.

Los argumentos del rechazo por parte de los diarios se apoyaron en lo que la ley no dice. No hay referencias a la publicación que permitan ordenar el cese de la divulgación por la prensa y no se menciona la información clasificada. Por lo tanto, del texto de la ley no surgen atribuciones que otorguen autoridad a los tribunales para aplicar la censura previa. Pese a tratarse de un país con sistema de common law (derecho consuetudinario) no había precedentes de la Corte Suprema que autorizaran la prohibición de publicar informaciones por la prensa como un supuesto de admisibilidad constitucional. En una decisión dividida (6 votos contra 3), la Corte Suprema estuvo de acuerdo con los dos tribunales inferiores que habían sostenido que el gobierno no había cumplido con su «pesada carga» de demostrar una justificación a la censura previa. Por eso, los miembros de la Corte indicaron que “cualquier sistema de restricciones previas de expresión viene a este Tribunal teniendo una fuerte presunción contra su validez constitucional”. La película “The Post”, estrenada en enero 2018, llevó la historia a las pantallas de todo el mundo.

 

Eso que tú haces

La persecución a Assange muestra, una vez más, la contracara de los discursos tecnofílicos que pusieron en cabeza de la digitalización una automática democratización de los flujos informativos globales. El precedente de WikiLeaks evidencia que no alcanza con el desarrollo de medios técnicos sofisticados para el tratamiento de grandes volúmenes de información si no existe una construcción social que se manifieste en políticas públicas destinadas a orientar esas herramientas en función de horizontes democratizadores. Por el contrario, el ejemplo de Assange representa un mensaje  disciplinador para informantes y fuentes –en especial para quienes se desempeñan como funcionarios estatales- pero también para toda persona que esté dispuesta a difundir por cualquier medio a su alcance secretos vinculados a cuestiones de indiscutible interés público.

La construcción de esferas de debate colectivo con pluralismo y diversidad de fuentes, noticias de calidad, menores barreras de acceso y mayores instancias de participación es una asignatura pendiente aún en los países con altos niveles de bienestar económico e instituciones democráticas consolidadas. Publicar algo que alguien no quiere que se sepa sigue siendo tan peligroso como siempre, en especial cuando la información atañe a los actores políticos y económicos más poderosos del mundo. Sigue siendo, también, la esencia del ejercicio del derecho humano a comunicar.

 

 

*Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA), candidato a doctor en Ciencias Sociales (UBA). Jefe de trabajos prácticos en la materia Derecho a la Información e integrante del proyecto UBACyT “El derecho a la comunicación en los marcos regulatorios y jurisprudenciales del MERCOSUR y su relación con los estándares internacionales de derechos humanos (2009-2019)”.