Por Julia Narcy *
Estoy parada frente al escritorio de mi oficina. Distraída, busco acomodar mis cosas para sentarme. Metros más adelante, de espaldas a mí, está sentado Diego, un compañero de trabajo. Sin despegar la mirada de la página de internet del portal de noticias que tiene enfrente, emite de un tirón una frase seca, estupefacta: “se murió Maradona”. Y se acerca más, inclinando la cabeza y el torso hacia adelante, como queriendo meterse dentro de la pantalla. No llego a sentarme, me acerco, y aunque tengo el celular en la mano no quiero mirarlo, no quiero buscar ninguna noticia, lo dejo para después, ahora quiero la verdad que tiene para decirme él, que lo vio primero, que cantó la primicia horrible. Parece que sí. Vemos el mismo título en todos los medios a los que entramos compulsivamente. Agarro más fuerte el teléfono, abro Twitter. Se nos murió el Diego también en mi timeline. Parece que sí. Se me eriza la piel de todo el cuerpo, el cuero cabelludo parece de golpe el sostén de una peluca helada. Estoy muda. Sigo de pie. No lloro. Vuelvo a mi escritorio, deslizando las zapatillas por la alfombra. Abro mi iPad y empiezo a deslizar palabras y fotos hacia arriba con mi dedo. Scrolleo hasta el infinito para empezar a creer. Sí. Está muerto. Se abre un grifo social. Se habilita el llanto para todo el país. Se habilita la exhibición del llanto. Se salen los diques para hacerle paso al caudal de lágrimas, que busca confluir en un lugar inmenso, inconmensurable e indefinido.
Los varones dan lugar a un despliegue novedoso: la exhibición desprejuiciada del llanto. Con el Diego se puede. El Diego es desborde, el Diego es sobrenatural, el Diego permite todo. Inauguran un espacio nuevo: la congoja sin miedo burla, sin censura. En las redes sociales, en la tele, los hombres lloran con todo el cuerpo: se doblan, se agarran la cara, hacen muecas inmensas. Todo el mundo llora. Las mujeres también, claro. Pero eso no es novedad. Vuelvo a casa y miro la tele, sigo sin comprender. Los periodistas sólo hablan con gente del deporte. Como si no quisieran oír que lo que se está llorando no es sólo al Diego futbolista, como dijo Macri al despedirlo en Twitter. No parecen tener en cuenta que nunca nadie en ningún lugar del mundo con su muerte, ha generado semejante enumeración caótica de llantos: lloramos al Diego futbolista, al Diego padre -y nos zambullimos en un mar de contradicciones-, al Diego héroe imperfecto, al Diego ángel de los pobres, al Diego milagroso, al Diego embajador del carisma, al Diego agitador, jodón, al Diego que hizo llorar a nuestros padres y abuelos, al Diego orgullo nacional. Y ahora, al Diego que permite que los varones lloren la desprotección, como niños que saben que perdieron algo irrecuperable.
Maradona, con su muerte, nos llamó al callejón de las contradicciones y fuimos todos corriendo. Nos convidó el desborde, y sin pensarlo dijimos que sí. ¿Cuándo, en Argentina, se había hecho realidad la parábola del villero exitoso en un mundo imposible para los pobres? ¿Cuándo ese éxito devino en orgullo para todos, en insignia nacional ante el mundo? ¿Cuándo, con un gol en un partido, sentimos que podíamos revertir el resultado espantoso de una guerra?
Como una tos alérgica y compulsiva, en las redes sociales, en la calle, en la tele y en las casas se concatenan las anécdotas, las miles de fotos, los reportajes, los recuerdos. Sin temor a generar cansancio, todos los medios hablan de lo mismo. No hay tema B.
Maradona, con su muerte, nos llamó al callejón de las contradicciones y fuimos todos corriendo. Nos convidó el desborde, y sin pensarlo dijimos que sí. ¿Cuándo, en Argentina, se había hecho realidad la parábola del villero exitoso en un mundo imposible para los pobres? ¿Cuándo ese éxito devino en orgullo para todos, en insignia nacional ante el mundo? ¿Cuándo, con un gol en un partido, sentimos que podíamos revertir el resultado espantoso de una guerra?
La familia Maradona se traslada a la Casa Rosada, a donde llegará, manipulado y fotografiado, el cuerpo inútil de quien fuera un poeta del movimiento, un enlace invisible entre los pobres, un hacedor infinito de felicidad en instantes irrepetibles. Ha muerto Diego Armando Maradona, el epicentro de la conmoción mundial está en la Casa de Gobierno y una multitud quiere rendirle homenaje. Hay que esperar a que amanezca. Dormimos y soñamos con el padre de la gambeta, vimos en tiras de memoria a un viejo, sentado en el sillón de casa, revoleando un cenicero de la alegría en el segundo gol a los ingleses, al abuelo llorando en el obelisco una gloria después de tanto desprecio, a los adolescentes abrazándose en un sillón frente a la tele en el 94 cuando le cortaron las piernas, a los napolitanos reventando las calles con tiros, botellas y falopa. Amanecimos para despedirlo.
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Llego a mi oficina el jueves. Después de una reunión donde también hablamos, nos tocamos los antebrazos de pelos erizados mientras contábamos por qué estábamos tan conmovidos, con dos compañeros decidimos acercarnos al velorio.
No iba a hacer la cola, no tenía interés especial en entrar a ver el cajón cerrado, pero quise atrapar algo de esa atmósfera única en la que se había convertido el centro de la ciudad. Cientos de miles de cuerpos vivos acercándose lo más posible al cuerpo muerto del Diego. Una fila interminable y multicolor pero de la misma pobreza. Los que no tienen nada, más que salpicones de felicidad que aquí vienen a agradecerle a él, que se está yendo, pero no del todo porque no quieren terminar de soltarlo. Si no fuera porque estamos en una pandemia, cuidándonos del contagio del virus, pensaría que los barbijos están para atrapar el grito, contener el llanto, retener el orgullo, atrapar el aire de esta única vez.
Una fiesta plebeya que por momentos parece el velorio de un líder político —Evita, Perón o Néstor Kirchner— y por momentos una fiesta. Hay cantos de cancha en la Avenida de Mayo, hay bailes, hay rincones tristes y en silencio, hay humo de choripanes y muchachos vendiendo cerveza helada. Hace calor y hay espaldas tatuadas desnudas: un pibe con el número 10 tatuado a la altura del 10 de la camiseta de Diego, otro con su nombre en letras cursivas. Todos quieren exhibir su devoción. Los que no tienen tatuajes traen fotos, pósters, camisetas de boca, banderas argentinas, cartitas y flores.
Si no fuera porque estamos en una pandemia, cuidándonos del contagio del virus, pensaría que los barbijos están para atrapar el grito, contener el llanto, retener el orgullo, atrapar el aire de esta única vez
Llegó de pronto el fin de lo extraordinario: el pibe de la villa que sueña con sacar a la familia adelante jugando a la pelota y lo logra, el héroe que se muere y resurge, el machirulo auténtico dispuesto a exponer sus contradicciones hasta hacerlas puntiagudas, el poeta popular ocurrente, el amigo de Fidel Castro, de Chávez, de quien quisiera. El invencible. El inmortal: ni la droga ni el alcohol ni los peligros de su desequilibrio permanente lo habían matado. El que viajó en tren a Mar del Plata, se sentó en primera fila en el estadio y fue ovacionado por oponerse a la alianza comercial con Estados Unidos, acariciando el sueño de la Patria Grande. El hacedor de milagros, el que tenía una fórmula tan secreta del éxito que él mismo tampoco podía conocer ni manejar.
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Fui a despedir al Diego el jueves a la Plaza de Mayo porque necesitaba beber al menos un trago de la pócima misteriosa que contiene todos los llantos. Fui para intentar atrapar algo de ese bucle infinito de emociones alrededor del orgullo simple de ser argentinos. Fui, tal vez inconscientemente y como tantos, a buscar a Dios.
* Julia Narcy es socióloga (UNLP). Especialista en políticas culturales, escribe sobre cultura y sociedad.
Fotografía de portada Celeste Berardo/ANCCOM