Lenguaje y movimiento feminista: crítica del idealismo lingüístico

Por Mara Glozman*

Del lado de la escucha

Hay un lazo sensible entre las formas de la vida y las formas del decir, pues las palabras y las frases son cuerpo y llegan al cuerpo: pueden producir escalofríos, dejarnos sin voz, pueden tocar quién sabe qué puntos oscuros o dulces de alguna de las temporalidades que nos habitan. La palabra, la forma de una frase, nunca se sabe bien qué fibra moviliza, qué voz trae: trazo que se imprime sobre otros tantos trazos, los convoca, los evoca, los trastoca. La escucha de un acto en tiempo presente, de un acto del decir, porta siempre sus luces y sus sombras. Así sucede, especialmente, con esos pequeñísimos detalles: como el modo de una vibrante múltiple (en la forma de la “rr”) que guarda la huella de los procesos migratorios de una, dos o tres generaciones anteriores. En la vida vivida, en la vida que se vive, y se siente y se sufre y se anhela, las formas del decir forman parte de la piel. Desde el punto de vista de quien escucha, nada del lenguaje es, de antemano, banal.

Hay momentos en los cuales se condensan procesos de cambio, momentos de ruptura-creación que dislocan algo de lo que sustenta nuestros pilares cotidianos, y la forma habitual de vivir la relación con algún aspecto del lenguaje se enrarece; instancias en las cuales se vuelve ostensible algo del decir que hasta ese momento vivía tácitamente cómodo en la casa del ser. Se trata de procesos que trabajan sobre lo que solemos tomar por evidente, procesos dedicados a hacer del malestar habitual algo extraño: cuando sobreviene un cierto dislocamiento de posición, algo ya no puede ser escuchado del mismo modo, o bien porque comienza a incomodar, o bien porque en ese momento, y mirando también hacia atrás, empieza a ser visible lo siempre-ya-incómodo. El cuerpo, por cuidado de sí, rechaza formas (también del lenguaje) que, significadas no esencial sino históricamente, escandieron de manera ingrata trayectos de vida.

Cuando llevamos tanto tiempo funcionando con las formas estatalizadas del masculino en zonas para las cuales la lengua provee variantes –“feliz día del investigador”, “profesor a cargo: Dra. X”, “presidente de la comisión: María del Mar Y”– la voluntad de marcar la diferencia no se contenta con el lenguaje institucionalizado. Frases como nuestras cuerpas y la colectiva no son solo reacciones, son creaciones que instauran la alegría de la potencia transformadora allí donde el feminismo tiene más fuerza: en la casa, en el encuentro del cuerpo, en el barrio, en la calle, en las formas de organización política que desbordan los dispositivos ya conocidos. Cuando llevamos vidas funcionando con las formas binarias de la marcación estatal, la voluntad de marcar la diferencia no se contenta con las variantes que la lengua provee: la @, la x, la e buscan visibilizar las múltiples posibles relaciones con el cuerpo y con procesos no binarios de identificación genérica que históricamente han sido silenciados. Estas marcas, que en ocasiones responden a la primera cuestión y en ocasiones a esta segunda o a ambas en conjunto, expresan la búsqueda por construir un gesto político que diga: No queremos más esta humanidad.

El cuerpo, por cuidado de sí, rechaza formas (también del lenguaje) que, significadas no esencial sino históricamente, escandieron de manera ingrata trayectos de vida.

Colocarse en el lado de la escucha no supone la idealización de la experiencia individual, o su postulación, o la suposición de su existencia como origen y fuente de donde surgen las ideas y las formas. Y ello por razones de diverso orden. Sabemos que las condiciones y los modos específicos de las relaciones sociales, las formaciones ideológicas y las formaciones discursivas que se estructuran bajo el principio de antagonismo desigual, hacen que sea posible y/o preciso decir de un modo u otro, decir sobre una cuestión u otra, significar con un sentido u otro.

Diremos ahora que el feminismo ha transformado (también) las condiciones de la escucha: en estos últimos años la forma de ciertas palabras, de ciertas frases, toca prontamente fibras que conducen a una respuesta –cada vez más articulada políticamente– que desnuda y hace frente a las evidencias provistas. No diremos que hay enunciados que ya no pueden ser dichos: continúan ahí, poniendo a circular lo perimido-(aún)-persistente, reproduciendo lo caduco con una insistencia sintomática. Desde el lado de la escucha, la expansión transversal del movimiento feminista trastocó las condiciones que sustentan ciertos actos de lenguaje: hay formas (también) del decir que ya no son tolerables.

Marcha del orgullo LGBTIQ, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 17 de noviembre de 2018. Foto: Leonardo Rendo / ANCCOM

Cuando leemos El feminismo cambió mi vida podríamos tentarnos a pensar que casi, casi, no hay metáfora. La construcción colectiva de los distintos movimientos que vienen convocando a la calle a miles y miles de personas, acontecimiento movilizado por el esfuerzo y el trabajo y las horas de un amplio encuentro de voces y miradas y cuerpos y almas, tiene efectos materiales en la vida de quienes participan, con las diversas variantes de participación, de esas instancias de encuentro feminista. Constituye un acontecimiento que abre condiciones de posibilidad, precisamente, para procesos que trabajan sobre lo que solemos tomar por evidente, procesos dedicados a hacer del malestar y de las formas habituales de dominación algo extraño. Entonces, cuando sobreviene un cierto dislocamiento de posición, hay algo que ya no puede ser escuchado del mismo modo, o bien porque comienza a incomodar, o bien porque en ese momento, y mirando no solo hacia atrás sino también hacia los costados, empiezan a ser visibles las regularidades estructurales de lo que habíamos percibido como una incomodidad individual. El cuerpo, por cuidado de sí, se reúne con otros cuerpos con el fin de rechazar formas (también del lenguaje) que, significadas no esencial sino históricamente, escandieron de manera ingrata trayectos de vida que ahora sabemos compartidos. Por ello las transformaciones en las condiciones de escucha –de lo que podemos y queremos escuchar, oír, tolerar– no surgen de la experiencia individual, sino de aquello que el movimiento colectivo moviliza en la experiencia personal.

Desde el lado de la escucha, la expansión transversal del movimiento feminista trastocó las condiciones que sustentan ciertos actos de lenguaje: hay formas (también) del decir que ya no son tolerables.

Lo personal es político puede leerse bajo la forma de una consigna normativa: así como te posicionás políticamente, así tenés que vivir. Leída de este modo, se trata de una formulación deóntica, que impone reglas y sobrerresponsabiliza a quienes, en general, ya asumen suficientes responsabilidades en la construcción de una vida que no responde a los modelos heteronormativos dominantes. Hay, también, otra forma de pensar este enunciado: lo personal, lo que es susceptible de ser reproducido-transformado en el alma de las personas, se nutre de esa trama, contradictoria y desigual, de alianzas y antagonismos, social y colectiva, que nos provee de condiciones de posibilidad para pensar, hacer, amar, y también para decir-escuchar.

 

Lengua y discurso: materialidades en cuestión

La relación con el decir y con la escucha se presenta, para cada quien, bajo la forma de una evidencia. El “hablar”, con sus diversos aspectos, se nos ofrece como algo natural: en lo que atañe al hecho de que las palabras tienen ciertos sentidos y no otros, en lo relativo a los modos de enunciar, en lo atinente a las formas de estructuración de las frases. Esto es: generalmente nos resulta obvio que es así como lo decimos y no de otro modo. También nos resulta obvio que existe tal cosa como el lenguaje, y que “este existente” es plausible de ser adjetivado: lenguaje juvenil, lenguaje porteño, lenguaje inclusivo. De la frase nominal lenguaje inclusivo se ha dicho y se dice mucho. Basta citar las recientes palabras de María Moreno, que apuntan a reflexionar sobre el segundo término de la construcción:

«Claro que estoy totalmente en contra del lenguaje inclusivo. Quiero decir de la expresión lenguaje inclusivo. Porque ¿quién incluye? ¿Desde qué centro de su magnanimidad aunque sin coronita, levanta la barrera, firma el pasaporte y bienviene a través de e o x? Mejor llamarlo lenguaje descentrado, sin aduana ni peaje, desalambrado, tuttifruti, culeado –es decir donde cualquier palabra entre y salga con jugoso placer.» (Página 12, 12/05/2019)

Otras lecturas podrían nutrirnos también sobre la historicidad, la procura de una arqueo-genealogía del discurso contemporáneo de la inclusión, que –como podemos ver– también ha metido la cola en este asunto. Me interesa, aquí, en cambio, detenerme en qué es opacado, ya no por el adjetivo inclusivo, sino por el sustantivo lenguaje. Diremos en este punto que la operación que realiza la palabra lenguaje consiste en disimular en su transparencia la distinción entre la materialidad o el orden de la lengua y la materialidad o el orden del discurso.

Podemos, y voluntariamente lo hacemos, retomar la circulación habitual de la palabra lenguaje, sin su especificidad teórica, porque nos interesa recoger los debates que acontecen en los diversos ámbitos de producción de saber y de intervención política, y para ello es importante no (re)producir una brecha que coloque en un pedestal la legitimidad del discurso de la lingüística o la teoría del discurso como campos expertos que tendrían más o mejor para decir que otros lugares de producción de conocimiento u otras formas de la práctica social.

Pero también nos interesa contribuir con algunas consideraciones teóricas para pensar los procesos que nos convocan y nos interpelan. En esta dirección, recogemos la necesidad de revisar el funcionamiento que hace del sustantivo lenguaje la parte invisible de lo que merece ser pensado en su especificidad material. Así pues, desde cualquier perspectiva no idealista, antes de suponer o dar por evidente su existencia, precisaríamos preguntarnos: ¿qué es el lenguaje? ¿cuáles son sus condiciones? ¿cuáles sus mecanismos? ¿sobre qué materia opera? ¿cómo trabaja, cuáles son sus funcionamientos específicos? En suma: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de ‘lenguaje’?

«Lucía somos todes» . Marcha en repudio al fallo que absolvió a los acusados del asesinato de Lucía Pérez. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 05 de diciembre de 2018. Foto: Cecilia García / ANCCOM

Entre los aspectos señalados más arriba, el sentido de las palabras, los modos de enunciar y la estructuración de las frases, hay (al menos) una brecha. Puede haber un sinnúmero de teorías y de debates de diversa naturaleza sobre qué es la lengua, qué es o no la gramática, si los procesos morfosintácticos tienen o no motivación en algo que le acontezca a un tal “hablante” o a algo así como “la sociedad” o la “comunidad de habla”, pero hay ciertos aspectos observables: por ejemplo, nadie diría mesa la en lugar de la mesa, excepto para producir un juego o un ejercicio de teoría gramatical o de teoría lingüística. De acuerdo a la perspectiva con la cual entendemos la teoría lingüística, la lengua es aquello que pone condiciones a las formas de articulación y de combinación de los elementos; en verdad, podríamos decir que la lengua es un conjunto de condiciones que permite describir y explicar, precisamente, por qué es o no posible producir frases con ciertas formas.

Vemos que la lengua no está, entonces, en la palabra cuerpa sino en las formas en que se dispone su concordancia, que expresa y organiza las relaciones morfosintácticas entre elementos dependientes: la lengua está, por caso, en el hecho de que si decimos cuerpa aparecerá la frase determinante construida con el determinante femenino singular la, y diremos entonces la cuerpa. La lengua aparece allí en lo que rige las relaciones entre los elementos frásticos: en los mecanismos de formación de los sintagmas vemos los efectos de la lengua. La lengua no es, así, una sumatoria de vínculos o funciones entre las palabras y las cosas, entre las formas de nominar o predicar, por un lado, y las formas del lazo social, o las ideas, o las prácticas culturales, o los estados de cosas en un mundo, por el otro; la lengua podría ser entendida, pues, como un mecanismo que organiza los hilos invisibles de las estructuras frásticas plausibles de ser producidas. Luego, si la forma cuerpa genera rechazos, si resulta bienvenida como gesto militante, si es vilipendiada o celebrada, no es asunto de la lengua; es, sí, un asunto fecundo y relevante que precisa ser pensado en otras instancias de la correlación de fuerzas que afectan el sentido y las formas del decir.

La lengua es un conjunto de condiciones que permite describir y explicar, precisamente, por qué es o no posible producir frases con ciertas formas

 

Primer Congreso de Lenguaje Inclusivo. La Plata, 11 de abril de 2019. Foto: Matías Adehmar/ANCCOM

Entonces, lo que sucede, lo denominado lenguaje inclusivo, ¿es del orden del discurso? Nuevamente precisamos revisar: qué entendemos por discurso, qué trae este término cuando aparece. Diremos en principio que discurso remite a procesos, materialidades y funcionamientos heterogéneos; cuando hablamos de “el discurso” solemos reunir aspectos diversos y a dar por evidente la existencia de una determinada unidad con sus bordes y sus temas, con sus auditorios y sus oradoras, con su inscripción institucional y situacional.

Para pensar esta segunda cuestión, vamos a distinguir –algo esquemáticamente, siguiendo la teoría pecheutiana– dos tipos de procesos o instancias que organizan aquello que llamamos ‘discurso’. Centralmente, nos interesa distinguir entre los procesos de formación de los discursos y sus instancias de formulación. Esta distinción plantea que cada vez que se formula o se enuncia un discurso –que, de manera algo simplificada, podría ser situado en determinadas condiciones específicas que remiten a cierto lugar y tiempo, a ciertos nombres e instituciones, a ciertas formas genéricas– se inscriben en su trama sentidos, frases, tonos, modos del decir y relaciones que tienen su procedencia y su proceso de formación en otra instancia discursiva, anterior, exterior. Cada “nuevo” discurso reúne, así, de manera constitutiva, elementos significantes y sentidos que provienen de procesos heterogéneos de formación, que traen sus historicidades, sus tensiones, sus efectos, afectos y evidencias. Y, se postula, ello acontece más allá de la voluntad de quien formula o enuncia. Esto significa que los procesos históricos de formación de los elementos del discurso ocurren con una autonomía relativa respecto de la intención de algo así como el o la hablante, y respecto de la configuración de algo así como el sujeto de la enunciación.

Los procesos históricos de formación de los elementos del discurso ocurren con una autonomía relativa respecto de la intención de algo así como el o la hablante, y respecto de la configuración de algo así como el sujeto de la enunciación

Aquello que la teoría pecheutiana postula bajo el concepto teórico de Interdiscurso remite, precisamente, a ese exterior constitutivo cuyos efectos dejan trazo en cada “nueva” formulación, esto es, en la trama de aquello que llamamos intradiscurso. Se propone, así, que si hay un sujeto del discurso susceptible de lidiar con elecciones y proyectos, con la selección de ciertas, y no otras, formas del decir, de plantear discusiones y debates y filiaciones para sus palabras, ese sujeto se mueve con sus retóricas y figuraciones en la trama del intradiscurso: intradiscurso puede ser pensado como la zona discursiva donde son posibles la retórica y la argumentación, la formulación y la reformulación, el debate, la configuración de un cierto discurso del sujeto. El intradiscurso, diríamos, puede ser caracterizado como aquello que el sujeto hace con el discurso. El planteo pecheutiano reside en comprender que la trama intradiscursiva –con sus situaciones y figuras, con su nosotros, ustedes y los otros, con sus auditorios y entornos institucionales– está atravesada por el orden del Interdiscurso, que sobredetermina aquello que puede y debe ser dicho. El Interdiscurso opera, así, como mecanismo que se articula con los procesos de interpelación ideológica: provee las evidencias que cada quien considerará, por efecto de la ilusión subjetiva, como elementos propios, elegidos, intentados. Interdiscurso remite, pues, a aquello que el discurso y sus procesos hacen con el sujeto.

Políticas del decir

¿Cómo pensar, entonces, modos contra-hegemónicos de intervención-acción en materia de lenguaje? De ninguna manera el camino será el de un conservadurismo experto amparado en definiciones teóricas, por más certeras que sean o más certezas que traigan: la lengua no es susceptible de ser transformada; aquello que puede y debe ser dicho está regido por los procesos de formación del discurso que son inaprehensibles desde el punto de vista de la voluntad. Tampoco creemos que haya que entregarse espontáneamente a un voluntarismo de la intención: la pura consideración del cambio en las formas del lenguaje como consecuencia de una decisión –pienso, luego hablo– puede abrazarse, sin intención o con la mejor de las intenciones, con un idealismo liberal que coloca en la capacidad individual, o en la sumatoria de voluntades individuales, el origen, si no de las riquezas, sí de las palabras, sus formas y sentidos.

La reivindicación de nuestra potencia para producir transformaciones lingüísticas y/o discursivas es innegociable, porque está cargada de fuerza creativa, de presente y de futuro político, porque surge del deseo colectivo y porque donde hay una necesidad nace un derecho. En esta dirección, una teoría de la sobredeterminación de las formas, lejos de obstaculizar la potencia del acto político marcado en trazos de lenguaje, nos permite pensar el entramado, sin dudas complejo, en el cual queremos intervenir.



* Doctora en Lingüística y Magistra en Análisis del Discurso (UBA), Investigadora Adjunta del CONICET, Jefa de Trabajos Prácticos regular de Lingüística (UBA) y profesora Adjunta de Lingüística II (UNAHUR). Se especializa en teoría del discurso, epistemología del archivo e historia de los discursos sobre la lengua/el lenguaje.