Por Ian Naiquen Quiñones*
Las reacciones ante el intento de magnicidio de CFK pusieron el foco sobre los discursos de odio, la responsabilidad de los medios y la necesidad de una política que tenga en cuenta la radicalización de la derecha que bulle en el trasfondo de la sociedad.
¿El amor vence al odio?
«El infierno son los otros», reza una obra clásica sartreana en la que los personajes están condenados a vivir juntos en una habitación cerrada, pulcra y blanca que es la representación misma del infierno. La alegoría que usa Sartre tiene una estructura similar al mito de origen propio de nuestra sociedad basada en el «contrato social»: las personas eran, y luego se vieron condenadas a vivir en sociedad. El contrato social fue firmado para neutralizar el odio irreductible en el fondo de la propia humanidad.
En los días anteriores, muchos discursos públicos remitieron a la misma figura mítica para explicar el rol de los medios de comunicación y plataformas después del intento de magnicidio contra la vicepresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner. El odio, indican estas posiciones, es claramente un arma de la derecha para horadar lentamente el contrato social, llegando al punto de que un «hijo sano del odio» fue capaz de gatillar en la cara a la figura política de mayor envergadura del país.
En las declaraciones posteriores de varios dirigentes y organizaciones políticas, la reflexión sobre los «discursos de odio» incluyeron, además, un tufillo a nociones manipulativas de la comunicación: los medios inventan para difundir mensajes de odio que generan o promueven el odio contra un sector político y, en particular, hacia la figura de CFK.
En este momento se vuelve necesario resaltar tres puntos que se desprenden de una lectura un poco más atenta de lo que implican tales afirmaciones: en primer lugar, la invención de los mensajes «odiantes» retoma esta noción del odio mítico, fundamental, que se aparece cuando el contrato social se ve debilitado, pero también asigna a los discursos un poder performativo inmediato, una capacidad crear «de la nada» hechos de violencia. Segundo: la difusión de un discurso implica también que la mera emisión de un mensaje cala en la mente de todas las personas expuestas a la radiación televisiva y que, además, éstas entienden -o más bien absorben- exactamente lo mismo que el emisor quería lograr. El tercer problema es, finalmente, que los mensajes difundidos serían claramente mentiras, falsedades, o deformaciones de la verdad. De allí que podamos completar el trío de problemas que fastidian a la “comunicación política” en la actualidad: los discursos de odio, las fake news, y la era de la posverdad; que no es más que la pregunta —bastante gorilona— de cómo las masas pueden ser «engañadas» por los medios y los políticos.
No es necesaria demasiada experticia sobre las teorías de la comunicación para identificar los límites de este razonamiento. En cambio, prestar atención sobre sus efectos permite entrever qué nos produce este tipo de lecturas, qué posibilidades políticas abre y cuáles clausura. Dicho de otra manera, ¿cómo quedamos parados cuando nos posicionamos contra los «discursos de odio»? ¿Qué efectos —algunos indeseables— tiene esta postura para quienes nos proponemos desplegar una lucha ideológica contra la derecha?
La cuestión de los «discursos de odio», si seguimos el razonamiento de las afirmaciones antes descritas, peca de un racionalismo grotesco. Llegamos a la conclusión de que la verdad de un discurso está dada por su correspondencia con la famosa «realidad efectiva» pero que, paradójicamente, también es capaz de crear las mentiras que nos alejan de ella. Así, un discurso se vuelve tributario de los hechos, pero, al mismo tiempo, posee una fuerza misteriosa de creación de mentiras. Los medios, entonces, aparecen como una fábrica desentrañable del odio.
El crítico popular —de manera similar a los álgidos momentos de debate contra Clarín y «la Opo» [por «oposición»] durante la discusión de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual— queda de esta manera posicionado del lado de la verdad, de la razón, de la atención a los hechos, y misteriosamente dotado de una capacidad de escaparle a la manipulación mediática. ¿Por formación política o método militante? ¿Por ser un buen lector o estar despojado de ideología? Sea cual sea la razón, en el caso de la reflexión sobre los discursos de odio, el crítico popular queda posicionado del lado de una razón amorosa, figura invertida del odio irracional.
La consigna de «El amor vence al odio» brilla así como el combate de dos gigantes, igualmente míticos, como fuerzas históricamente inalterables: el odio es el mismo en la Semana Trágica, en los bombardeos de Plaza de Mayo, en la proscripción del peronismo, en el gorilismo anti Evita y en la última dictadura cívico militar, y es responsabilidad de sus ejecutantes vivos: los periodistas Jorge Lanata, Luis Majul, Carlos Pagni y todos los «Minions» que los acompañan.
Las fábricas del odio
Un lingüista soviético diría que cada palabra es un espejo que refleja algo de la realidad pero que también la refracta, la deforma, modifica sus cualidades. Si seguimos la figura de la «fábrica de odio» usada en los últimos días, y entramos de visita a una de esas fábricas, podemos ver que la producción de un discurso –sea odiante o cualquier otro- tiene más la forma de una casa de espejos que la de una línea de montaje. Cada palabra no es un martillo o un tornillo que cumple una función única, sino que dice algo de lo que es, pero también algo más, en un juego de ilusiones y alusiones que varía según los énfasis y tonalidades.
Si seguimos la figura de la «fábrica de odio» usada en los últimos días, y entramos de visita a una de esas fábricas, podemos ver que la producción de un discurso –sea odiante o cualquier otro- tiene más la forma de una casa de espejos que la de una línea de montaje. Cada palabra no es un martillo o un tornillo que cumple una función única, sino que dice algo de lo que es, pero también algo más, en un juego de ilusiones y alusiones que varía según los énfasis y tonalidades.
Esta fábrica productora de discursos tiene una ventana: la luz de los discursos producidos no le es propia. Proviene de su propia condición de posibilidad, aquello que está fuera del discurso, una materialidad que sólo puede ser procesada una vez dentro de la fábrica. Fábrica que, además, está bien organizada: cada parte del proceso aparece dispuesto de una manera jerarquizada, ordenada, que prioriza ciertas articulaciones entre discursos y establece unos énfasis en detrimento de otros. Hay también otros espejos que cuelgan de las vigas y que ante la más mínima ventolera que entrara por la ventana se agitan, se tambalean, y amenazan con desordenarlo todo.
La metáfora puede servir para entrever el carácter devenido de los discursos, es decir, que su significado no es único ni unidireccional ni inequívoco y que, por lo tanto, no se puede suponer a priori su significado o su apropiación por los públicos, muchos menos atribuirles el carácter de “móvil” de un intento de magnicidio. A su vez, sirve para comprender que la formación de estos discursos está previamente dispuesta, organizada, en una serie y articulación de discursos preexistentes que no coinciden con las estructuras de propiedad del sistema de medios. Pensando de esta manera nos corremos del problema de la mentira, la verdad y la creación ad ovo de cualquier efecto discursivo (sea el odio, el amor, la desazón o la desafección política) y podemos dar cuenta de eso que entra por la ventana cuando hablamos del discurso: ese momento histórico que lo excede, ese producto «prediscursivo» que fue a su vez iluminado y transformado por otros discursos anteriores.
¿Qué es eso que entra por la ventana cuando calificamos un discurso como «discurso de odio»? Antes que nada, la sorpresa de que el odio siempre estuvo ahí como una sombra que caracterizaciones previas no permitían dilucidar. La forma del odio y su anclaje en objetos concretos —hoy, Cristina Fernández de Kirchner— no se pueden entender con las categorías previas de las que disponíamos para pensar la lucha ideológica, y permanecía entonces «en estado prediscursivo», fuera del campo de visión de los procesos populares y de izquierda.
La necesidad de la categoría «discurso de odio» habla, principalmente, de una debilidad política para comprender la confrontación, la disputa antagonista, el momento de negación fundamental (el odio y, particularmente, el odio a un liderazgo popular) que naturalmente no se expresa de manera discursiva. Cuando no es articulado entre palabras, el odio se aparece en materialidades igualmente concretas, pero mucho más dañinas: en un disparo en la cabeza de la vicepresidenta, pero también en la violencia social inusitada en un momento de crisis, contra otros cuerpos populares que no se reducen a una ubicación política. Se expresa en el crecimiento de femicidios, travesticidios y crímenes de odio, en el gatillo fácil contra los pibes de las barriadas y en el linchamiento securitario, en la represión y criminalización de las organizaciones populares mientras un sector organizado de la derecha arroja bombas molotov a locales de organizaciones progresistas y de izquierda en múltiples localidades del país. Y, por último, y más importante para muchos, el odio se expresa en la desafección política que produce desazón a todo el profesionalismo científico político y que oprime como un mal sueño la cabeza dirigencial de nuestro país.
Entonces, a la forma del odio no se le puede atribuir inmediatamente una naturaleza meramente discursiva. Es necesario leer la producción social del odio en las múltiples instancias fallidas de la vida social que se propone a sí misma contractual, racional, y democrática y que «habla» en actos que son, para quienes nos preocupa su perpetración, «violencia sin sentido». De esta manera, la categoría de discurso de odio aparece para subsanar esa falta de sentido, ese hueco en la lectura, que busca ordenar las afecciones tristes de una sociedad que siente el piso temblar bajo sus pies.
Hay un solo paso
Bienvenida sea la reflexión sobre los discursos de odio… siempre y cuando implique la oportunidad de recuperar el antagonismo como un factor clave de la política y la transformación social. Mientras el tecnocratismo social, la comunicación política, y el consensualismo demócrata insisten en las formulaciones de «paz social», «gran acuerdo nacional», y el sostenimiento irrestricto de la «lealtad a los leales» para reactualizar el contrato resquebrajado; cabe recuperar que ese origen mítico niega un momento profundamente histórico: siempre hubo sociedad, y el conflicto que la mueve no entra completo en cláusulas parlamentarias.
En este sentido, es necesario ubicar la categoría de los discursos de odio como una oportunidad para profundizar las lecturas sobre la violencia social que insiste y no entró en el contrato, que no es atribuible a un solo actor político, pero que sí es fácilmente capitalizable ante el abandono de los procesos populares y progresistas.
Es necesario ubicar la categoría de los discursos de odio como una oportunidad para profundizar las lecturas sobre la violencia social que insiste y no entró en el contrato, que no es atribuible a un solo actor político, pero que sí es fácilmente capitalizable ante el abandono de los procesos populares y progresistas.
Para que los actores populares y de izquierda podamos a su vez abrirnos paso en un momento de desazón es necesario reivindicar el odio propio también como un motor de la acción social de oposición, como bronca y como un momento de «pura negatividad» que, si es incapaz de articular por el momento un proyecto político integral, llame también a congregarse bajo un «espíritu de escisión» de los sectores populares ante la desigualdad y una fuerza instituyente que recoja los restos de aquello tambaleante.
Condenar a priori el odio como afecto, y atribuir su causa al discurso localizado de un actor, implica no solamente reponer las versiones más funestas de las teorías de la conducta social sino también «desarmar» a la política de su dimensión conflictiva, clausurarla en los pasillos de la legislación sobre libertad de expresión, y nuevamente obturar los espacios vacantes que se llenan con el estallido de «bombas pequeñitas» de la violencia localizada contra el cuerpo popular.
El odio contra el arrebato de la dignidad humana es un elemento a reivindicar y sostener, así como lo es el amor por los pares que se la rebuscan por su recuperación. Ambos, de igual manera, no son ni separables ni eliminables, como nunca lo son las cuestiones del corazón.
* Estudiante de Ciencias de la Comunicación, UBA.
Imagen de portada: Camila Meconi/ANCCOM