La educación acuática

Por Rocío Cortina* 

I

Repaso acciones con la gravedad de quien busca una nueva bacteria en el laboratorio.

Debo: anunciarme en la entrada con el carnet de socia del club (el blanco), ir al vestuario, cambiarme, dejar la mochila en el guardarropas, ducharme (este paso tiene poco sentido pero hay que lograr que me vean cumplirlo), llevar gorro, antiparras, toalla, ojotas.

No debo: olvidar el segundo carnet de socia (el celeste), subir al natatorio descalza.

Son las ocho en punto y la entrada a la pileta aún no está habilitada. Al lado de la puerta hay dos bancos largos de madera pintados de naranja donde concentran varias mujeres. Miran al frente, ninguna habla. De fondo, una canción de Katy Perry. De pronto una de ellas se pone de pie, se acerca a un espejo amplio que está camino a las duchas, se ata el pelo en un rodete y lo cubre con el gorro de silicona en un solo gesto de perfección que a mí me hubiese llevado varias maniobras.

Aprovecho el movimiento con la impunidad que me otorga mi primer día de clases y rompo el silencio. 

—¿Sabés si se puede subir directamente a la pileta, o la profesora viene al vestuario y nos avisa? —le digo a la compañera que aún está de pie.   

—Si Fabi no está acá es porque hoy no viene —afirma la mujer. Su rostro oscila entre la tranquilidad y la resignación. —Fabi siempre llega temprano y pasa a saludar. —agrega.  

Agradezco la información a la mujer tranquila. Ahora sé que la profesora se llama Fabi. De pronto escucho dos golpes en la puerta de metal seguidos por un “buen día” con voz de hombre fumador. 

Una a una las mujeres se levantan y enfilan hacia la escalera que conduce a la pileta. Las sigo. Todas vestimos mallas enterizas negras o azules. Todas llevamos gorros negros o azules, salvo una que luce uno plateado, a quien distinguiré en el agua como una nadadora muy pro. Las toallas, atadas en la cintura o en la mano. Antes de subir a la pileta pasamos por el vestuario de hombres. Ellos se congelan en la puerta mientras nosotras desfilamos. Si no fuese porque se escucha de fondo una canción de Leo Mattioli, nos confundiríamos con los personajes de eventos deportivos en la Unión Soviética.

El andarivel donde practican los principiantes es el de la izquierda. De ese lado también está el escritorio donde el guardavidas toma mate con bizcochitos Don Satur. Los carnets, algunos con foto, se acumulan al lado de su desayuno y él, un hombre con remera blanca y clásico short rojo, marca los presentes con cruces de birome azul en una planilla. 

Al verlo, recuerdo que nunca agarré el carnet celeste. Pero como nadie me pregunta nada, me presento ante otro hombre de short negro y musculosa blanca que, adivino, es un profesor. 

—Hoy empiezo clases, me dijeron que me toca con la profesora Fabi. 

Me posee la extrañeza de cumplir una instancia burocrática en traje de baño, como en esos sueños donde salgo descalza para ir al colegio y todos me miran, me miran, me miran.

El hombre de musculosa blanca se desorienta. Me dice que espere un segundo y busca su celular. Marca. Tras una conversación breve, se despide con un “gracias por avisar”. 

—Por hoy estás con otro profesor. 

Para ese momento estoy sentada en el borde de la pileta. Mis pies van y vienen adentro del agua, van y vienen dibujando la coreografía de la ansiedad. Descubro que la mujer tranquila es enérgica. Ya trotó dos vueltas por la parte baja, y ahora me mira con gesto de “yo te dije” y me hace señas para que la siga en su entrada en calor. El otro profesor aparece minutos después, apurado. Tiene short rojo y poco pelo. Lo sé porque en esta pileta los varones no están obligados a usar gorra de silicona. Las mujeres, sí. Aunque ellas tengan menos pelo que algunos hombres, aunque estén rapadas. 

Entra rápido en la pileta y pregunta a los diez alumnos qué hicieron la última clase con Fabi. Cuando terminan de hablar mis ahora compañeras y compañeros, me quedo aparte y le aviso al otro profesor que es mi primer día y que vengo a aprender a nadar. Él me trae una tablita color verde esmeralda y me indica ejercicios de respiración al tiempo que coordino patada de crol. El agua es una nueva casa que me recibe con temperatura agradable.

—Practicá solo en la parte baja —me grita el otro profesor cuando me ve voltear la cabeza hacia atrás al llegar a la línea roja.  

El ejercicio no me resulta difícil sino tonto. Si bien todos son principiantes, yo soy la única que recién empieza en esta clase. Me intimida que los demás compañeros hagan tres piletas completas nadando crol. Siento que entorpezco el paso en su mar clorificado con una pavada. Estoy en plena labor, ya disfrutando, cuando aparece un hombre con malla verde, pelo plateado y un tatuaje con el dibujo de ondas radioeléctricas, color rojo y negro en el antebrazo. 

—¿Sabés cómo aprendés a respirar abajo del agua? —el hombre se cuelga del borde de la pileta, toma aire, lo suelta debajo. Sale y me mira —Así nos enseñó Fabi.

Miro las burbujas que el hombre radioeléctrico deja tras su demostración. Es un instante digno de Los hombres me explican cosas, el ensayo que escribió Rebecca Solnit: “Es la arrogancia lo que lo hace difícil, en ocasiones es la que mantiene a las mujeres alejadas de expresar lo que piensan y de ser escuchadas cuando se atreven a hacerlo. Es la que nos educa en la inseguridad y en la autolimitación”, dice Solnit en su libro. 

El otro profesor manda a todo el grupo a nadar estilo pecho y a mí me desafía a permanecer más tiempo con la cabeza debajo del agua. 

—Salís demasiado rápido —diagnostica y me acompaña hacia la parte profunda. Asegura que se queda conmigo. Detecto entonces el primer problema en esta empresa. 

—No puedo. 

—Sí que podés, lo venís haciendo muy bien. 

La historia de mi vida se resume a estos momentos en que alguien detecta que me esfuerzo para que las cosas salgan más o menos bien, que respondo, y me invita a hacerlas mejor. Como si siempre hubiese una montaña más alta que escalar, se inicia el bucle de la tarea bajo presión. Así fue con inglés a los seis años. Así fue con el periodismo a los 21. 

Vamos a la parte profunda con el otro profesor. Me fastidia que esté ahí mirándome, pero practico lo que me pide y empiezo a regular el aire, a sentir cuánto es necesario retenerlo y largarlo, a no desesperarme para salir como un pez que boquea fuera del agua, a tener confianza. Hasta ahora, nada de lo que sucede en mi primer día de clases me resulta amenazante.

De pronto el otro profesor señala una falla.

—¡No estás abriendo los ojos abajo del agua!

—Me da impresión.

—Pero tenés antiparras. Ahora practicá todo lo que hicimos antes y acordate de abrir los ojos.

El reloj que está sobre la mesa del guardavidas indica que ya son las nueve menos cuarto. Una compañera de unos setenta años avisa que para ella ya es suficiente, que se va. La veo subir la escalerita y pienso que esta es también mi oportunidad, pero me quedo hasta que me dicen que puedo salir.

Ese primer día no me baño en el club, tampoco los siguientes. Me desalienta la fila que se forma en las duchas, las mujeres con toalla colgando al hombro y frasco de shampoo en la mano, el olor a crema de enjuague, el ruido de los secadores de pelo. Me recuerda a la demora de los campings. Simplemente me seco y me visto con la intención de bañarme “bien” en mi casa.

Camino por la avenida, siento que estoy en Mar del Plata. Reviso mi ropa, temo estar semidesnuda. Otra vez, como en el sueño donde salgo descalza para ir al colegio. Pero todo parece estar en orden. Son los otros, oficinistas apurados que deben marcar tarjeta en microcentro a las 10, los que están en otra sintonía.  

**

A fines de noviembre 2019 pasé unos días de descanso en Villa Gesell. La temperatura nunca superó los 25 grados pero igual me sumergí en la incomodidad del mar. Me hace bien el cachetazo helado de nuestra costa atlántica (un mar planchado y tibio para mí no es un mar). En una de esas últimas zambullidas, antes de volver a la ciudad, emergí abrazada por ese revoltijo de arena, sal, yodo y algas e hice unos saltitos ridículos para disimular el frío. Volví a la orilla, donde estaba Xavi, mi novio. Acepté con resignación que esta vez me tocaba pasar todo el verano en Buenos Aires sin más chapoteos, por un trabajo nuevo.  

—Con lo que te gusta el agua, ¿por qué no venís a la pileta? —me dijo él.

—Dejá de evangelizar con las bondades de la natación —le contesté entre risas.

Después hicimos dos o tres chistes, compramos churros rellenos de dulce de leche y cada uno volvió al libro que tenía entre manos. 

Esta vez la pregunta me quedó rebotando tanto como el estribillo de un reggaetón que salía de un parlante cercano. Xavi va al club desde hace tres temporadas. Se volvió fanático, y cada vez que yo me quejo de un dolor óseo-articular-muscular (llanto muy habitual en mí) me pregunta por qué no practico natación. Pensé: el club está cerca de mi casa, los horarios son compatibles con mi trabajo, no le tengo miedo al agua, no sufro el frío, no me molesta que se me arruguen los dedos ni que se me reseque el pelo ni la piel por el cloro. 

En la ciudad me recibieron treinta y cinco grados de temperatura. Una mañana fui a conocer la pileta. Me enamoré del perfume a cloro que hacía composé con el fondo celeste y del tobogán que hubiese querido disfrutar a mis diez años. Ese mismo día pagué la cuota y me compré una malla azul aburrida pero cómoda, además de unas antiparras que hacían juego. Xavi me regaló una gorrita de silicona y una toalla de microfibra. Me sentí como los ciclistas que se disfrazan de colores flúo y salen a la Panamericana bien temprano, antes de comer los fideos con tuco del domingo. 

Así despedía al año de la reinvención, uno de esos paréntesis que cada tanto toca habitar. Me pareció un buen augurio cerrarlo estrenando nuevas sensaciones. En diciembre, cuando las personas se bajan del calendario para rendirse ante la espera de las vacaciones, yo empezaba algo nuevo, otra cosa más que iba a aprender de grande.

**

Una catarata de lavandina baja por los escalones del vestuario. Me asomo y le pregunto a la encargada si puedo pasar. Ella me responde que sí, que claro, que como no, mientras sigue dale que dale con la escoba. Es jueves 24 de diciembre, son las 7.45 de la mañana y tengo mi segunda clase de natación. Desde lejos veo que ya hay una mujer sentada en el banco naranja, con la malla puesta, el gorro de silicona en la mano y las piernas cruzadas. No entiendo cómo aún no se desmayó por el olor, si el vestuario no tiene ventanas. La miro en actitud cómplice, busco compañera de quejas como esas señoras que interceptan a otras en las paradas de colectivo y maldicen la mala frecuencia del servicios. Pero ella no me da el gusto. 

Leo la desinfección masiva como el gesto de rebeldía de una trabajadora ante el sistema. Imagino que la encargada del vestuario quiere que nosotras entendamos que ella trabaja en ese sucucho sin ventana cuando en verdad desearía estar envolviendo los regalos, o cocinar el matambre para Nochebuena. Imagino que se trata de una purificación de cara al nuevo año. Imagino y entiendo todo, pero la lavandina empieza a adherirse a las mucosas, me anestesia la garganta y me da ganas de vomitar. 

Las caras de quienes van llegando al vestuario transmiten preocupación ante la lavandina. 

Me quiero morir. ¿Podría morir de inhalar lavandina en este vestuario? A los ocho o nueve años pensé que me moría después de bañarme con un shampoo para piojos en la casa de mi abuela. Bajo el agua abrí la boca por accidente, sentí el gusto amargo del veneno, tragué saliva y me supe envenenada. Salí del baño con cara de circunstancia. Mi abuela me preguntó qué me pasaba y yo, que prefería morir antes que asumir el descuido, le dije que me dolía la panza. Mucho me dolía, entonces le pedí si podía llamar a mi mamá, que estaba en su casa, y le hablé por teléfono, y lloré con clara intención de despedida. Al rato tomé mucha agua, mi abuela preparó la cena y miramos algo en la tele. Supe que seguiría viviendo. Igual que hoy.

Hoy conozco a Fabi. Elogia la malla nueva de la mujer tranquila: “Las de esa marca son preciosas», dice Fabi. Me pregunta por qué vengo, le digo que no sé nadar pero quiero aprender, que me gusta el agua y que además siempre estoy contracturada. 

Fabi. me pide que le muestre cómo me desplazo en el agua. Doy una vuelta estilo perrito, con la cabeza afuera del agua. Me dice que vamos a usar una tabla y me explica lo mismo que el profesor M. la semana anterior. Los ejercicios son similares y otra vez estoy sola en la parte baja mientras el resto del grupo hace piletas completas estilo crol.

Después, Fabi me da patas de rana.  

—No tengo 38. Probate estas que son 37 y si te incomodan mucho me avisás.

Las piernas se me vuelven veloces pero difíciles de manejar: es como si se me alargaran. Todo se acelera sin esfuerzo. Siento lo contrario a remar en dulce de leche. Por eso, me animo a ir a la parte honda.

—¡Hasta ahí nomás Rocío, hasta ahí nomas! —grita Fabi, alarmada.

Levanto el pulgar para tranquilizarla: estoy regia.

—¡Ah, pero sabías flotar!

—Sí, eso sí: no me voy a ahogar.

—Me tenías que avisar antes.

Le pido disculpas. Desde el borde de la pileta, Fabi es como una madre siempre dispuesta a rescatar a uno de sus pollitos. 

—Estás con motor de propulsión —el compañero electromagnético le pone humor a la situación. Hoy se parece un poco a Papá Pitufo. 

Hago dos vueltas más con las patas de rana y vuelo en el agua. El olor a lavandina del vestuario es un mal recuerdo. Fabi. Me pregunta si me ajustan. Le digo que sí pero que aguanto un poco más. Fabi dice que mejor no. 

—No vas a poder ponerte sandalias para bailar a la noche.

**

A la noche no tengo energía para nada. Poco después de los regalos, el brindis y la primera copa de sidra, acaparo unas porciones de turrón y me quedo dormitando en una reposera. Me saco las sandalias, tengo ampollas pero todavía no duelen. Pongo las plantas de los pies en el pasto, siento el cosquilleo y me acuerdo de la sensación del agua. Me acuerdo de que sé flotar y cuento con esa habilidad. Se acerca mi sobrina con paquetes en la mano. Me muestra unos juegos para armar, los deja en el pasto. Acerca otra reposera y se saca las sandalias ella también.

—Tía, ¿jugamos a mirar las estrellas?

—Dale, juguemos a que flotamos como las estrellas.

**

Hago un inventario con algunos lugares del año que se van. La casa en sombras. Las margaritas blancas y amarillas de un vestido con olor a estreno se deslizan entre la suavidad del algodón. Se acomodan en cada esquina del cuerpo teñido ya por otros saberes.

Una mesa recién lustrada. Sus mujeres, unidas por la misma sangre y no, brillan en conversaciones cruzadas, en viajes de mochilas y peinados desiguales, en cada carta que están por arriesgar.

Una notificación de despido y un ministerio en pleno enero. El gris en las paredes y los trajes, la opacidad de los vidrios, los pasillos superpoblados. Varias manos estrechadas bajo conciliaciones obligatorias.

La universidad. Los mismos pasillos color crema, las escaleras con riesgo de derrumbe, los baños siempre rotos, ahora inclusivos. Un cartel ofrece aprender inglés nativo en letras negras guiadas por un molde que, diez años después, no sirve.

Un quirófano. El locker, una bata celeste, un enfermero dice «cuidar». En la sala de espera, un televisor donde Julio Cortázar habla en blanco y negro. Las preguntas de rutina, el desfile del anestesista, la practicante, el cardiólogo. Al final, el cirujano, una música de fondo, agujas, un sueño frío.

Un bosque. Circuitos de acacias, eucaliptus, ginkgo biloba. Hortensias que estallan en celeste. Se respira humedad, pinos, maderas. Se huelen recuerdos en las hojas canson de un herbario infantil. Unos pétalos se secan entre folios pero otros se pudren y dejan una lección temprana: el aire debe circular.

Una ciclovía de aromas florales. Jazmines, tilos, rosas y lavandas enmarcan pedaleos a velocidad crucero. La mujer, el viejo, el chico, el Rappitendero, la deportista y la maestra se deslizan entre campanillas constantes. Un tiempo transparente que no frena en las esquinas.

Una terraza apenas dan las doce. Fuegos artificiales, el terror de un nene ante las explosiones, la sorpresa de una nena ante el brillo. Los gritos de él piden volver a salvo, la risa de ella habilita novedad por el nuevo año.


* Licenciada y profesora en Ciencias de la Comunicación. Es docente, periodista y escritora. Coordina el espacio de Escritura La Transformación. Publicó los libros «Fiestas Sísmicas» (2016), «Máscaras Indestructibles» (Colección Leer es Futuro, 2015), y «Muñeca Azul» (2019). «La educación acuática» es su nuevo libro, aún inédito, del que Revista Zigurat publica un adelanto.