*Por Pablo Dipierri y Mariano Juarez. El celular vibró por un mensaje de texto antes de las 10. “Murió Néstor”, decía la pantalla cuando Lucía la vio. Se magulló los ojos sin poder creerlo, prendió la tele y vio la placa roja. Lloró. Había militado en La Cámpora, pero se había alejado para sumarse a otra organización. Sólo atinó a golpear la puerta de su vecino Pancho. Fumaron y lloraron juntos.
La sorpresa, la consternación y la incredulidad, son todas sensaciones de aquel día. Había un pueblo que estaba sorprendido y dolido. En términos históricos, el 2003 estaba ahí nomás, a la vuelta de la esquina, sin embargo el país ya era otro. El desempleo, la crisis, los saqueos, las muertes en la calle y en las plazas, el hambre, la represión, los milicos indultados, el “que se vayan todos”. Esa trama ya era lejana, como si viniera de otro tiempo.
El celular vibró por un mensaje de texto antes de las 10. “Murió Néstor”, decía la pantalla cuando Lucía la vio. Se magulló los ojos sin poder creerlo, prendió la tele y vio la placa roja.
Tocó timbre en Picaflor 983, en el municipio de Temperley. No era kirchnerista pero la noticia le impactó cuando la vio en el videograph del plasma del living. Lo esperaban para hacer el censo. La familia que lo recibió desayunaba reunida, mientras el jefe de hogar preparaba el herramental para el asado del mediodía. Los cinco miembros, sin excepción, habían asumido su interés por los asuntos públicos desde el conflicto por las retenciones móviles y odiaban a Cristina Fernández de Kirchner. El asador era macrista por fascinación empresaria y fanatismo boquense, pero la encuesta se hizo con pesar y bajo la sombra de una pregunta: ¿Esa mujer va a poder sola?
“¿Qué va a pasar, boludo?”, le preguntaba uno de los pibes de la canchita a otro que iba a la Facultad y al que le pedía consejos cada vez que se acercaban las elecciones. “Ahora, más que nunca, el kirchnerismo sale para adelante como una topadora”, le contestó desde la intuición antes de que cualquier otro elemento de análisis. Una tribu de alta alcurnia, con mejor verba que proyecciones económicas, se zambullía en una guerra de primos por Facebook. “Lástima que se murió sin haber devuelto la que se llevó”, posteó uno. El ala peronista le saltó a la yugular. No habría, a partir de entonces, navidades ni cumpleaños concurridos durante muchos años.
Un dato significativo es que, a pesar de la tristeza, hubo festejos. Estuvieron los que celebraron esa muerte, casi como un regalo inesperado. Esa ceremonia era también un legado de quien acababa de morir. De eso había salvado al país. Del letargo profundo de la antipolítica. Ese era su mayor mérito. Después de mucho tiempo de retrocesos, el pueblo que ahora lloraba en las calles, había puesto la disputa política en el centro de la escena. Y cuando se transforman las condiciones de vida del pueblo, en ese mismo movimiento, se produce una división en la sociedad.
Un dato significativo es que, a pesar de la tristeza, hubo festejos. Estuvieron los que celebraron esa muerte, casi como un regalo inesperado. Esa ceremonia era también un legado de quien acababa de morir.
A los pocos minutos de que trascendiera la noticia sobre su muerte, el diario La Nación publicó un artículo firmado por el consultor político Rosendo Fraga “Sin Kirchner, Cristina puede asumir el poder”. El texto desató una ola de improperios, a favor y en contra, entre los foristas del portal. Desde Continental, Víctor Hugo Morales sacaba una entrevista tras otra con el testimonio en caliente de funcionarios y referentes del Frente Para la Victoria. Ya lo acusaban de kirchnerista, pero él, paciente, explicitaba una y otra vez su postura. El aire de la emisora transmitía la angustia del conductor y sus entrevistados.
De un lado y de otro de esa división que, con astucia enunciativa alguien nombró “la grieta”, la pregunta por la política apareció nítida, libre de culpa y cargo. Era imposible que no sucediera así. Las dudas sobre lo que vendría ante el vacío dejado por el “conductor” eran, al menos, comprensibles. Sin embargo, el 27 de octubre del 2010 no era un día de reflexisividades, era un día de sensaciones. Esta muerte no pasaría inadvertida para la política. Dicho de otro modo, no era un día para articular propuestas hacia el futuro, era un día para ver pasar las respuestas frente a los ojos. Sólo había que saber, y querer, verlas.
La tristeza empezaba a ganar las calles. Desde el mediodía se lanzaron rumbo a la Plaza de Mayo hombres y mujeres con ramos de flores o cartulinas con leyendas escritas a puro fibrón. Sindicalistas y dirigentes políticos, perplejos y compungidos, cruzaban llamados telefónicos entre sí. Jaime Durán Barba, en la intimidad, se asombraba de haberla pegado (mucho) con algo: durante la edición del libro “El Arte de Ganar”, había resuelto quitar una referencia que decía que el kirchnerismo perdería en 2011, salvo que se muriera Néstor Kirchner. “Porque nadie le gana a una viuda”, dicen que dijo.
La tristeza empezaba a ganar las calles. Desde el mediodía se lanzaron rumbo a la Plaza de Mayo hombres y mujeres con ramos de flores o cartulinas con leyendas escritas a puro fibrón.
Con la anticipación de la agenda periodística que prepara los terrenos que luego ensalza o destruye, en las redes y en algunos medios masivos de comunicación, se había estado hablando sobre el censo. Se había llegado a sugerir que no se permitiría la entrada de los censistas a los hogares. El censo, los censistas, los censados y la manipulación informativa, pasarían velozmente a un segundo plano. Los que se alegraron, jocosos, no tuvieron mayores problemas. Se quedaron en casa, rieron o escribieron en diarios de tirada nacional. Pero las mayorías estaban tristes. Muchos porque habían “bancado” al hombre que ahora partía; otros porque habían recuperado dignidad con él, otros porque habían adquirido derechos. Todos estaban consternados y sin saber qué hacer. Entonces, se hizo lo único que se podía: juntarse. El pueblo no es pueblo en la individualidad. El pueblo solo es pueblo cuando abandona la soledad a la que lo confinan los poderosos y ocupa el espacio público. Cada tanto es para rebelarse, como el día que caminaron a la Plaza para meter las patas en la fuente, y muy excepcionalmente para despedirse como cuando lloró a Yrigoyen, a Gardel, a Perón o Evita.
A media tarde, el conglomerado de agrupaciones que apoyaba al Gobierno se había dado cita alrededor de la Casa de Gobierno. Los ciudadanos seguían llegando sin más filiaciones que la identificación con las políticas oficiales. Sin la algarabía ni la masividad del aluvión que colmó la 9 de Julio y los alrededores en el itinerario dispuesto para los festejos del Bicentenario, miles de personas se acercaban hasta el vallado ubicado en la Plaza de Mayo y ofrendaban flores, fotos, carteles y lágrimas. La mítica pirámide de ese epicentro popular se convirtió en altar: cientos de velas iluminaban una noche de luto colectivo, homenaje desde la gratitud plebeya, a una fuerza póstuma emergería con un volumen insospechado.
Para el pueblo, el hambre, la alegría, el dolor son siempre colectivos, porque son experiencias vitales. Como no podía ser de otra forma, ese soleado y oscuro día, el pueblo comenzó a buscarse entre tanto desconsuelo y terminó caminando hacia la Plaza. Cada uno salió de su casa en soledad, caminó y en ese caminar fue encontrando a otros y a otras y en cada paso fueron más los que dejaron de estar solos. Lentamente, la plaza a la que nadie convocó, se llenó de gente abatida, de caras largas, de lágrimas y de abrazos sinceros. Y de repente, sin que nadie sepa cómo, empezaron los cánticos. El dolor y la tristeza seguían ahí, clavados, pero las lágrimas comenzaron a mezclarse con alguna sonrisa. Porque el pueblo supo, en ese mar de tristezas, que comenzaba a conjurar la muerte una vez más. Al tiempo que lloraba a un líder, veía nacer un mito. Y eso siempre es motivo de esperanza
*Pablo Dipierri y Mariano Juarez son Licenciados en Ciencias de la Comunicación y maestrandos en la Maestría en Comunicación y Cultura (UBA).
Fotos: Tony Gomez, Exagencia DYN.