El solo de las pibas que no están solas

Por Marcela Garavano* y Andrea Mallimaci**

En los últimos años el movimiento de mujeres en Argentina, marchando en las calles, encontrándose en las redes, peleando espacios en los medios, vino para cambiarlo todo. Porque el todo del que surge era ambiguo, y parcial, y sesgado, y desigual. Por eso, parte de su lucha y su potencia es haber roto fundamentos del sentido común para levantar la empatía entre las mujeres como piedra fundante. Hacer de las experiencias individuales de muchas la construcción de un sentido más amplio y colectivo para todas. Así, con el respaldo implícito de ese colectivo amplio, mutante y diverso las mujeres deciden hablar, contar, decir aquello que antes no podía ser dicho.  Yo te creo, hermana. Nos tenemos. Ya no estás sola. No nos callamos más. Me too. Los modos que tiene para decirse la unión de las mujeres para dar pelea frente a todo lo que se quiere cambiar.

Las violencias denunciadas contra las mujeres aparecieron en varios frentes, pero muchos de los testimonios de los últimos meses denuncian abusos de músicos y bandas de rock. Frente a la seguidilla, la respuesta fue automática: ¿Otra vez? ¿Otra más?. La lista es interminable y más abierta que nunca. Tan grande que enumerarla significaría caer en errores. Si bien cada testimonio tiene sus matices y particularidades, la mayoría coinciden en un gesto trascendental: se trata de mujeres que se enfrentan a una reflexión sobre comportamientos que naturalizaron en algún momento de sus vidas, en general cuando eran más chicas y casi siempre respecto a un varón que idolatraban, de las que eran fan. Lo asimétrico derivado de la adoración de la mujer al varón es una de las constantes de los relatos. Un vínculo que todas las mujeres que alguna vez transitamos las calles, las universidades, el rock, el periodismo o el campo que fuere, vivimos en nuestros cuerpos. La idea del hombre adorado, casi siempre mayor, que elige entre sus múltiples posibilidades, que marca con el dedo a la suertuda que quizá podrá gozarlo. Una práctica naturalizada, cargada de violencia, que empieza a ponerse en duda.

Lo asimétrico derivado de la adoración de la mujer al varón es una de las constantes de los relatos. Un vínculo que todas las mujeres que alguna vez transitamos las calles, las universidades, el rock, el periodismo o el campo que fuere, vivimos en nuestros cuerpos. La idea del hombre adorado, casi siempre mayor, que elige entre sus múltiples posibilidades, que marca con el dedo a la suertuda que quizá podrá gozarlo. Una práctica naturalizada, cargada de violencia, que empieza a ponerse en duda.

El desafío de reflexionar sobre estas historias que se nos repiten una y otra vez nos impulsa a repensar a las mujeres como sujeto social, político, económico, cultural y al movimiento que conformamos como sujeto colectivo emergente. Porque en esta transformación en la que las mujeres nos repensamos, también se ponen en cuestión los múltiples, numerosos y diversos espacios donde las relaciones de poder nos dejan del lado de quienes pierden. Y en esos espacios las relaciones se redescubren como abusivas, violentas, desiguales. Prácticas y relaciones que durante mucho tiempo fueron naturalizadas, consideradas parte constitutiva de los entornos donde sucedían.

Las expresiones culturales normativizan nuestros cuerpos, nuestros anhelos, las cosas que soñamos, los amores que buscamos, las violencias que permitimos. Nos enfrentan a una suerte de hoja de ruta hacia el éxito, en la que mejor nos va a ir cuanto más buenas estemos, más calladas nos quedemos y menos problemáticas nos presentemos.  El rock es un consumo cultural que se enmarca en una gran caja de sentido que atraviesa los estilos musicales y la propia música. Cada campo tiene sus reglas de legitimación que responden a normas que detentan el poder que nadie dice y tampoco cuestiona. La buena chica del rock es potente pero callada, se la banca y no cuestiona. Tiene aguante y por eso no hace escándalos. Minitas, musas, acompañantes, grouppies, aduladoras y a cococho.

Hemos estado expuestas desde niñas a consumos que replican estructuras sociales y políticas donde los hombres mandan, ganan más, mueven más gente, venden más discos, hacen mejor arte. Pues bien, no se trata de un apología de abandono de los ídolos, más bien de darle paso a la posibilidad de poner en duda la conmoción, casi como desprendernos de una parte de nosotras mismas, para permitirnos experimentar con nosotras. Quizá podemos rescatar la propuesta fenomenológica que trae implícito el feminismo en la revisión, en el re-pensamiento, en el nuevo registro propuesto para los cuerpos y sus experiencias.

Hemos estado expuestas desde niñas a consumos que replican estructuras sociales y políticas donde los hombres mandan, ganan más, mueven más gente, venden más discos, hacen mejor arte. Pues bien, no se trata de un apología de abandono de los ídolos, más bien de darle paso a la posibilidad de poner en duda la conmoción, casi como desprendernos de una parte de nosotras mismas, para permitirnos experimentar con nosotras

Que el rock es chabón lo supimos siempre, pero los datos que lo confirman llegaron hace poco. El sitio Rockandball compartió este 2018 datos relevantes que vinieron a confirmar algunas intuiciones: en los festivales que analizaron la participación de mujeres artistas fue  del 4,7% y del 10,34%. Las grillas y los escenario del rock son de los hombres.

A comienzos de este año, Celsa Mel Gowland, ex-vicepresidenta del INAMU -Instituto Nacional de Música- convocó a un espacio de debate y puesta en común de mujeres vinculadas a la música. Fue el surgimiento del colectivo Por Más Músicas Mujeres en Vivo. Desde allí, llevaron a cabo el relevo de 46 festivales de distintos géneros en nuestro país donde también confirmaron la disparidad: el promedio de participación de mujeres es menor al 15%. Pero es en los festivales de rock donde los números visibilizan una mayor desigualdad: allí la participación de solistas mujeres o bandas lideradas por mujeres es menor al 5%.

Lejos de conformarse con una lectura adversa de la realidad, estas mujeres decidieron trabajar para transformarla. De este espacio surgió el Proyecto de Ley llamado “Por más músicas mujeres en vivo” que cuenta con el apoyo de más de 700 artistas y fue presentado el 16 de octubre por senadora Anabel Fernández Sagasti (FPV – PJ) en nombre del colectivo de artistas mujeres. La ley, que exige un mínimo de 30% de participación de propuestas femeninas en cada evento, busca modificar una doble inequidad: artística-cultural por un lado, ya que restringe los espacios de mujeres para expresarse a través de su música y, fundamentalmente,  económica, ya que se trata del derecho de las mujeres de acceder al trabajo e igualdad de participación en espacios de su profesión. Pero también la ley apunta a revisar el entramado simbólico-cultural sobre el cual se naturaliza que las mujeres sean excluidas de espacios “para los hombres”. Es justamente allí donde las visiones femeninas del mundo, múltiples y diversas, sus melodías y sus líricas son necesarias para contar las violencias e injusticias que nos atraviesan.

 

Pero también la ley apunta a revisar el entramado simbólico-cultural sobre el cual se naturaliza que las mujeres sean excluidas de espacios “para los hombres”. Es justamente allí donde las visiones femeninas del mundo, múltiples y diversas, sus melodías y sus líricas son necesarias para contar las violencias e injusticias que nos atraviesan.

 

¿Se trata entonces de abandonar los campos y espacios del rock, las colas por entradas, las esperas ansiosas de discos de las bandas de sonido de nuestras vidas?. Quizá la respuesta nos desafíe a pensar más en aperturas antes  que en clausuras o abandonos. Porque nos queda por delante que lo femenino salte del campo al escenario, que las mujeres dejemos las gradas para tomar la voz, el canto a capela desde la pseudo-pasividad expectante para marcar el pulso del propio rock. Tal vez no se trate de matar a los ídolos, ni abandonarlos, sino en construir desde los escenarios, y  los discos, y las oficinas, y las productoras nuevas formas de liderazgo, con más empatía y admiración que idolatría. Y también, nos quedará repensar nuestros consumos para elegirnos como primer paso para legitimarnos. Leernos, escucharnos, compartirnos, llenar estadios y bares que nos anuncien en marquesinas como prácticas para la resistencia y la transformación, como modos concretos de confirmar que nos tenemos. 

 



* Marcela Garavano es licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA) y maestranda en servicios de comunicación audiovisual. Realizó curso de posgrado en Gestión Cultural y Comunicación en FLACSO. Es escritora, se desempeñó como consultora y actualmente trabaja en comunicación en el ámbito público.

**Andrea Mallimaci es licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA), becaria doctoral (UBA) y docente en la materia Derecho a la Información (UBA-FSOC) y de la materia Comunicación Política (UCES). Es también consultora en comunicación y colaboradora en diversos medios.