El maldito Spinoza y los afectos

Por danimundo*

“tampoco es pequeña la distancia entre el gozo que domina a un ebrio y el gozo que posee un filósofo”

E, III, 57, esc.

I. No me resulta fácil escribir sobre Baruch Spinoza. Es un maldito que no deja de engañarme, tentándome y sustrayéndoseme cada vez. Además, ¿qué puedo decir de nuevo yo, un simple lector, sobre alguien sobre el que ya se escribió casi todo —aunque reste aún tanto por escribir? Este ensayo no tratará, entonces, de explicar algo aún no explicado de la intensa obra de este judío impío. La cosa va por otro lado. Me apropiaré de él en una lectura inapropiada. Lo voy a leer como ex filósofo que soy.

Para mí Spinoza se convirtió en la gran vedette filosófica de estos tiempos aciagos que nos tocó en suerte. Está en su momento de estrellato. Esto no significa, por supuesto, que Spinoza no sea efectivamente el gran filósofo que previó como ningún otro los tiempos que nosotros estamos viviendo, creando una filosofía inédita que durante siglos estuvo encasillada en un rincón medio prohibido, y que ahora disfruta de las luces del show. Con una vida marcada por pocos acontecimientos, en un momento histórico bisagra, en el corazón del imperio y con una obra casi inextricable (por lo menos para mí), mutó de ser el filósofo censurado y tildado de inmoral y maldito, a ser el primer filósofo en la historia en comprender que el cuerpo y la mente son una misma cosa, atributos —dice él— de una sustancia que es infinita, y que llama Dios o Naturaleza —yo, más prosaico, la concibo como la misma realidad. Se me hace difícil escribir sobre él básicamente por la influencia que tuvo y tiene su vida y su obra en mi vida: quizás devele cuestiones que no sé si quiero revelar. Para mí la Ética fue casi un manual de autoayuda y sobrevivencia, y la vida de Spinoza, un modelo a tener presente.

Confieso que no lo descubrí por la increíble lectura que hizo de él el otro genio de Gilles Deleuze, pero sin duda lo entendí de un modo que a mí me gusta gracias a él (siempre recuerdo un seminario de Diego Tatián en el que éste decía que para leer a Spinoza había que dejar de leer las interpretaciones de Deleuze; tenía razón, pero…). Yo lo había leído en esa edición que poblaba la avenida Corrientes durante las Segundas Invasiones Españolas, en la década de 1980, y no entendí nada. Nada. La primera vez que lo leí tendría veintipico de años y lo leí como se lee a cualquier otro filósofo, de adelante para atrás y de arriba para abajo. Con Spinoza aprendí a remar una idea: a darle y darle para adelante no importan los atolladeros que se interpongan. Después me di cuenta que lo podía leer de otro modo y practiqué la lectura que me enseñó Rayuela, la novela de Julio Cortázar que tanto mal me hizo en la adolescencia: la llamo lectura zigzagueante, caprichosa, sin orden, como si se tratara de aforismos a veces, a veces con la rigurosidad de un monje zen, a veces llorando por mi incapacidad absoluta de leerlo en latín.

Spinoza me ayudó a desmitificar muchas cosas, entre ellas las lecturas correctas y los jueguitos de traducciones eruditos, aunque parezca mentira. Fue Spinoza el que habilitó que me auto percibiera como ex filósofo, con todas las contradicciones e inversiones que esto acarrea. ¿De qué vale un título? Un título vale, por supuesto. Implica esfuerzo, dedicación, constancia. Lo que no vale es que ese título instituya una diferencia entre el que escribe y el que lee, el que habla y el que escucha, que convierta al diálogo en una transmisión de ideas unidireccional. Esa comunidad de libertinos que Spinoza frecuentaba, ¿no deseaba acaso destituir esa forma tradicional de relacionarse, aún vigente, entre los señores del saber y los plebeyos iletrados? No es que yo sea un plebeyo iletrado, pero en los asuntos del pensamiento tampoco me gusta defender las jerarquías, aunque sea a costa de mi autoridad. Me siento fiel a Spinoza en este modo o forma de ser. No soy iletrado, pero soy un ignorante.

En mi interpretación de segunda mano de este genio del pensamiento, considero que Spinoza es uno de los grandes inauguradores de la Época Moderna, solo que si Descartes, Hobbes y Rousseau (los verdaderos maestros de ceremonia) transitaban por los carriles de la autopista del poder, Spinoza lo hacía por la vía colectora. Implicaba casi un saber de conjurados. Para corroborar esto basta tener algún conocimiento del celo y la cautela con los que Spinoza cuidaba sus publicaciones. Dentro de este cuidado se halla su uso del latín en el momento en el que el latín dejaba de ser la lengua franca del conocimiento y moría porque mutaba la forma misma del poder. Spinoza trazó las líneas directrices de un ejercicio del poder que no perdieron actualidad, una democracia directa que se acercaba al modelo griego, solo que sin esclavos y en la que todos los ciudadanos participaran. En esta democracia la libertad de expresión era fundamental. No es la democracia que se terminó instituyendo, obviamente. Para decir la verdad, tal vez sea imposible que se instituya alguna vez. Habría que vivir sin miedo, confiando más en el otro que en uno mismo. Pero ¿a qué otro nos referimos cuando hablamos del otro? ¿Qué grado de peligrosidad acarrea ese otro? Además, el individualismo, el egocentrismo y el narcisismo son características fundamentales de la subjetividad en la Época Moderna, profundizada en nuestra sociedad tardocapitalista. El otro tiene que ser racional, limitar sus afectos, que son perturbadores, pues el deseo individual de autorrealización choca con los principios del orden social —orden social que en la postmodernidad desplaza los afectos por la imagen de los afectos, los sentimientos por la imagen de los sentimientos, y así, duplicando la realidad y fragmentando al individuo.

Es cierto que la época que Spinoza inauguraba llegó a su fin, vivimos en un mundo postmetafísico y tardocapitalista, aunque nuestra mente aún esté formateada por las dicotomías clásicas de la metafísica: cuerpo y alma, verdad y mentira, materia y espíritu, etc. Sin embargo, las ideas de Spinoza siguen vigentes (son más vigentes que nunca), pues al tiempo que demolía los fundamentos del pasado, de casi toda la historia conocida de la filosofía, también demolía los del futuro. La Época Moderna profundizó el enfrentamiento y la distancia entre nuestro cuerpo y nuestra mente, así como acrecentó los mecanismos de engaño y las máquinas de terror. No basta con saber leer y escribir para no ser engañados, tendríamos que aprender a decodificar imágenes y comprender nuestras percepciones, leer entre líneas, interpretar los silencios, invertir los significados, en fin, volvernos especialistas en el arte de la interpretación existencial. Y ni aún así habría garantías de nuestra lectura o percepción. Mientras Descartes construía los cimientos de la nueva sociedad moderna, Spinoza elaboraba la crítica a esa sociedad que todavía no existía, diagramando un futuro que es nuestro presente.

Spinoza mutó de ser el filósofo censurado y tildado de inmoral y maldito, a ser el primer filósofo en la historia en comprender que el cuerpo y la mente son una misma cosa, atributos —dice él— de una sustancia que es infinita, y que llama Dios o Naturaleza —yo, más prosaico, la concibo como la misma realidad.

No creo equivocarme si llamo a Spinoza el filósofo de los vínculos, las relaciones o la comunicación —Deleuze lo catalogó como el filósofo de la expresión, tiene un libro muy difícil con ese título; para mí el término expresión lleva a equívocos, porque no se trata de expresar algo que existiría con anterioridad a su manifestación o aparición. Somos en relación, provenimos de ahí. En la Realidad todo está relacionado. Imaginar a la sociedad como un entramado de relaciones que se influyen mutuamente hoy resulta fácil con el desarrollo exponencial de la técnica o los medios de información de masas. Spinoza lo pensó inmerso en una sociedad que se movilizaba con carros empujados por animales o seres humanos. Ahora bien, si Spinoza es el filósofo de los vínculos, esos vínculos no repercuten en cualquier lado. Repercuten en el nivel originario de nuestra existencia: los afectos.

II. La filosofía y el sentido común hegemónicos aún hoy suelen concebir a la comunicación como una relación entre sujetos que existen antes o después de los vínculos, Spinoza no. Para Spinoza primero está el vínculo: solo somos en relación. La ciencia investiga y explica estados, no movimientos o transformaciones, que es lo que se propuso meditar el ex judío. La nuestra, la sociedad de la información, la sociedad del Smartphone, es la sociedad de los vínculos. Después debemos preguntarnos qué significan o cómo son esos vínculos, sin engaño y sin esperanza, de modo realista. Allí entenderíamos en parte lo que está ocurriendo en nuestra sociedad. No se trata de festejar la comunicación por la comunicación ni tampoco rechazar nuestra matriz social en sí; habría que investigar la naturaleza o forma de esa comunicación. Esa comunicación es contingente. Spinoza es muy claro en esto: somos sólo en situación, la comunicación nos antecede, somos el producto momentáneo de su devenir. De aquí su cuestionamiento a la idea del libre albedrío y la posibilidad de autonomía del individuo: somos heterónomos por naturaleza. Nos determinan múltiples causas. Somos siempre efectos de acciones exteriores o interiores que nos afectan. Porque Spinoza hizo algo más que criticar este antropocentrismo tradicional, reivindicó una “cosa” que hasta ese momento y durante varios siglos después siguió siendo totalmente despreciada e insignificante: el cuerpo. Podríamos decir que el lugar originario de nuestra comunicación con el mundo es el cuerpo, o para ser más precisos: los afectos, la carnadura viva del cuerpo, que ya no es un objeto ni una propiedad del yo pienso. Así fue como Spinoza acabó casi contemporáneamente a Descartes con el método dualista que éste instituía.

Eso sí, la famosa frase que hoy repetimos todos (el primero en repetirla sin pronunciarla fue el gran filósofo Donatien Alphonse Francois de Sade; el segundo, Friedrich Nietzsche): “nadie sabe lo que puede un cuerpo”, hay que interpretarla con rigurosidad y no creer que porque la repetimos sabemos lo que efectivamente puede un cuerpo. Tampoco es que no sepamos nada de las potencias del cuerpo, menos hoy que no solo el cuerpo fue fragmentado y a cada fragmento se le asignó una ciencia especializada, sino que también esos saberes del cuerpo que no se ubican en ningún lado, que no tienen ningún órgano donde encarnar ni una zona donde se desplegarse, ese sentido para-corporal que llamamos afectos y sentimientos, también estos han sido capturados y reprogramados por un capitalismo “sensible” que los convirtió en una mercancía más.

III. Tal vez si leyera alemán de corrido entendería mejor a Heidegger (también podemos preguntarnos qué significa “entender mejor”), pero ya no acepto la excusa de que si no sé alemán de corrido no puedo leer a Heidegger. Lo que es flagrante en el Caso Spinoza: sólo tendrían derecho a hablar de él los que lo leyeron en latín. ¿Por qué escribió en latín y no permitió que se tradujera su obra a otro idioma, él que defendía la libertad de expresión y las lenguas populares? La respuesta obvia es para “salvarse” de la censura y la persecución, que lo acosó desde su famosa expulsión de la comunidad judía en 1656 hasta más allá de su muerte. La cautela fue una de sus grandes consignas. Hoy los filósofos somos personas totalmente inofensivas con enunciados que se consumen masivamente y que se pretenden incendiarios: no asustan a nadie. Ser cauto o ser escandaloso resulta ser lo mismo, pues somos insignificantes. No hacemos daño ni somos peligrosos. En esta sociedad de la comunicación generalizada que supimos construir, ¿dónde se escucha lo que no deseamos escuchar? ¿El discurso filosófico puede decir lo mismo que el discurso publicitario? Vivimos hechos atroces, pero ¿dónde está el discurso filosófico que los esté pensando? Ni alarma ni rechazo. Tampoco estoy diciendo que mi discurso lo haga, obviamente, y hay pensamientos que están tratando de comprender nuestra ontología y nuestra política. Sobreviven en guetos, lejos del poder.

No se sabe fehacientemente por qué se lo excomulgó a Spinoza, y por qué se lo hizo con la virulencia con la que se lo hizo, a él que andaba por los veintipico de años y todavía no había escrito una palabra. Hay varias hipótesis dando vueltas: que sí hubo un texto escrito por el joven Spinoza que se perdió y que habría inflamado los ánimos de los rabinos; que la comunidad judía estaba enviando un mensaje a Londres para que Inglaterra volviera a aceptar a migrantes judíos; que la comunidad quería disciplinar a su tribu y le vino bien este joven díscolo discípulo de Francis van den Enden, etc. Improbables todas. Tatián tira una interpretación hermosa en alguno de sus muchos textos. Pregunta: ¿y si él hubiera “deseado” ser excomulgado? ¿Si consciente o inconscientemente advirtió la necesidad de no pertenecer a ninguna “comunidad”, y menos que nada a una comunidad cerrada como la de los judíos en Ámsterdam? Sería improbable que los rabinos antes de tomar semejante decisión no se lo hubieran advertido, y que él hubiera decidido no hacerles caso y vivir en la auténtica intemperie que supone la vida de un filósofo. La vida a la intemperie es una vida solitaria. Una vida solitaria no significa que no se tenga amigos, al contrario, Spinoza tuvo varios amigos, algunos muy importantes —vivió, de hecho, de pulir lentes y del dinero que le pasaban algunos de ellos. Lo que no podés tener es el resguardo que da cualquier “iglesia” (iglesia, obviamente, en sentido amplio del término: una iglesia propiamente dicha, un partido político, una escuela, una ideología, una universidad, un gremio, una pareja, cualquier institución). El que vive en una “iglesia” no sabe lo que es la soledad, el abismo de silencio y sombras que se abre cuando se está solo, del que escapamos haciendo matches de arañas o mandando mensajes por una app. Se sabe un solo intento de Spinoza por acercarse a una mujer, que lo rechazó.

Con respecto a la pareja, no se sabe, yo no sé si tuvo algún contacto carnal con alguien, si alguna vez practicó el sexo. No sé tampoco qué pensaba de las prostitutas que sin duda veía cuando atravesaba el aún hoy famoso Barrio Rojo de Ámsterdam. En aquella época el sexo no era tan importante como lo fue en la Época Moderna, y que hoy está dejando de serlo. Si hago hincapié en las relaciones afectivas o amorosas de Spinoza es porque para mí allí se incuba un sentido aún no explorado, tal vez inexplorable, de su pensamiento, sabiendo como sabemos la importancia que le otorgó a los afectos, en un sentido amplio, como el amor, el odio, la envidia o los celos.

IV. Es muy significativa y actual la posición que para Spinoza debe ocupar el filósofo en la historia de las ideas, así como en la historia política: el margen, el rechazo del reconocimiento, o mejor dicho, cierta indiferencia hacia el reconocimiento, en el mejor caso el anonimato. Si Spinoza pensaba contra alguien, era contra los teólogos y los dogmáticos que se aferraban y se aferran aún hoy a un libro o una creencia como si allí anidase la verdad —tal vez hoy la obra de Spinoza se haya convertido en este tipo de Libro. Cuando el filósofo se vuelve el consejero del príncipe, suele terminar en la defensa de una dictadura, cosa que ocurrió en la antigua Grecia tanto como en la Alemania nacionalsocialista.

Si Spinoza pensaba contra alguien, era contra los teólogos y los dogmáticos que se aferraban y se aferran aún hoy a un libro o una creencia como si allí anidase la verdad —tal vez hoy la obra de Spinoza se haya convertido en este tipo de Libro.

Spinoza se ubica en otro lugar. Porque es cierto que él estuvo muy cerca del poder en uno de los mejores momentos en la historia de los Países Bajos en general y de Ámsterdam en particular. Spinoza estaba muy orgulloso de ser amstelodano, de hecho firmó su único libro publicado en vida con el dato de que era un ciudadano de Ámsterdam, en ese momento con poder suficiente como para jaquear a las otras potencias. Ese proyecto de una democracia radical fracasó, y sus líderes terminaron sus días linchados por una turba de vecinos, “buenos” vecinos, vecinos normales. Son esos vecinos “apolíticos” los que se volvieron los verdaderos actores de nuestra democracia.

V. Como ya dijimos, Spinoza planteó que entre la mente y el cuerpo no hay diferencias. Cada uno es un atributo de Dios o la Naturaleza. OK. Estos dos atributos son los que los seres humanos y el resto de los entes conocen, pero Dios o la Naturaleza posee infinitos atributos. En mi interpretación, acá Spinoza está planteando algo que recién descubriríamos en su plenitud con un movimiento de filósofos contemporáneos que podemos reunir bajo el nombre de Triple O: Ontología Orientada a Objetos (otros la llaman Realismo Especulativo). Para esta filosofía hay que destituir el antropocentrismo y empezar a elaborar una representación de la realidad en la que ya no hay centro ni periferia, y donde todos los objetos, cualquier ente (una roca, una mesa, un animal, un vegetal, etc.), tiene derecho a plantear una perspectiva propia para comprender el mundo. Es cierto que llegamos a elaborar este pensamiento en el momento en el que todos los objetos han sido arrasados, invadidos, intervenidos, los humanos los primeros que todos. En otras palabras, el ser humano no es el principio ni el fin de la evolución de la vida. Si consideramos estas perspectivas exotéricas entendemos por qué Spinoza escribió que la realidad tiene infinitos atributos, aunque los humanos solo podamos conocer dos. Para estos filósofos postmetafísicos el ser siempre es y solo es en relación, lo que acaba con nuestra tendencia a imaginarlo como una sustancia independiente. Esto, como ya lo dijimos, lo había pensando hace siglos Spinoza. Parece un dato menor, pero es fundamental. Es la manera de empezar a desmitificar ciertos presupuestos que nos forman: nada es en sí, todo depende de los vínculos y las relaciones. De lo que debemos cuidarnos es de seleccionar las relaciones en las que entramos o escapamos. Cuidar que esas relaciones aumenten nuestra potencia de ser, es decir de vincularnos, o que nos hagan el menor daño posible. Qué mejor objetivo para una sociedad que llamamos Sociedad de la Comunicación o de la Información.

En el momento histórico de Spinoza, los enemigos que no permitían pensar de este modo e imponían la idea de un Dios trascendente hecho a imagen y semejanza de los seres humanos eran los reyes y su cohorte de teólogos. Si bien aún hoy ese dios trascendente y Bueno domina la imaginación del sentido común, a nivel conceptual se desdibujó hasta perder realidad. Dios ya no es un problema ontológico. O mejor dicho: el problema es que no podemos representarnos en qué se transformó ese Dios (¿el Dinero? como profetizó Marx, ¿la Electricidad?, como podríamos imaginarlo con McLuhan), pues la nuestra no es una sociedad atea, es una sociedad que cree en un montón de cosas. La idolatría, que abarca desde líderes carismáticos hasta genios de cualquier especie, es una forma de relación muy vigente, a pesar de haber conocido el ocaso de los ídolos. No basta con desentrañar lo que Spinoza nos está tratando de decir, ni mucho menos de repetirlo. Se trata de actualizarlo porque la guerra contra la superstición no perdió nada de actualidad, solo que cambió de ropajes y figuras. Nos creemos más libres que en la época de Spinoza, más informados, pero las diferencias de autoridad, el engaño y el miedo siguen vigentes. Nos seguimos autodisculpando y echándole la culpa al otro. ¿O acaso no vinimos a esta vida para ser felices?

VI. ¿Quién dudaría de nuestra libertad? ¿No somos nosotros los que controlamos el control remoto de la TV? Este es uno de los grandes mitos que comparte nuestra época con la época de Spinoza. Acá Spinoza es de una actualidad aplastante. Todos nos sentimos libres y capaces de decidir de una manera casi absolutamente autónoma. Ya no tememos a Dios y los castigos del Más Allá, ok, pero porque seguimos siendo castigados en esta vida: es increíble cómo los seres humanos se esclavizan luchando por su libertad. Bajo el imperativo de la felicidad es muy difícil ser feliz. Aún creemos que el ser humano es un imperio dentro del imperio y que su poder es autónomo. Error, declara Spinoza. Nada ni nadie es autónomo, salvo la única causa en sí, que él llama, como ya dijimos, Dios o Naturaleza. Ser libre es atenernos a un orden. Y el orden se instituye bajo el poder de una idea. Nuestra libertad sigue siendo uno de los grandes mitos de nuestra sociedad democorporativa. Y Spinoza, uno de los pensadores más causalista que yo haya leído, lo que choca de frente con esta idea de libertad y libre albedrío que manejamos usualmente. Esta idea ingenua es tan potente como la que sostiene que es nuestra mente la que gobierna nuestro cuerpo. Enfrentarme a esto todavía hoy me provoca cosas. No solo un descentramiento del yo, una necesidad de suspender el supuesto poder del yo (que es una ficción) para imaginarlo desde otra perspectiva, sino también por que lo que solemos llamar azar es el producto de nuestra pereza por no querer investigar, no lo que sucede, que es banal, sino la causa de lo que sucede, pues todo en el universo es efecto de una causa —salvo una única cosa. Era causalista pero no determinista, más bien al contrario, sus planteos están abiertos a la contingencia de los encuentros como no lo están en ningún otro filósofo. Visto anacrónicamente desde hoy parece una obviedad, aunque sigamos atrapados en ese antiguo imaginario metafísico. La libertad podría ser conceptualizada como el conocimiento de la necesidad que nos afecta y la conformidad con ella, de tal modo que esta necesidad nos ayude a incrementar o por lo menos mantener nuestra potencia de pensar, actuar y hablar, y no disminuirla. Se trata de organizar composiciones. ¿Con quién y con qué me relaciono, y cómo lo hago? Es decir, ¿qué afectos ponemos en juego? Pregunto esto sabiendo que no es a partir de nuestra decisión consciente ni por nuestra voluntad que podremos “elegir” esos afectos. Acontecerá más allá de ellos. Ellos, los afectos, deben acompañar lo que acontece, que por lo general no son acontecimientos que “nos gustan”: pueden dañarnos o potenciarnos.

Lo que le interesaba a Spinoza era dar cuenta de la realidad, y la realidad es un atado de relaciones en el que no hay nada (salvo una única cosa) que no sea causado por otras cosas. No hay ente autónomo (salvo la Naturaleza o la Realidad), todo ente o individuo (el término “individuo” no remite solo al ser humano, remite a cualquier cosa que sea parte de un todo en el que está inserto; lo llamo con Heidegger “ente”) es un nudo en una malla de relaciones de la que nada ni nadie puede escapar. Lo que los humanos consideramos usualmente como libre albedrío y libertad constituyen autoengaños, porque cada decisión que uno toma y cada hecho que concreta es el efecto de una causa que hay que develar. Hay un psicomaterialismo en Spinoza. A él le interesaba que investiguemos esas causas y las ideas que encarnaban. Para investigar esas causas hay que ascender en el conocimiento. Spinoza meditó tres tipos de conocimientos, el más básico para él es el que está dominado por la imaginación —escribo “para él” porque creo que entre su época y la nuestra la imaginación fue cambiando de significado filosófico, por ejemplo, el lugar que ocupa en la tercera de las Críticas kantianas, la Crítica del juicio, donde forma parte del mecanismo de la facultad de juzgar. Cuando depuramos ese conocimiento y logramos ascender, llegamos a un tipo de conocimiento racional en el que empezamos a vislumbrar las causas de los efectos que nos afectan. Este nivel de la razón está acosado si no fue capturado por la lógica instrumental, es decir la lógica técnica que usa la razón para vincularse con el mundo. Pero aún hay otro tipo de conocimiento superior, un tercer tipo difícil de representar, pues es intuitivo, y está formado o echo de otra manera singular de utilizar la razón. Me gusta representármelo como un tipo de razón en la que ésta no se diferencia de la palabra, el gesto o el acto en el que encarna, así como en el músico no hay una representación mental de la partitura que traduce en movimientos de los dedos con los que organiza la audición: todo es uno. En mi errada interpretación se trata de evitar los conflictos y tener el temple de ánimo adecuado para enfrentarlos cuando acontezcan, porque tarde o temprano acontecen. Ahora bien, Spinoza en esto me parece muy claro. Si bien la crítica o el pensamiento se elabora en soledad, solo se concreta cuando se expresa, es decir, asume sentido cuando se hace público, cuando se hace común. Siguiendo a Spinoza me atrevería a decir que no hay pensamiento antes de su comunicación, y que el diálogo silencioso entre el yo y el sí mismo que planteaba Platón como figura del pensar, implica entre uno y otro una relación de exterioridad. Ya no hay unidad. No es uno el que piensa. Somos, si somos algo, una multitud de afectos, es decir de relaciones.

VII. Lo cierto es que a mí me gusta leer a Spinoza de manera regular, en cualquier momento, leo trabajos sobre él como no leo sobre ningún otro pensador, tengo la Ética en mi mesa de luz y la llevo a mis viajes como si se tratara de un libro religioso que leo con devoción, y sin embargo siempre sospecho que no lo entiendo. Lo entiendo, bah, algo entiendo (como decía Nietzsche: cuando salimos a cazar siempre volvemos a casa con algo), pero no lo entiendo como un lector académico que llena el texto de pies de página y referencias de otros comentadores, que dan de cada concepto dos, tres o más traducciones sutilmente diferentes —lo que por otro lado me fascina mal. Encarno lo que Deleuze llamaba una lectura de analfabeto. Lo entiendo como un lector ingenuo que tiene intereses filosóficos que cree interpretarlo en un sentido spinozaniano, es decir no académico, apropiándomelo y haciéndole decir cosas que repercuten en mi vida, que cambiaron mi vida. Si insisto en esta diatriba contra la academia, que hoy se ha apropiado de nuestro pensador, no es solo porque Spinoza rechazó pertenecer a esa élite que tiene asegurado el sueldo a principios de mes al precio de renunciar a algunos pensamientos y a algunas formas de pensar; la academia hoy es infinitamente más tolerante (y masiva) que en la época de Spinoza, obvio, pero eso mismo es lo que le impide visualizar sus propios límites y autoproyectarse como universal. ¿Cuáles son esas cosas que la academia, es decir el conocimiento organizado, impide o “prohíbe” pensar hoy? La ciencia no piensa, repetía Heidegger. Habría que ver si en la postmodernidad lo hace la misma filosofía, que o se encierra en el claustro de la universidad, o aparece brillante en la tele. Pensar es otra cosa. Aunque yo no tenga idea de que es.

La ciencia no piensa, repetía Heidegger. Habría que ver si en la postmodernidad lo hace la misma filosofía, que o se encierra en el claustro de la universidad, o aparece brillante en la tele. Pensar es otra cosa. Aunque yo no tenga idea de que es.

VIII. Uno de los tópicos más repetidos en las interpretaciones de Spinoza es el de los afectos alegres y los afectos tristes. Me encanta esa simplificación insuperable, la entiendo con facilidad, y justamente por eso me parece peligrosa. En una realidad donde no existe nada aislado, donde cualquier cosa es porque está relacionada con otras, plantear como barómetro para valorar esa relación a la alegría, que incrementa nuestra potencia de actuar, decir y pensar, es decir de relacionarnos; o a la tristeza, que la disminuye, resulta genial. Y peligroso. Hay que recordar que es cuantitativa la ecuación, y física. Corporal, no psicológica. Ahora bien, como todo el mundo repite la fórmula a diestra y siniestra, y yo la entendí fácilmente, me obliga a sospechar cuáles son los referentes reales de estos dos conceptos, de los conceptos de alegría y de tristeza. Porque hay pocas consignas que formen parte del núcleo duro de nuestra religión postmoderna como la búsqueda o el deseo (en sentido vulgar de la palabra) de la felicidad, y el rechazo de la tristeza —una de las religiones de la postmodernidad es el Hedonismo, una forma mezquina del hedonismo, en verdad, que trabaja con placeres empaquetados y goces envasados al vacío. Se relaciona con lo que se llama críticamente la estetización de la vida, convertir la vida en una obra de arte. La estetización de la vida es uno de los rasgos que se le imputa a las condiciones de vida postmoderna o tardocapitalista. Concebir la vida como obra de arte, disfrutarla y gozarla, “crearla”, modelarla. ¿No era eso lo que buscaban las vanguardias históricas? ¿No era eso a lo que se refería Warhol con su eslogan de 15 minutos de fama? ¿Cuál es el problema ahora, que eso que soñaba disruptivamente la vanguardia se convirtió en realidad? Una vez más, sustancializamos lo que debe ser pensado en situación. Porque la obra de arte no es solo belleza y gozo desinteresado, es también compromiso, dolor, desgarro, fuerzas que nuestra sociedad rechaza pero que habría que atravesar (según los parámetros de esta misma sociedad) para experimentar una obra de arte. La distancia objetiva fue demolida, ahora miramos y gozamos en situación, frente a un horizonte de incertidumbre, poniendo en juego la vida. No se trata solo de relacionar la vida con la moda y dedicarse al placer, frecuentar los lugares gourmet y tomar el mejor whisky. Se trata de que la forma de vida que se formó se deforme y se amplíe hasta su límite de extensión, al máximo de vínculos que la potencien y que esa forma soporta. Cuando llega al límite de sus capacidades y fuerzas, de nuevo, una vez más, tendrá que reorganizar fuerzas para avanzar hacia otra forma, o por lo menos no debilitarse. Muchas variables entran en juego, la principal: que los seres humanos seamos capaces de intervenir lo menos posible en el devenir de las cosas. Hay que acomodarlas, no violentarlas. Un tetris existencial. Pero esto, ¿realmente lo podía estar pensando Spinoza?

Al contrario de lo que nos ofrece esta sociedad que supimos deconstruir, que nos exige el disfrute fácil (la lógica dicotómica), el dato constante de nuestra vida es la frustración y el resentimiento. ¿Esto quiere decir que yo no soy un frustrado y un resentido? No, no quiere decir eso. La cuestión es que para Spinoza esta ecuación es cuantitativa, mientras para sus intérpretes a veces parece que es cualitativa. Es decir que para estos últimos habría cosas o situaciones que son alegres o tristes en sí, como hay vicios en sí, y como tales malos, independientemente de los efectos (aefectos) que estas situaciones produzcan. Pero si algo nos enseñó Spinoza es a no sustancializar nada, menos aún las cosas que nos gustan. Sobre este tópico Spinoza también invirtió el sentido común, la moral imperante: las cosas no nos gustan porque son buenas, como aún hoy creemos ingenuamente; son buenas porque nos gustan, famosa consigna digna de un póster.

Es terrible este enunciado nietzscheano avant la lettre, porque si se lee en serio nos debe llevar a cambiar los valores tácitos, implícitos, que gobiernan nuestros hábitos y nuestra vida. Nos conduce directo a desconfiar de todas las cosas que nos gustan y hasta a aceptar las que no nos gustan, si éstas aumentan nuestra capacidad de relacionarnos. Para nosotros es lo más fácil del mundo dividir maniqueamente nuestra vida en dos columnas, lo que nos gusta, lo que no nos gusta. Aceptar una, rechazar la otra. Pero ahora, luego de estos planteos de Spinoza, ya no me resulta tan sencillo a mí: hay que asumir la responsabilidad del caso, dentro de los límites a los que nos sometemos. El límite es el otro, pues recordemos que no es uno el dueño de su libertad, y que la libertad es la capacidad de dejar que las situaciones fluyan, sin que esto disminuya nuestra potencia de ser, es decir de relacionarnos. Intervenir como intervenimos en el mar cuando nos zambullimos en las olas. Lo alegre y lo triste no son algo, esta o aquella otra experiencia. Dependen en primer lugar de aquello con lo que nos relacionamos, lo que componemos con eso. Simplemente una experiencia puede aumentar mi capacidad de relacionarme y así incrementar mi potencia de actuar y pensar, y otra experiencia (o esa misma experiencia en otro momento) puede disminuirla. No hay que valorar estos conceptos sustancial y cualitativamente (esto es alegre, esto es triste), hay que valorarlos cada vez por los efectos físicos que provocan, por los afectos que generan: me abren al mundo o me cierran, multiplican nuestras relaciones o las mutilan, las enferman hasta extinguirlas, que es el momento final de nuestra vida, cuando nuestro pensamiento y nuestro cuerpo cambian de forma, ya no solo se trans-forman sino que se vuelven otros —momento que podemos llamar la muerte; hay otras relaciones que “sanan” nuestra forma de vida, la “curan”, la depuran, poniendo entre paréntesis lo que nos afecta de tristeza y privilegiando lo que nos afecta alegremente. Siempre dentro de nuestras posibilidades.

Quizás la vida pueda construirse como una forma de vida, y elaborarla bajo principios como estos que nos enseña Spinoza, que no existen antes de concretarse, no son principios abstractos, pues solo son en su realización.

IX. Ahora bien, ya instalados en este ambiente (que parece relativista pero es causalista), me pregunto: ¿qué sucede si leemos a Spinoza en un estado alterado de consciencia, “fumados”, por ejemplo, o borrachos? Ah, los filósofos no se drogan. O los drogados no leen. ¿Qué sucede si drogarnos nos abriese las míticas “puertas de la percepción” o develara afectos que no conoceríamos en otro estado? ¿Qué ocurriría? ¿Cómo apreciarlo o valorarlo? Comprender o enjuiciar, pero no condenar, aconsejaba Spinoza. Para él no debe juzgarse el fenómeno desde el exterior, o compararlo con otros, que serían mejores o peores. Hay que comprender el fenómeno por lo que es, es decir, por los efectos que produce. La realidad es perfecta, porque solo existe lo que acontece. ¿Qué ocurre entonces si esa droga nos abriese afectos que no conoceríamos si no la consumiéramos? ¿Es lo mismo leerlo en “estado de alienación” (suponiendo que haya un estado de no-alienación, lo que resta todavía ser demostrado) que consciente y centrado? En las condiciones híper mediatizadas de la existencia en el siglo XXI, ¿podemos seguir creyendo en esa religión fundada en la lectura, atrapando toda nuestra atención consciente, mientras nos llama permanente y parpadeantemente el mensaje o el deseo de mensaje desde la pantalla? Es nada más y nada menos que de Spinoza de quien estamos hablando. Pero hoy, ¿hay una forma de vida filosófica? No tengo idea, me imagino que la vida del filósofo lo obliga a correr todo el día presentando papers e informes, o dando clases en una escuela o universidad (a alguno le encanta aparecer en la tele). La vida de un filósofo no es una buena vida ni una vida con sentido, mientras que la vida de todos los otros es una vida colonizada y explotada. ¡No! La vida filosófica en una sociedad como la nuestra no puede ser mejor que otras vidas (ni peor). A lo sumo, es una vida pensada, pero eso no significa que las otras vidas no son perfectas como esa vida pensada: son tan perfectas como todo lo que ocurre en la realidad. En principio, el filósofo tiene la capacidad —digamos— de suspender la condena o el rechazo de cualquier realidad, aunque no le guste. Tratar de evitar cualquier tipo de valoración que desprecie una experiencia por ser menos seria (es decir, que no incremente en sí nuestra manera de relacionarnos) y aliente otra, como si una fuera buena y la otra mala. Por ejemplo, podemos decir: el discurso del drogado es incoherente, idiota, malo. Pero nada garantiza que el discurso “brillante” de la ciencia y el periodismo no lo sean también, aunque a mucha gente les “guste”. ¿No es de nosotros mismos de los que debemos desconfiar, acaso? Seguimos creyendo que las cosas que nos gustan, nos gustan porque son buenas.

Los teólogos contemporáneos de Spinoza no eran unos tarados idiotas que decían cualquier cosa, como hoy los formadores de opinión y los animadores televisivos tampoco lo son: eran y son personas más o menos cultas, encarnaban y encarnan la cultura, tenían y tienen mucho predicamento, influían e influyen hasta el punto de decidir el rumbo del mundo. No estoy descubriendo la tierra de nuevo. Cada iglesia con su credo. Esos teólogos cambiaron de vestimenta, pero no desaparecieron. Machacan a diario nuestro cerebro desde la tele, la radio, las redes sociales virtuales. Los oyentes, espectadores o usuarios gozan —gozamos, eso sí, a la manera en que esta sociedad adoctrina que hay que gozar. No hay otra manera, por lo menos hasta que gocemos de otra manera. Hasta perder la consciencia. Hasta pensar más allá de nosotros mismos. Por otro lado, me gustaría que quede claro que en este parágrafo no estoy haciendo una apología de la droga o los vicios, estoy preguntándome simplemente una cuestión controvertida dentro de los parámetros trazados por la misma obra de Spinoza. Nosotros tratamos de pensar en una sociedad que atravesó la experiencia del rock.

X. ¿Qué somos? ¿Qué es nuestra mente? ¿Qué nuestro cuerpo? Cuando Spinoza dice que mente y cuerpo son lo mismo, que no hay una mente por un lado y un cuerpo por otro, que mente y cuerpo conforman una unidad, arma un mecanismo que todavía hoy constituye un cross a nuestra mandíbula moderna. Para la Época Moderna el cuerpo fue un apéndice del Yo, algo falible, perecedero y perfeccionable. ¿Cómo se lo perfecciona? Con el apósito técnico, desde el telescopio hasta la televisión, que no son ni más ni menos que la prolongación de un órgano del cuerpo humano —el Smartphone plantea una cuestión que no está dirimida todavía: ¿qué órgano extiende? Posiblemente ya no sea un órgano sino una multiplicidad de órganos los que se prolongan con el multimedio.

Por otro lado, estos atributos no son cosas, entes, esto o aquello, porque son, porque somos, como todo lo otro que es, un medio de relaciones, vínculos y situaciones. Un nodo de información. Acá Spinoza está rompiendo con el dualismo propio de la metafísica occidental, que divide nuestro ser en dos elementos, uno material, el otro espiritual, uno perecedero, otro eterno, uno que representa al Bien, el otro que representa el pecado, la tentación, los vicios, el Mal. Esta manera naturalizada de pensar todavía hoy subordina uno de estos atributos al otro: yo soy porque pienso, no porque sienta, consigna cartesiana si las hay. Ya sabemos que el paradigma moderno está en crisis y que la sensibilidad y los afectos entraron hace décadas en el objetivo de la filosofía y las ciencias sociales. Sin embargo, el cuerpo sigue estando subordinado a la mente, lo que se evidencia cuando decimos naturalmente: mi cuerpo. ¿Mi cuerpo? ¿De quién es propiedad el cuerpo? ¿Del yo? ¿El cuerpo no forma parte del yo? Bueno, Spinoza se empeña en acabar con este engaño, que no es inocente, sino que recubre una forma de poder y dominio, que no estoy seguro que hoy haya llegado a su fin. No lo invierte, sino que los pone a ambos elementos (que no son literalmente elementos o cosas) en un pie de igual. Sostiene que son lo mismo, que solo se desglosan para entenderlos. Pero que en realidad la mente tiene tanto de cuerpo como el cuerpo está habitado por la mente. El pensamiento no provoca que el cuerpo se mueva, ni el cuerpo deprime hasta su extinción a la mente. El pensamiento no está en nosotros, somos nosotros los que estamos en el pensamiento. Porque pensamiento y existencia se solapan. Mente y cuerpo son lo mismo, atributos que expresan a Dios, la Naturaleza o la realidad, como queramos llamarlo. Nos forman a nosotros, no somos nosotros los que los formamos a ellos. Desde aquí estamos obligados a pensar una buena vida posible, sabiendo que esa vida no puede vivirse. El ascetismo no es opción ni la frugalidad ni la represión. El goce es un problema, no una solución. ¿Qué sucede cuando se liberan energías psíquicas? ¿No se trata de “liberar” esas energías?

XI. Para lograr la inversión de la metafísica tradicional ¿qué hace Spinoza? Se detiene a investigar los afectos. Ningún filósofo antes que él había emprendido un análisis de los afectos. A mí me interesaba en su momento y me interesa aún de modo extraordinario, ya que venía formándome con la fenomenología de Maurice Merleau-Ponty. Merleau-Ponty piensa al cuerpo como el embajador de nuestro ser-en-el-mundo, pero los planteos de Spinoza me permitieron desacralizar esa noción de cuerpo que en la Fenomenología de la percepción está naturalizada. Para bien y para mal, cuando mentamos el término “cuerpo”, indefectiblemente lo imaginamos como un objeto, una cosa —esto ya lo planteó el mismo Merleau-Ponty cuando transfirió su bagaje teórico del concepto de cuerpo al de carne en Lo visible y lo invisible. Porque tal vez nunca entramos en contacto con el cuerpo, ni el cuerpo es el que entra en contacto con el mundo si no es por medio de los afectos, la sensibilidad, o como lo había dicho antes Heidegger, por los estados de ánimo (Stimmung). Spinoza me ayudó a darle este giro a la crítica a la racionalidad cartesiana, que es a la vez la del sentido común. Era y es necesario pensar los afectos. ¿Qué son los afectos? De nuevo, los afectos no son algo, los afectos son una dimensión del vínculo que yo llamaría originaria, sobre la cual se van edificando las otras dimensiones de nuestra existencia. Por contradictorio que suene, me gusta pensar que entre afecto y pensamiento no hay diferencia ni distancia, pues ambos con-forman nuestra existencia. Encarnan en el hecho de comprender. En la comprensión, a diferencia del entendimiento, siempre hay una dimensión afectiva, no racional, que se pone en juego. Comprender no es entender, ni tampoco justificar, como tan hermosamente lo planteó Hannah Arendt.

XII. Como vengo repitiendo en mis análisis sobre el porno, los afectos son la última mercancía que puso en circulación el capitalismo en su etapa neoliberal. Lo que por lo tanto tiene que afectar también al pensamiento. No es que nos hayan lavado el cerebro, como temía la ciencia ficción a mediados del siglo pasado; pero cada pensamiento tiene los límites y las potencialidades de su propia época. Nuestra época es la Época de la Técnica —Tecnoceno la llamó la Dra. Flavia Costa. La Técnica se convirtió en un sujeto que performa nuestros vínculos, o mejor: performa la forma en que los fenómenos nos afectan. Si la técnica o los medios de información son una prolongación de un órgano natural humano, como postulaba Marshall McLuhan, la técnica es una prolongación de nuestro cuerpo, por lo que hoy se hace imprescindible considerarla en nuestra formación, nuestra percepción y nuestros afectos.

Si la técnica o los medios de información son una prolongación de un órgano natural humano, como postulaba Marshall McLuhan, la técnica es una prolongación de nuestro cuerpo, por lo que hoy se hace imprescindible considerarla en nuestra formación, nuestra percepción y nuestros afectos.

Lo que pone en evidencia el análisis de Spinoza es que nunca los afectos son algo natural (el representante de la naturaleza en el ser humano —otro imperio dentro del imperio), ni tampoco algo sobre lo que pueda decidir por sí sola la voluntad o el libre albedrío: si una situación nos provoca tristeza, es inútil que desde el entendimiento queramos intervenir en ella. La elaboración pasa por otro lado. Los afectos dependen de múltiples causas que surgen en una relación, y no son manejables a voluntad. Más bien al revés. Lo que aconseja Spinoza es tratar de comprender la situación de una manera realista, incluido a él mismo. El afecto es a la vez un efecto, y no puede ser de otro modo, pues todo es producido por una causa. El tema ahora es que la causa de esos efectos (los llamé en su momento aefecto) es una racionalidad eficiente que la bibliografía denomina algoritmo, que elabora cierto número de variables (muchísimas más que las variables que somos capaces de manejar nosotros, los humanos) y que termina conformando una afectividad que al mismo tiempo que nos da “alegría” (en términos de Spinoza, es decir que aumenta nuestra potencia de obrar), nos inviste de tristeza y nos vuelve impotentes. El capitalismo, que ya conquistó todo lo conquistable en la naturaleza, que invadió la psique, la alteró y la normalizó, desde hace unos años viene “formando” los afectos, domesticándolos. Por este motivo, en mi modesta opinión, Spinoza es tan actual. En la sociedad de la comunicación sobrexplotada, el filósofo de las relaciones tiene mucho para aportar. La Naturaleza o Dios, por su parte, se toma venganza, pues en la Naturaleza no existe una experiencia de destrucción que no sea a la vez una forma de construcción. No existe la negatividad. Estoy pensando en el calentamiento global y las catástrofes ecológicas que asolan nuestro planeta, y por el que ahora tanto el pensamiento institucional como las disciplinas del entretenimiento se alarman y ponen el grito en el cielo. ¡Save de planet! Como si la naturaleza fuera pasiva y requiriera del ser humano para actuar, tal nuestra incongruencia omnipotente.

XIII. Si tuviera que nombrar a otro pensador fundamental en mi formación y que entra en vinculación con el gran Baruch, nombraría al “divino” marqués de Sade. Aunque parezca absurdo, el asceta más radical y el perverso más extremo son dos pensadores que están íntimamente relacionados. Spinoza y Sade, el tipo que hizo del sexo el lugar de la verdad y el que ignoró el sexo de manera absoluta, son los dos límites entre los que se bambolea nuestra sociedad acosada por los imperativos de placer, las órdenes de felicidad y las frustraciones concomitantes. Sade proyectaba que un sexo auténtico, un sexo puro, es un sexo sin afecto, un sexo apático. Menudo dilema el que nos legó.


* Licenciado en Ciencias de la Comunicación, Magíster en Filosofía de la Cultura, Doctor en Ciencias Sociales y pornólogo. Docente del Seminario Informática y Sociedad. Integrante del grupo editor de la revista Artefacto. Pensamientos sobre la técnica.