Contra la invención de la barbarie

Por Natalia Romé*

I. Contra el elitismo

A nadie escapa que quienes trabajamos en la universidad solemos beneficiarnos del prejuicio fuertemente arraigado que confunde el conocimiento con los atributos de un sujeto particular. Una confusión que hunde sus raíces en la larga historia del pensamiento occidental e incluso mucho más allá de él, en las formas concretas de apropiación y enajenación del pensamiento colectivo, por una minoría de “sabios” (sean chamanes, clero, filósofos, tecnócratas o expertos). Aunque existen, claro, modalizaciones propias de la genealogía autóctona cuyo ribetes pueden reconocerse, por ejemplo, en la clásica pieza teatral de Florencio Sánchez, M’hijo el dotor.

Mal que nos pese, esta imagen no es patrimonio exclusivo de un sector decididamente elitista de la sociedad, es reproducida también por los bien intencionados. Muchas de las iniciativas  tendientes a “transferir”, “divulgar”, “aplicar” los conocimientos producidos, reproducen este falso esquema; pero también lo hacen las recurridas imágenes de “bajar el conocimiento a la sociedad”, o “sacarlo de las aulas”. Todas esconden, a su pesar, una pretenciosa negación: aquella que olvida que ninguna ciencia se produce en el vacío y que, cuando ese mito se pone en acción lo hace borrando los múltiples y complejos modos en que las formas socialmente diversas de pensamiento se contaminan y permean en infinitos flujos de intercambio, convivencia y conflicto.

Contra las figuras del conocimiento-capital, enajenable y acumulable, es imprescindible recrear la condición colectiva de todo pensamiento, recordando que incluso el pensamiento teórico, se encuentra complejamente determinado por las formas no sistemáticas de pensamiento social y de su entrelazamiento contradictorio con la masa articulada de la creatividad sedimentada en el sentido común y en la memoria misma de la lengua.

Contra las figuras del conocimiento-capital, enajenable y acumulable, es imprescindible recrear la condición colectiva de todo pensamiento

 

La lengua, nada menos. Decía Manuel Ugarte en 1913 que patria es el conjunto de ideas, de recuerdos y de esperanzas, que los hombres nacidos de la misma revolución, articulan en el mismo continente, con la ayuda de la misma lengua. En la contrarreforma que siguió a los acontecimientos de 1918 y en los modos renovados de contrarreforma que amenazan hoy no sólo a la universidad, sino a cualquier forma de pensamiento autónomo, pueden leerse el odio y el temor al fondo de la igualdad inapelable entre los seres parlantes: cualquiera puede pensar.

Contra los clásicos prejuicios sobre la ignorancia de las masas, es vital insistir en este punto de partida, sin el cual, la democracia misma es un sueño mezquino, para pocos. Y lo es más todavía en este lado de la periferia del capitalismo, cuyas burguesías, incapaces de encabezar una revolución nacional en alianza con los sectores populares, optaron siempre por subordinarse al capital internacional. Esa historia es, como señalaron entre otros, Martí, Mariategui, Florestán Fernández, la historia de una“intelectualidad” zanjada por la contradicción, siempre a “medio camino” entre la modernización y la reacción,  entre el “liberalismo” y el odio reaccionario, racista o antipopular.

Si algo queda a cien años de aquel proceso que pensaba la democratización de la universidad como parte de un movimiento mucho más amplio de democratización del campo intelectual y del espacio público, es la imaginación de una universidad capaz de conmover varios de los prejuicios que todavía gozan de gran salud. Especialmente, aquel que contrapone calidad a democratización y aquel que identifica inmediatamente “ciencia” y “desarrollo” olvidando que la historia de la periferia intelectual es la historia de la reproducción de la dependencia y barbarización de sus pueblos.

 

La imaginación de una universidad capaz de conmover varios de los prejuicios que todavía gozan de gran salud.

 

Es por eso que la igualdad se verifica como un axioma en todo reclamo por la ampliación del acceso a la universidad, por el derecho a ser protagonista de la producción social del conocimiento, a participar del establecimiento de sus prioridades y objetivos y al goce de sus beneficios. Pero de modo más amplio, se actualiza en cualquier esfuerzo por disputar la ciudadanía en el campo intelectual, por intervenir en las modulaciones de la palabra en el espacio público, por el derecho al arte y a la filosofía.

Esa igualdad siempre cuesta más en América Latina, donde la ciudad de las letras está, desde el vamos, negada a las amplias mayorías que pagan con la credencial de la barbarie todo “avance” civilizador. Democratizar la producción del saber y reivindicar el derecho a tomar la palabra, no concierne sólo a los derechos individuales, se trata de la vitalidad misma de la democracia. Sin la riqueza poética, la inteligencia colectiva y la vitalidad de la experiencia en común ésta queda reducida a una mueca administrativa y gestora de los padecimientos.

II. Contra el positivismo

Dicho eso, es necesario enseguida decir algo más. Es imprescindible no tirar al niño junto con el agua de la bañera. No hay nada menos igualitario que el relativismo que reduce las diferencias cualitativas entre los pensamientos a simple cuestión de perspectiva o punto de vista. En nuestra época tan “post”, vuelve a ser necesario recordar que en algún sentido –acaso el que vale la pena retener- la idea moderna de ciencia aloja en su aspiración al saber, un deseo de igualdad. Entre las múltiples formas en que se organizó a lo largo de la historia, la producción y apropiación del saber, la ciencia moderna es la única que lo supone independiente del sujeto particular que lo detenta, tanto de sus atributos como de su casta. En sus exigencias de replicabilidad y de demostración; a pesar de las formas desigualitarias y jerarquizantes en las que han cristalizado las instituciones científicas y de las formas concretas de su alianza con la lógica del capital, la ciencia es uno de los modos de producción de conocimiento más democráticos que hombres y mujeres hemos sido capaces de imaginar.

 

La confrontación con el relativismo no puede ser institucional si no quiere ser aristocrática, pero admite otro criterio de demarcación: no hay ciencia que no sea crítica. Es decir, que no hay ciencia en el ejercicio puro de la contemplación. Conocer es trabajar, en el sentido de operar una transformación en la masa de conocimientos socialmente disponibles y en sus modos de inteligir y explicar el mundo. En este sentido y contra otra serie de prejuicios, es hora de advertir que las ciencias sociales han alcanzado, hace largo rato, la mayoría de edad. Mientras que las ciencias naturales gozan, como señalaba Michel Pêcheux, del dudoso beneficio de la “ceguera”, es decir, que pueden permitirse desconocer los efectos sociales de su producción. El desarrollo interno de la física nuclear es, por ejemplo independiente a su aplicación en la industria armamentista. La sociología, en cambio, no puede desentenderse del retroceso teórico que supuso el positivismo en la primitivización de amplios sectores sociales y el obstáculo epistemológico que interpuso esa deriva ideológica en el proceso real de conocimiento de esa diversidad. Las ciencias de la comunicación, por su parte, no pueden no ver el empobrecimiento intelectual (y el debilitamiento de la democracia) que supone reducir sus teorías a un conjunto de “técnicas” de persuasión o manipulación de las pasiones.

 

A pesar de las formas desigualitarias y jerarquizantes en las que han cristalizado las instituciones científicas, la ciencia es uno de los modos de producción de conocimiento más democráticos que hombres y mujeres hemos sido capaces de imaginar.

 

Ninguna ciencia flota en el vacío social, todas, insisto todas, son tributarias del complejo articulado de ideologías prácticas que informan desde el pensamiento del investigador, hasta los saberes prácticos de sus diversas técnicas. Todas las ciencias se inscriben (conflictivamente) en la argamasa social de las ideologías disponibles, las que habitan los rituales institucionales, las tecnologías y la lengua misma. Pero, sólo las ciencias sociales se han dado la exigencia de operar esa delicada tarea de desgarramiento interno, de polémica con y contra el lenguaje que constituye su materia prima y la de su prehistoria.

Contra todas las metáforas del mito edénico que reeditan la ilusión de la lectura inmediata “a libro abierto” o el acceso transparente a las cosas y contra toda ingeniería que se ensueña con la invención de lenguas desertificadas de afectos, de memorias populares y de poesía, las ciencias sociales hunden sus raíces en la opacidad de la filosofía y la literatura, para trabajar la arcilla del lenguaje y tallar en ella las palabras más justas y las mejores ideas. Si no hay ciencia que no sea crítica, la crítica que operan las ciencias sociales se parece mucho más a una autocrítica, a un proceso de parrhesía o de ethopoiesis que a un ejercicio de acumulación de saber. Su “utilidad social”-si cabe usar la horrible expresión- es la de constituirse en procesos de mediación de la inteligencia colectiva. Procesos mediante los cuales la sociedad se da las categorías y las preguntas para pensarse a sí misma, para heredar su historia y para imaginar su horizonte. Nada que ver con brindar soluciones, las ciencias sociales cumplen mejor su promesa cuando crean problemas.

III. Contra la estupidez

Es imprescindible evitar confundir las formas burocratizadas de desigualdad en el acceso a la producción intelectual con el conocimiento en sí mismo. Rechazar la aristocratización de la ciencia, sus formas positivistas o mercantiles, no puede ser rechazar la producción de conocimiento. Reivindicar y celebrar las múltiples formas del pensar artístico, político, filosófico; en sus modos sistemáticos o informales; en la forja de conceptos o en la creatividad de la imaginación, no tiene nada que ver con renunciar a la aspiración al saber.

Hoy, en el abismo de la modernidad, es claro que sólo los débiles desean la palabra justa, mientras que los poderosos nadan como peces en el agua del relativismo porque tienen su fuerza como el mejor y más eficaz de los argumentos.

Las ciencias sociales que no podemos dejar de hacer se inscriben en ese deseo de saber, porque aspiran a transformar el pensamiento público al precio de transformar(se) con él. Y sólo existen como tales si forman parte de un proceso de creación colectiva que es un acto en común de amor por lo verdadero.

 

*Doctora en Ciencias Sociales (UBA). Licenciada en Comunicación y Magister en Comunicación y Cultura. Es Profesora Titular de Teorías y Prácticas de la Comunicación III en la Carrera de Comunicación Social (UBA). Investigadora del Instituto Gino Germani y docente en la Facultad de Bellas Artes (UNLP).