¿Cómo llegué a leer a Maurice Merleau-Ponty?

Por danimundo*

“Hay un gozo más allá del placer y de su contrario”

M-P

“Al reproducir el pensamiento de otro lo hago con mis propios pensamientos”

M-P

I.

¿Cómo llegué a leer a Maurice Merleau-Ponty?  O mejor dicho: ¿qué hizo la lectura de Merleau-Ponty en mí? A veces creo que la manera que tengo de percibir y experimentar los fenómenos proviene de él, que de algún modo él me enseñó a pensar, porque entre pensar, experimentar y percibir no hay tanta diferencia como supone el sentido común. Obviamente, no digo que Merleau-Ponty asegure literalmente esto, mis errores no son responsabilidad del filósofo francés, y mis interpretaciones salvajes provienen de mis propias incapacidades (o de mis capacidades extrañas, habría que ver). Como sea, no considero que el pensamiento sea una actividad del yo interior —no existe el yo interior, llega a afirmar un poco exageradamente en el prólogo de su libro que más veces leí: La fenomenología de la percepción—, pues para asumir sentido un pensamiento debe encarnar en nuestra vida, y encarna en la vida en formas de palabras dichas o escritas, afectos, gestos y percepciones, en fin, formas de ser-en-el-mundo. Escribe Merleau-Ponty: “Un pensamiento que se contentara con existir para sí, a un lado de las dificultades de la palabra y la comunicación, en cuanto apareciera recaería en la inconsciencia … solo por la expresión se hace nuestro”. La expresión no expresa un significado que existiría con anterioridad a su manifestación, no traduce un enunciado elaborado en la consciencia. No. Más bien la expresión consuma o realiza el pensamiento, pues constituye la dimensión fundamental en la que se instituye o crea sentido.

Junto con la expresión, la reanudación por el otro de lo expresado es lo que terminará de formar el sentido, pues cualquier enunciado que exprese un pensamiento —y ya veremos cuáles son las condiciones para alcanzar esto— no existe en sí como una cosa, requiere del lector, el escucha o el espectador, que reanuda el gesto que lo creó, lo interpreta e instituye su sentido: “Es en los demás donde la expresión cobra relieve y se hace verdaderamente significado”, afirma Merleau-Ponty en el importante ensayo “El lenguaje indirecto y las voces del silencio”, incluido en Signos, un libro en el que recopila diferentes trabajos escritos en la década que lo separa de La fenomenología…. De aquí a hablar de “condiciones de producción” y “condiciones de reconocimiento” no hay más que un paso. El otro no es un otro abstracto, siempre está en situación, como lo está uno.

No me siento muy capacitado para escribir sobre Merleau-Ponty, lo leí con pasión hace muchos años. Pero como al amigo Raúl Cuello se le ocurrió este formato de “contar” los efectos que había producido en mí la lectura de sus libros, o de algunos de sus libros, me resulta más a la mano y sin pretensiones de develar una verdad aún oculta. Lo más lejos que me atrevo a ir, entonces, es a decir que el trabajo de Merleau-Ponty en el campo de la filosofía consiste en retomar una búsqueda que comienza con Husserl y su proyecto filosófico de hacer hablar a las cosas mudas, esa famosa consigna fenomenológica de “volver a las cosas mismas”, lo que quiere decir, en palabras del filósofo francés: “volver a ese mundo anterior al conocimiento”. La actividad de la percepción es la llave que él encuentra para hacerlo, pues descubre en ella no una pasión secundaria con respecto al sentido y por ende con respecto a la orientación en el mundo, sino más bien la acción originaria por la cual nos insertamos en un mundo que se crea a partir de ella.

Mi método de pensamiento, que se basa en desconfiar de las certezas indiscutibles, bucear siempre en las ambigüedades, resistir las conclusiones, como un tic o un vicio profesional, proviene básicamente de lo que yo entendí que para Merleau-Ponty era el trabajo filosófico. El resultado, por supuesto, no necesariamente es correcto o interesante. Merleau-Ponty no inventó la filosofía de la pregunta (el maestro en este género fue Heidegger, que aquél leyó disciplinadamente), pero él la presentó, la desplegó en un estilo que la coloca en una zona franca donde filosofía y literatura, ficción y reflexión, coquetean a intercambiar papeles. El estilo es más importante que el contenido de un enunciado, podría ser la conclusión provisoria: “Hay una recuperación del pensamiento del otro a través de la palabra, una reflexión en el otro, un poder de pensar según el otro, que enriquece nuestros pensamientos” (cursivas mías). Podría arriesgar a decir que Merleau-Ponty es un manierista. Para un filósofo toda conversación está cargada de un sentido a develar que ninguno de los interlocutores posee.

Es tal vez por este motivo que Merleau-Ponty escribe en La fenomenología… que en una primera lectura vamos a sacar todo lo que podamos de un autor, pues “‘comprender’ es reasumir la intención total” de un fenómeno, un texto o un autor —ya veremos a qué remite este término de intención—. Merleau sostiene que “la “comprensión” fenomenológica se distingue de la “intelección” clásica … Hay que comprender de todas las maneras a la vez, todo tiene sentido”, enfatiza. Al concepto de comprensión Heidegger, Gadamer y Arendt, los representantes más encumbrados de la fenomenología hermenéutica alemana, le dieron un significado singular, que de alguna manera Merleau-Ponty retoma y se apropia. Para todos estos autores comprender es diferente a entender, abarca otras facultades que la del entendimiento. Tiene una dimensión afectiva, y por ende también participa no solo el cuerpo, sino también la imaginación. Ahora bien, con esta idea exagerada de la primera lectura, Merleau-Ponty no está desalentando la relectura, por supuesto, como supondría una interpretación mecánica del enunciado. Si algo caracteriza a la filosofía, a la filosofía como disciplina y género, es el imperativo de releer, leer una y otra y otra vez el mismo texto. El filósofo antes que cualquier otra cosa es un relector. Lo que quiere decir Merleau-Ponty con esta idea es que en ese primer contacto ingenuo con un autor, con un libro, con un pensamiento, el estilo es lo que nos seduce, y lo que hace que finalmente nos guste o no nos guste. Es la dimensión afectiva de la palabra. La primera vez que leí un texto de Merleau-Ponty, mientras cursaba la carrera de grado, entablamos ese vínculo de atracción inmediato, una especie de amor a primera vista —en esa época solo se leían libros de papel, hay que decirlo todo.

La clave de esto que estoy sosteniendo la encuentro en dos pies de página de “El cuerpo como expresión y la palabra”, un capítulo central de La fenomenología…. Allí Merleau-Ponty afirma que “habría, desde luego, que distinguir una palabra auténtica, que se formula por primera vez, y una expresión segunda, una palabra sobre palabras, que constituye ordinariamente el lenguaje empírico. Solo la primera es idéntica al pensamiento”. En la copia y la lengua hecha no hay estilo, es decir, expresión originaria de sentido (por lo menos no la hay hasta la obra de Andy Warhol, pero esto es harina de otro costal). En el ensayo posterior que nombré recién, “El lenguaje indirecto…”, Merleau-Ponty repite esta idea pero aclara que no se trata de una palabra, se trata de su uso, pues no hay una sin otro: “Distingamos el uso empírico del lenguaje ya hecho, y el uso creador, del cual el primero no puede ser más que un resultado”, escribe. Es claro lo que está proponiendo: el lenguaje empírico remite a la cháchara y la banalidad heideggerianas, a los prejuicios, los códigos y hábitos que gobiernan nuestra cotidianidad, mientras que la otra palabra, la auténtica, hace que esos códigos y hábitos trastabillen, se doblen sobre sí mismos, se interroguen y den a luz un sentido nuevo. En el pie de página que sigue al citado hace un momento Merleau-Ponty continúa la idea: “Una vez más, lo que aquí decimos se aplica a la palabra originaria —la del niño que pronuncia su primera palabra, la del enamorado que descubre su sentimiento, la del primer hombre que haya hablado, o la del escritor o el filósofo que despiertan la experiencia primordial más acá de las tradiciones”. Una palabra auténtica u originaria tiene esta ingenuidad y esta especie extraña de desinterés, que implica un interés mucho más denso que el interés intelectual o representativo. Implica un olvido de sí y la inmersión en un mundo que se deshace más rápidamente que un chasquido de dedos, es el mundo del pensamiento. Un espacio/tiempo singular.

Ahora bien, no hay que forzar mucho la imaginación para advertir que cuando Merleau-Pont remite esta experiencia originaria al escritor o al filósofo está refiriéndose a sí mismo, así como Heidegger, por su lado, privilegia la palabra del poeta. Puede ser  cierto de que este tipo de experiencias extraordinarias y trascendentales (en el sentido no filosófico del concepto) sean las únicas que encarnan pensamientos originarios, yo pienso algo levemente diferente: la palabra originaria, es decir, esa experiencia que descubre un nuevo sentido donde todo era homogéneo e igual (aunque parezca muy novedoso, como es la palabra mediática), se instituye o crea cuando se cuenta una vez más el mismo chiste de siempre y se lo hace con gracia y causa risa, o cuando un padre arrulla a su bebé o le cuenta una historia para dormirlo, y lo logra —de hecho, a veces pienso que si un alumno se duerme en una de mis clases es un mérito mío, porque dormir es un acto de entrega muy importante. Para que irrumpa lo originario, para que colaboremos en su aparición, debemos olvidarnos de nosotros mismos, entregarnos a la sorpresa, incluso al aburrimiento —que como dijo Walter Benjamin, es el nido de donde toma vuelo la imaginación. Merleau-Ponty va a diferenciar una palabra hablada de una palabra hablante para dar cuenta de la distancia que separa ambos usos de las mismas palabras. Solo la primera es originaria, pues “no traduce un pensamiento ya hecho, sino que lo realiza”, lo consuma. El que oye, asegura el filósofo, recibe el pensamiento en la palabra misma.

Merleau-Ponty va a diferenciar una palabra hablada de una palabra hablante para dar cuenta de la distancia que separa ambos usos de las mismas palabras. Solo la primera es originaria, pues “no traduce un pensamiento ya hecho, sino que lo realiza”, lo consuma. El que oye, asegura el filósofo, recibe el pensamiento en la palabra misma.

Como el lector ya tuvo que haber adivinado, la diferencia entre una palabra originaria y una palabra banal no es formal, es ontológica: remite a dos formas de vida diferentes. Esto me retrotrae a lo que Martin Heidegger diferenciaba en Ser y Tiempo, y que llamaba existencia auténtica y existencia inauténtica. La lectura empírica de esta diferencia ontológica, ¿qué hace? Rápidamente moraliza la respuesta: una existencia es buena, la otra, mala y falsa. Heidegger se cansó de repetir que no había que moralizar o instrumentalizar el concepto. Encarnan, según Heidegger, dos formas de vida diferentes: una se interroga sobre sus acciones, sus palabras y sus gestos, mientras que la otra es manipulada por la potencia de los rumores, la charlatanería, en fin, el reinado del “se”. El concepto de forma-de-ser es muy importante, aunque no pertenece a Merleau-Ponty (en mi caso lo elaboré a partir de lo que afirma Deleuze, y en nuestras tierras el doctor Christian Ferrer). Su pensamiento lo sugiere, lo invoca incluso, pues el ser-en-el-mundo siempre es de alguna forma, de ésta o aquélla. En esa forma de ser se juega nuestro mundo.

¿Qué es el mundo, para Merleau-Ponty? Su filosofía es mundana, sofisticada pero mundana a la vez. Para la fenomenología el mundo no es un espacio físico ubicable en alguna geografía; es el espacio del entre, no es algo, una cosa, un lugar específico, sino aquello que habilita que las cosas sean, es decir, se relacionen. Lo que separa y a la vez une a los entes, y donde se instituye el sentido. Es en la experiencia de la intersubjetividad donde irrumpe el mundo, que es un espacio/tiempo liberado de las obligaciones de la vida empírica, la vida atrapada en el trajinar cotidiano —esta vida cualunque solo para una mente prejuiciosa no tiene forma, pues lo in-forme y lo de-forme no suponen que no tengan forma, tienen una forma homogeneizada hasta la insignificancia, que no porque sea in-significante va a carecer de significado. La esencia del mundo no es lo que el mundo es en idea, una vez que lo convertimos a tema del discurso, el mundo de hecho se instituye antes de cualquier tematización. Por ello es ambiguo. La ambigüedad no constituye un fracaso de la reflexión, sino su ambiente. En este sentido, el mundo es frágil, pues rápidamente puede ser deglutido por las obligaciones ordinarias o incluso por las ideas proyectadas sobre él. Para la fenomenología el mundo es el sentido que irrumpe “en la intersección de mis experiencias y las del otro, es pues inseparable de la subjetividad y de la intersubjetividad”. Su análisis no es la explicitación de un ser previo sino la institución del ser.

Para la fenomenología el mundo no es un espacio físico ubicable en alguna geografía; es el espacio del entre, no es algo, una cosa, un lugar específico, sino aquello que habilita que las cosas sean, es decir, se relacionen. Lo que separa y a la vez une a los entes, y donde se instituye el sentido.

El método que encontré para proteger o fomentar esta interpretación del mundo tiene sus costos, pero prefiero pagar esos costos a que el mundo desaparezca. El costo que acepto pagar (que no es el costo que todos deberían pagar e, cada uno debe ser capaz de encontrar su precio) es renunciar a tener razón, en los dos sentidos de la frase: renunciar a la razón sin practicar una apología de lo irreflexivo; y poder cederle al otro el “tener razón”, lo que me posibilita a mí pensar lo mismo pero desde otra perspectiva diferente. Aquí, si esto que digo tiene algún sentido, significa que amplío mi mente con los aportes del otro. Como sabemos, la idea de mente ampliada ya la proponía Kant en la Crítica del Juicio. Merleau lo ejemplifica diciendo que sólo Dios puede ver las 6 caras del cubo al mismo tiempo, pues nosotros, los humanos, solo vemos los fenómenos desde una perspectiva, o 2 o 3 a lo sumo, dependiendo del esfuerzo reflexivo que seamos capaces de practicar para corrernos de nuestro lugar de confort. Como vemos, esta “incapacidad” de tener razón (pues en última instancia la razón, como el mundo, se inscribe en la relación o el vínculo más que en el principio o en el final de la deliberación) no nos insta a prescindir del esfuerzo de reflexionar, más bien lo contrario, nos exige reflexionar sobre el mismo fenómeno desde otra perspectiva, semejante y diferente a la nuestra. Pues si es cierto que “todo lo que sé del mundo, lo sé a partir de una perspectiva mía o de una experiencia del mundo sin la cual los símbolos de la ciencia no querrían decir nada”, también es cierto que si permanezco soldado a esa perspectiva sin ampliarla o extenderla con la imaginación, mi experiencia del mundo será muy limitada. Reduciremos al mundo al tamaño de nuestros prejuicios y gustos. Tal vez ni siquiera habría experiencia. Merleau-Ponty respalda esta idea diciendo que “Kant mismo demostró que hay una unidad de la imaginación y el entendimiento”. Por eso este ejercicio de reflexión y ampliación imaginativa, que nace de la experiencia de la contemplación estética, es aplicable a otros fenómenos más diarios o cotidianos, como un hecho político o una charla casual. Pues como dice también Merleau-Ponty, “puesto que estamos en el mundo, estamos condenados al sentido”.

Luego de esta referencia a Kant, Merleau-Ponty introduce uno de los descubrimientos que más me ayudaron en construir algo así como una filosofía de la técnica. Merleau-Ponty asegura que “Husserl distingue la intencionalidad del acto, que es la de nuestros juicios y de nuestras tomas voluntarias de posición, y la intencionalidad operante, que constituye la unidad natural y antepredicativa del mundo y de nuestra vida, que aparece en nuestros deseos, nuestras estimaciones, nuestro paisaje, más claramente que en el conocimiento objetivo”. Esta noción ampliada de intencionalidad me permite introducir en el pensamiento un elemento fundamental para pensar al ser-en-el-mundo, y al que Merleau-Ponty no le dedica toda la atención que se merece, me refiero a la técnica o los medios de comunicación. Hay un ejemplo que utiliza él que me gustaría retomar ahora, el del ciego y su bastón, que éste usa para orientarse por el mundo. Merleau-Ponty sostiene que llegado un momento, cuando el hábito ya está asentado, ese bastón ya no es un instrumento exterior al cuerpo del ciego, sino que es una extensión de su mano, forma parte del esquema perceptual y la estructura del comportamiento del ciego. No es un instrumento exterior, sino que se incorpora al cuerpo, es una extensión de él. Estamos a un pequeño paso de la idea de Marshal McLuhan de concebir a los medios o la técnica como una extensión de alguno de nuestros órganos. Ahora bien, con esta idea de la intencionalidad antepredicativa Merleau-Ponty nos habilita a pensar que en ese acoplamiento ineludible y fundante entre el cuerpo y la técnica hay una búsqueda y un deseo que la intencionalidad consciente ignora. No es descabellado creer entonces que la técnica o los medios participan en la conformación de esta intencionalidad, que más que responder a nuestra voluntad, es nuestra voluntad la que se subordina a ella. Como lo asegura el mismo Merleau-Ponty, no se trata de lo que queremos, sino de lo que podemos, que es muy diferente.

II.

Siempre fui o me consideré un mal lector, y enfrentar la obra de Merleau-Ponty siendo un mal lector no es moco de pavo, ya que como en muy pocos filósofos, en él hundís la cabeza en un lugar y quizás la sacás un par de páginas después, exhausto, incapaz casi de reconstruir lo que acabás de leer, pero fascinado por esa escritura suya envolvente y mandálica. La actividad de relectura que implica toda filosofía en Merleau-Ponty se practica como si las oraciones fueran olas gigantes y el lector, un surfista consumado. Hay que aprender a dejarse llevar.

¿Qué ocurrió para que de ser un mal lector me convirtiera en un interpretador, tal vez no del todo validado, pero no por eso menos interpretador al fin? Más allá de las decenas de cuatrimestres que lo dimos en la facultad, advertí por otro lado la falacia que escondía esta condena: ser mal lector para una persona que lo único que hace (casi) es leer. Entonces convertí la mala lectura en la esencia de cualquier lectura auténtica. Ahora bien, y parafraseando a Heidegger, diría que una lectura auténtica no es lo mismo que una lectura correcta. Mi amada Hannah Arendt (fue la claridad prístina de esta alemana rigurosa la que me despertó del encantamiento merleaupontyano) llamaba filisteos de la cultura a los que utilizan la lectura como un instrumento con el cual buscar información y acumular conocimientos, lo que para ella simbolizaba el acabose de un mundo, el mundo de la filosofía, el universo literario. Para Arendt, en cambio, una auténtica lectura consiste en una lectura cuyo fin es su misma realización —sí, algo muy semejante a lo que Kant planteaba para la contemplación y disfrute de una obra de arte. Es decir, una actividad inútil para nuestra cultura, para nuestras formas de vida híper utilitaristas. Una lectura gozosa que se olvide ni bien se termina, que se pierda mientras se realiza, todo lo contrario de lo que el sentido común entiende por leer. ¿Y el gozo? Como sentencia el epígrafe que seleccioné: “Hay un gozo más allá del placer y de su contrario”.

Con este giro de 180 grados que dio mi vida: de ser un mal lector pasar a ser un lector auténtico, toda su misma estructura entró en un tembladeral. Es imposible o absurdo pretender leer bien, pues ¿en qué consistiría una buena lectura? ¿En repetir lo que dice el autor? Peor aún: ¿en develar o descifrar lo que quiso decir el autor, y que el autor solo pudo decir tal cual lo escribió? En este sentido, sólo el famoso hidalgo don Quijote de la Mancha y un par de locos más deberían ser considerados “buenos” lectores. Por otro lado, y esto fue una de las cosas más graves en mi vida, me dije que hay que dejar de considerar a la lectura como una práctica buena, elogiable, defendible, como hace nuestra sociedad hipócrita; habría que empezar a pensar que cuando la lectura es eficiente, es casi inevitable que el lector enloquezca o se vuelva un adicto. Entonces el problema radica en que si el lector adicto es reivindicado, cualquier otro adicto a cualquier otra sustancia también debe serlo, pues en última instancia de lo que se trata es de alienarse de la realidad, desplegar la ficción o la fantasía que sea, hasta el punto de fundir una realidad con otra. Pero la práctica de la lectura, como es una experiencia mucho más laboriosa, torturante y masoquista que otras experiencias de alienación como las drogas psicodélicas o las realidades de inmersión, tiene buena prensa y sigue ofertándose como una práctica defendible. Bueno, no. No lo es. Tiene una historia muy larga, eso sí, como ya explicaba Marshall McLuhan, por eso aún no encontramos un sustituto al formato libro, como sí se multiplicaron los sustitutos para, por ejemplo, los registros de música, desde el fonógrafo hasta Spotify.

Ahora bien, estos descubrimientos, estas tergiversaciones interesadas sobre la práctica de la lectura empecé a hacerlas mientras estaba en pareja con una muy buena alumna de la carrera Letras en la Universidad de Buenos Aires, hace ya más de 30 años atrás. Cuando ella terminó la carrera, la diferencia entre ella y yo se había vuelto casi abismal: le habían entrenado el ojo para practicar una lectura perfecta. ¿El costo? Desde mi modesta opinión, el costo fue el sacrificio del hedonismo, el despojamiento de la capacidad de sentir placer, pues aunque leyéramos a Barthes y el placer de la lectura, ella se había convertido en una excelente máquina interpretativa, mientras yo me iba volviendo un curioso y extravagante prestidigitador de apropiaciones. No es culpa de Merleau-Ponty esto, obvio, pero fue él el que me habilitó esta vía. Merleau-Ponty y Jorge Luis Borges, si voy a decir la verdad —en este ensayito voy a referirme solamente al primero, y dejaré a Borges para otra ocasión: ¿era Borges un filósofo?

Debo confesar que así como en mi primera lectura de Merleau-Ponty fue como si me zambullera en una masa con olas de palabras, en un momento dado, para escapar de su embrujamiento, debí abandonarlo y dejar de leerlo. Estuve años sin visitarlo. Si bien nunca dejó de ser parte de mi cosmovisión, de la manera que tengo de interpretar los fenómenos (interpretar casi en el sentido musical del concepto), debí alejarme de él y temía volver a frecuentarlo. De hecho, para encarar esta nueva interpretación que estoy haciendo ahora primero me vi obligado a releer algunos textos de Sartre donde escribe sobre su ex amigo. Tuve que tomar un rodeo para volver a él, tal el pavor que me provoca el regreso a ese pasado donde la filosofía todavía era posible. Cuando la filosofía como disciplina dejó de tener sentido, se abrieron diferentes alternativas. Transitar la burocrática carrera académica que tan bien recorren los investigadores y los profesores, o tomar el guante con que Merleau-Ponty invitaba a proseguir el trabajo que para él lleva a cabo la filosofía: pensar, y pensar principalmente contra sí mismo. No es que Merleau-Ponty pretenda reivindicar a la filosofía y la profesión del filósofo, más bien intenta reponerlas en su lugar, que es un lugar incómodo, pues su función elemental es la de incomodar al lector, en el mismo gesto en que lo atrapa en su concepto y su estilo. Como ya sabemos de sobra, el problema no es el autor, son sus discípulos y fans. Porque por lo general lo que hacen estos es detener el movimiento que movilizaba al pensador, que era su mismo pensamiento, y convierten algo vivo e indeterminado en una teoría cerrada o un concepto claro y distinto. Los libros constituyen los cementerios de las ideas. Son ineludibles, pues el filósofo piensa mientras escribe, pero a la vez terribles, pues inmovilizan en el renglón lo que se desplegaba en la idea. De alguna manera, es como que Merleau-Ponty trató que su prosa tuviera una vida semejante a la que tenía su pensamiento, de ahí ese estilo alusivo que se rehusa a nombrar una verdad mientras colabora en su aparición, que sugiere más de lo que demuestra. Le podemos aplicar a él las mismas palabras que le dedica a Montaigne en “Lectura de Montaigne”: “imaginó un libro en el que por una vez se encontraran expresadas no solamente ideas, sino también la vida misma en la que ellas aparecen y que modifica su sentimiento”.

Si para Platón el pensamiento consistía en el diálogo silencioso entre el sí mismo y el yo, al final de la metafísica tanto el yo como el sí mismo se habían metamorfoseado o estallado en diferentes individualidades. Merleau-Ponty participó de alguna manera en el armado de esta escena trágica. Incorporó a la actividad de pensar a un actor que si bien se lo conocía (Spinoza y Nietzsche lo habían presentado), había quedado hasta ese momento relegado a un papel secundario: el cuerpo.

El concepto de cuerpo, de cuerpo propio, es muy importante en La fenomenología…, pues toda la argumentación gira alrededor de su descubrimiento. En una oración: se trata de no confundir la percepción con lo percibido, como suele suceder cotidianamente. Aquí voy a permitirme una pequeña digresión, pues cuando escribo que no hay que confundir la percepción con lo percibido, lo que estoy también diciendo (diciéndolo en mi terminología, robada a McLuhan) es que no hay que confundir el contenido con el medio, es decir el mensaje del medio con el contenido que el medio transporta. En otros términos, Merleau-Ponty creyó que podía pensar el fenómeno de la percepción sin reflexionar sobre la técnica y los medios, cosa que nosotros sabemos que ya no es posible, pues como lo dice (muy mcluhanianamente) en su ensayo El ojo y el espíritu: “las cosas son una prolongación o un apéndice del cuerpo, están incrustadas en su carne, y el mundo está hecho del mismo material”. En esta concepción, el cuerpo es un medio de comunicación más, incluso tal vez el más importante. Merleau-Ponty escribe en Lo visible y lo invisible: “Mi cuerpo ¿es cosa? ¿es idea? Ni lo uno ni lo otro, ya que es el mediador de las cosas”. Sería un error conceptual grosero considerar esta función de mediación de un modo empírico, como un simple instrumento que relaciona dos instancias o cosas (la realidad y el yo pienso, por ejemplo), sin tener en cuenta la abultada bibliografía que se ocupó y se ocupa del tema, y que para bien y para mal el campo instituido de la filosofía (pero también el de la sociología y la psicología) ignora: esa mediación no es transparente, no es neutral, no es in-signficante, más bien al contrario: es densa, material y ambigua. Es una mediación donde se instituye el sentido originario de la experiencia, del gesto y de la palabra.

Ahora bien, más tarde Merleau-Ponty va a revisar esta tesis del “cuerpo propio” y de hecho este concepto va a verse desplazado por otro, por uno que según Merleau-Ponty “no tiene nombre en ninguna filosofía”, me refiero al concepto de carne, que presenta en su último libro póstumo e incompleto: Lo visible y lo invisible. ¿Por qué este reemplazo? Un par de motivos se me ocurren. El primero, porque al hablar de cuerpo propio, surge como naturalmente la pregunta: ¿propio de quién sería? Quiero decir, en ese concepto sobrevive el prejuicio tradicional que supone que el cuerpo es el predicado de un sujeto que es, cartesianamente, el yo pienso, cosa que precisamente Merleau-Ponty se había propuesto deconstruir. Hay que pensar al cuerpo como sujeto de la significación, del sentido, que de hecho es lo que hace con tanta dedicación él. Es cierto que es un sujeto singular, pues como sostiene el mismo Merleau-Ponty: “Las mismas razones que impiden tratar la percepción como objeto, impiden igualmente tratarla como operación de un ‘sujeto’”. No es una operación de un sujeto, sino que es una operación que se convierte en sujeto, de la que deriva luego lo que comúnmente llamamos sujeto, y que remite a la representación y la consciencia. Esa operación es una operación mediática, de mediación e institución de sentido. En cuanto mentamos la palabra cuerpo, entonces, lamentablemente, tendemos a objetivarlo, lo representamos como objeto. Son siglos los que asientan este hábito o prejuicio de separar la materia del espíritu, el alma inmortal del cuerpo finito. Merleau-Ponty, por su parte, casi desde el primer momento trató de desobjetivar al cuerpo, incluso puedo suponer que logró subjetivarlo, es decir, convertirlo en el gran actor de peso del drama que se desencadena en la institución de sentido. Y sin embargo, no se quedó conforme con ese concepto, pues el cuerpo no cumple con una condición que a Merleau se le impuso como una preocupación importantísima, y que desarrollará en Lo visible…, que es la de la reversibilidad del elemento que nos hace ser y estar en el mundo. La carne es ese elemento.

En cuanto mentamos la palabra cuerpo, entonces, lamentablemente, tendemos a objetivarlo, lo representamos como objeto. Son siglos los que asientan este hábito o prejuicio de separar la materia del espíritu, el alma inmortal del cuerpo finito. Merleau-Ponty, por su parte, casi desde el primer momento trató de desobjetivar al cuerpo, incluso puedo suponer que logró subjetivarlo, es decir, convertirlo en el gran actor de peso del drama que se desencadena en la institución de sentido

Ahora bien, ¿qué es la carne? “La carne no es materia, no es espíritu, no es substancia”, afirma Merleau-Ponty: “La carne es un elemento del Ser”, como lo fue el agua, el aire, la tierra o el fuego para los antiguos griegos. Es un origen. Y para Merleau-Ponty, la característica de este origen es la reversibilidad, que es lo que define a este concepto de carne: “La carne (la del mundo o la mía) no es contingencia, caos, es textura que se vuelve hacia sí misma y se conviene”. En realidad, no es una reversibilidad hecha o por hacer, como cuando agarramos un guante y lo damos vuelta: “se trata de una reversibilidad siempre inminente y nunca realizada del todo”. Una promesa de reversibilidad, una posibilidad real, una potencia efectiva. Ahora bien, “esta nueva reversibilidad y la emergencia de la carne como expresión son el punto —afirma Merleau-Ponty— en el que hablar y pensar se insertan en el mundo del silencio”. Más allá del bello enigma que despierta esa idea del “mundo del silencio” que sobrevive en una realidad parlante hasta la cacofonía, la otra cara del mismo fenómeno de la voz y la palabra, lo que acá se constata es que hablar y pensar (pero también pensar y pintar, palpar y pensar, etc.) constituyen una unidad, que solo analíticamente puede desglosarse, pues en el fenómeno vivido o experienciado ambas dimensiones se presentan al mismo tiempo y en la misma materialidad. No hay un pensamiento por allá y una expresión por acá, pues, como sostiene él mismo unos renglones más adelante: “el pensamiento es relación con uno mismo y con el mundo tanto como con los demás”.

Que un pensamiento esté inconcluso, entonces, no significa que no esté terminado, solo que para terminarse, para concluirse, para llegar a ser lo que está destinado a ser es necesario la participación del lector, el espectador, el oyente, el otro. La paradoja de la situación radica en que en cuanto el lector, el espectador o el oyente cumplen su tarea y retoman o reactualizan lo dejado por el pensador o el escritor, lo distorsionan, lo transforman porque detienen el movimiento que lleva consigo el pensamiento. Merleau-Ponty, lector filósofo, tenía en claro esta situación trágica en la que un gesto viene acompañado por otro que lo deshace, de ahí su manera peculiar de leer e interpretar, introduciéndose en el mismo movimiento de los pensamientos que nunca se limita a comentar, sino que interpreta para devolverles algo de la vida que se le suele sustraer al abordarlos como sistema, como tesis, como conclusión.

III.

Merleau-Ponty, por cierto, no buscaba acabar con la filosofía, como podríamos decir que lo hizo el filósofo más importante del siglo pasado, Martin Heidegger. Más bien al contrario, trataba de salvarla. Recordemos que para esa época la filosofía como institución estaba atravesando una crisis terminal que no se compara con ninguna de todas sus crisis anteriores —a mediados del siglo XX la filosofía y la metafísica, que para mí son sinónimos, había atravesado el tsunami nietzscheano y los señalamientos implacables de Husserl, y por otro lado había comprendido lo ineludible de la técnica y los medios en la definición de algo así como una naturaleza humana. Merleau-Ponty buscaba ampliar el campo de la filosofía, devolverle ese suelo y origen olvidado por la consciencia y la representación. Es decir, introducir al cuerpo como un actor fundamental en el campo del pensamiento. Pero a diferencia de Spinoza y Nietzsche, la filosofía de Merleau-Ponty nunca buscó ir más allá de los límites que circunscribían el terreno filosófico, o mejor dicho, si transgredió esos límites, fue para ampliarlos dentro de las reglas del juego académico en el que estaba inserto —a diferencia, por ejemplo, de su antiguo amigo Jean-Paul Sartre, que para bien y para mal también fue escritor e ideólogo. A ninguno de los filósofos franceses les viene tan bien el título de profesor como a Merleau-Ponty. Hay que decir que ese momento terrible de la historia, la Segunda Guerra Mundial, es el mejor momento de la filosofía francesa, que hasta allí había tenido una vida secundaria después del big-bang cartesiano. El espíritu potente de la filosofía recorría la autopista temporal que unía Atenas a la Selva Negra. El impulso de este pensamiento francés (en donde habría que incluir, por supuesto, entre muchos otros, a Georges Bataille, Maurice Blanchot y Jacques Lacan) sobreviviría a estos pensadores que nombré y empujaría a la “generación dorada” a convertirse en el faro del pensamiento occidental, donde Gilles Deleuze y Michel Foucault serían de los nombres más representativos —dicho sea de paso, estos dos monstruos del pensamiento tenían un gran respeto por Merleau-Ponty, al que enfrentaban era al otro fenomenólogo marxista francés, Sartre.

Si bien Merleau-Ponty permaneció dentro del terreno delimitado por la institución académica, tampoco era cosa de reproducir su lógica represiva. Merleau-Ponty lo aclara en su clase inaugural en el Collège de France, donde afirma que no se trata de refutar una filosofía para proclamar otra verdad, se trata de respetar la “investigación libre” que esa institución decía profesar desde su misma fundación. Iba a investigar y pensar, sabiendo que lo que incita esa libertad es “el no-saber filosófico”, y no el afán vano de administrar o construir un sistema. Si la filosofía sirve para algo, es para destruir cualquier opinión asentada, cualquier verdad defendida, incluso obviamente la de uno mismo. Merleau-Ponty lo dice de esta manera en “Elogio de la filosofía”: “Los filósofos más resueltos quieren siempre los contrarios: realizar, pero destruyendo, suprimir, pero conservando” Ahora, ¿qué es un filósofo para este filósofo académico que pone en tensión el saber que se produce en la academia? Como sostiene al comienzo de esa conferencia recopilada en Elogio de la filosofía: es alguien que sabe que no sabe y que sin embargo “es testigo de su propia búsqueda, es decir de su desorden interior”. Si ese desorden no existe, es decir si la racionalidad ganó la partida, y el “método” doblegó a la búsqueda, entonces hay que inventarlo… hasta hacerlo estallar. El filósofo es un curioso que no da nada por adquirido ni concluido. Los (no) saberes del pensamiento se acumulan en libros en igual medida que se despilfarran en formas de vida inútiles. La vida de un filósofo consiste en buscar su pensamiento impensable, y desde Merleau-Ponty también se basa en encontrar esa voz narrativa que le permita imaginar que su forma de vida, que para la sociedad podría representar un desastre, un fracaso y un exceso, una inutilidad perturbadora, una provocación, encarna sin embargo las contradicciones que arrasan esas vidas promocionadas por la sociedad progresista, seudo hedonista y conservadora. Para Merleau-Ponty la filosofía “no es el reflejo de una verdad previa sino, como el arte, la realización de una verdad”.

El filósofo es un curioso que no da nada por adquirido ni concluido. Los (no) saberes del pensamiento se acumulan en libros en igual medida que se despilfarran en formas de vida inútiles. La vida de un filósofo consiste en buscar su pensamiento impensable, y desde Merleau-Ponty también se basa en encontrar esa voz narrativa que le permita imaginar que su forma de vida, que para la sociedad podría representar un desastre, un fracaso y un exceso, una inutilidad perturbadora, una provocación, encarna sin embargo las contradicciones que arrasan esas vidas promocionadas por la sociedad progresista, seudo hedonista y conservadora.

Merleau-Ponty, por cierto, no fue el filósofo que me reveló mi inclinación a pensar ni me enseñó mi profesión, eso que yo deseaba ser cuando fuera grande. Pero fue él el que me condenó a asumirla —el primer filósofo que leí como filósofo fue Friedrich Nietzsche, que conocí mientras cursaba el Ciclo Básico Común el año que inauguraban el CBC o un año después, en la cátedra de Tomás Abraham y con Carlos Savransky como docente de nuestra comisión. ¿Por qué fue Merleau-Ponty el que me “condenó” a ser filósofo? Por un lado, por eso que ya dije con respecto a su prosa adictiva y la voz narrativa. Fue él el que me exigió un esfuerzo desmesurado de lecturas y relecturas para que al final no me quedara nunca claro si entendía lo que me estaba proponiendo —de más está repetir que para mí una lectura es una interpretación, en el sentido musical que tiene esta palabra polifacética. Fue su estilo moroso, enroscado, con oraciones que podían durar renglones y renglones hasta agotar mi aliento el que me hizo comprender que la filosofía es una escritura, “y en este sentido —como escribe el mismo Merleau-Ponty—, contar un cuento puede significar un mundo con tanta “profundidad” como un tratado de filosofía”. Al fin y al cabo, es posible imaginar que todas las disciplinas o géneros, cualquiera, desde la teología hasta los análisis de los discursos o el rock, no son otra cosa que variaciones literarias, variaciones en el interminable campo de la literatura, como tan sabiamente nos enseñó el viejo Borges. Por su parte, al mundo hay que describirlo, no construirlo ni explicarlo.

Ahora bien, ¿a qué viene esta mención de Carlos Savransky que hice en el párrafo anterior, un personaje controvertido en mi vida? Es que a Merleau-Ponty lo leí bajo su dirección, para bien y para mal. Varios años después de cursar el CBC me lo rencontré en la carrera de Ciencias de la Comunicación al frente de una cátedra, en la que básicamente se estudiaba al filósofo francés. Con generosidad, Carlos me invitó a sumarme al grupo. Investigábamos las condiciones de posibilidad de la percepción de los signos. Fue gracias a Savransky y a mi amigo Martín Plot que yo terminé reconociéndome como filósofo. No sé a ciencia cierta, tampoco, si esto es bueno o malo.

IV.

Obviamente, la obra de Merleau-Ponty es enorme, pero a mí me pasa que en cuanto invoco su nombre, lo primero que se me representa automáticamente es La fenomenología.... En este mismo momento que emprendo esta revisión de mi acercamiento a él, mi mano va como un autómata al volumen de La fenomenología… que tengo deshecho entre los otros libros de Merleau-Ponty, que como soldados inclaudicables se sostienen de pie a su lado. Tengo la versión tan preciada de Fondo de Cultura Económica con traducción de Emilio Uranga, hermosa y amable al lado de la versión de Planeta-Agostini, casi incomprensible. El papel parece papel biblia, sedoso, suave y frágil. Para abrirlo y sentarme una vez más a releerlo fue necesario toda una labor de reconstrucción, recauchutándolo con cinta y cola. Produce la impresión de un libro herido. Herido, pero no muerto, como alguna vez me hubiera gustado que estuviera. Pero está vivo. Lo que no puedo distinguir todavía es qué tipo de vida tiene: ¿la de un fantasma, la de un zombi o la de una filosofía con futuro?

Más allá de cómo se responda esta pregunta, fueron los pensamientos de Merleau-Ponty los que me permitieron hacer la interpretación que hago de la técnica y los medios, de Heidegger y de McLuhan, y eso a pesar de que Merleau-Ponty casi no le dedica ni un renglón a los problemas de la realidad mediática. Pero es su elaboración del concepto de cuerpo/carne (yo lo nombro como afectos, y postulo que la configuración sensible no es un epifenómeno de la materialidad corporal, sino que son su encarnación o expresión) me da pie para abordar los fenómenos técnicos desde un método fenomenológico, que me parece la mejor perspectiva para pensar la realidad. Si el cuerpo, la percepción, la carne y los afectos remiten a este conjunto amorfo y formado cuyo todo es mayor que la suma de sus órganos, es decir: si los medios son extensiones de los órganos humanos, y estos órganos encarnan en un cuerpo, para reflexionar sobre la técnica hay que hacerlo desde el cuerpo, y es imposible comprender el cuerpo dejando de lado toda la problemática de los medios y la técnica. Por lo menos es imposible hacerlo en el siglo XXI, cuando los medios alcanzaron una evolución tal que ya se insubordinaron de su posición de simples medios. Nunca lo fueron, pero ahora recién la filosofía lo percibe. Tal vez descubrí esta posibilidad de pensar ampliado anidada en el pensamiento de Merleau-Ponty, pero nunca planteada explícitamente por él, a partir de mi interpretación precipitada de Heidegger, que sí se preocupa por la técnica —un filósofo contemporáneo, Graham Harman, evidenció en “La teoría de los objetos en Heidegger y Whitehead”, que el primer pensamiento propiamente heideggeriano que se presenta en Ser y Tiempo, la primera problematización conceptual que aparece en el libro, “su primera aparición filosófica, es su famoso análisis de las herramientas”, es decir, la técnica. Si la técnica es la condición de posibilidad del ser humano, tal como le hago decir a Heidegger, entonces para definir al ser humano, para describir el despliegue de su ser-en-el-mundo, para comprender su experiencia en la institución del sentido, es imprescindible y prioritario elaborar también una crítica de la técnica y los medios. Me expreso mal: no se trata de elaborar una crítica de la técnica y los medios, sino de comprender cómo se efectúa efectivamente el acoplamiento entre ellos, para terminar creando lo que el filósofo Hans Jonas llamó una “unidad dual”, la que con-forman la integración o acoplamiento entre los medios y los seres humanos, entre los medios, el alma y el cuerpo.


* Licenciado en Ciencias de la Comunicación, Magíster en Filosofía de la Cultura, Doctor en Ciencias Sociales y pornólogo. Docente del Seminario Informática y Sociedad. Integrante del grupo editor de la revista Artefacto. Pensamientos sobre la técnica.