Christian Ferrer – “José” Luis Borges – Charly García: por una filosofía argentina

Por danimundo

I.

“Que lindo es ver a la juventud

vivir su esclavitud con tanta libertad”

ChG

Más que filósofos, diría que hay filosofías argentinas que me influenciaron sobremanera. Se trata de pensadores y creadores, no de filósofos profesionales ni tampoco de los otros, los grandes oradores de café, que constituyen una marca registrada de la ciudad de Buenos Aires. ¿Qué significa que no haya filósofos aunque hay filosofías? Significa que el pensamiento no es solo un concepto —aunque el concepto sea importante, obviamente; significa que el sentido proviene de la vida, o de una experiencia intermedia entre la vida y el concepto, donde el sentido brota de uno y de otra. Estas filosofías sin filósofos se decantan de la misma obra de estos personajes, de su producción artística o teórica, y también de su vida —de la interpretación interesada que hago de esta. Uno es músico, el otro escritor (o lector, como le gustaba definirse socarronamente), el otro sociólogo, y no creo que a ninguno le guste ser calificado de filósofo, aunque sí, tal vez, de profesar una filosofía. Los escritos de Christian Ferrer, los relatos, los ensayos y las estrategias de prensa de “José” Luis Borges y las canciones y las performances de Charly García conforman lo que yo interpreto como la filosofía argentina que me sobredeterminó tanto en mi pensamiento como en la forma de pensar, y por ende en los modos de vida que supe construir y deconstruir.

Una cosa antes de empezar con el comentario de la obra de Christian, que yo encuentro encarnada en sus textos, de hecho, pero que debe de ser una proyección mía, es la idea de la crisis terminal en la que se encuentra la filosofía como disciplina en este momento histórico. Es una interpretación. La filosofía está en crisis, en nuestro país y en el mundo, y por motivos más irreversibles que los que ya hace un siglo anunciaban Edmund Husserl o Martin Heidegger, por citar dos nombres trascendentales. El problema específico de nuestro país es que, al ser un país conceptualmente dependiente, con modernizaciones forzadas y con renovaciones tecnológicas con altos costos sociales, cuya mitad de la población vive merodeando la línea de pobreza, la filosofía pareciera que no puede aportar nada original para comprender la realidad. Entonces lo que hacemos es pulimentar un concepto, volvernos especialistas de un autor, convertirnos en el mecánico que sabe usar con experticia sus herramientas e instrumentos de trabajo. Nada más lejos de la realidad. La pobreza es real, por supuesto, hay una pobreza material y una pobreza conceptual, pero la pobreza es también una oportunidad. El que zanjó esta cuestión fue, creo, Jorge Luis Borges en su famosa conferencia “El idioma de los argentinos y la tradición”. Allí, si bien JLB asienta los rasgos principales de la literatura argentina, burlándose de las políticas de la identidad, lo que sostiene tranquilamente pueden aplicarse a la filosofía, que como ya sabemos, para JLB no era más que una rama de la literatura: 1) la filosofía debe cuidarse de los localismos, de abundar en colores locales, pues en el Corán no hay camellos: para bien y para mal, el argentino es parecido a cualquier ser humano de cualquier nacionalidad; 2) la filosofía tiene derecho al cosmopolitismo, a preguntarse por los problemas que atraviesan a todos los seres humanos, pues la capacidad de pensar y de estar perplejos es universal.

Para los temas que a mí me apasionan, estas dos consignas son fundamentales, pues en Argentina lo que prima es la interpretación tendenciosa de la realidad y del presente: hemos sido ganados por la lógica del periodismo. No es un reproche, pretende ser tan solo una constatación. Podría creer que las cuestiones que genera la técnica o los medios masivos de información son ontológicas tanto en Alemania como acá, aunque esa ontología no sea la misma, o el ser que piensa sea diferente. Que nosotros consumamos estos problemas como una ficción, a diferencia de lo que posiblemente ocurra en otros lugares, que los consumen como reales, no significa que son menos auténticos, pues en último término podríamos decir que la realidad es una de las variables que maneja la ficción, y no que la ficción es un género menor al lado de la realidad. Desde mi interpretación, esto debe afectar a cualquiera que se tome en serio el acto de leer. La técnica y los medios constituyen un órgano de la naturaleza humana como lo son una mano o un ojo. No son solo una extensión, son también parte constituyente de nuestra corporalidad. La filosofía, si bien ya dio pasos enormes en esta dirección, tiene dificultades para aceptar, y por ende comprender, esta ontología ampliada que nos impone la técnica o los medios de masas. Es como si los dilemas que estos actores traen consigo, y que son globales, cuando son aplicados en países dependientes quedan como fuera de foco, preocupaciones de diletantes o nicho de investigadores. En cambio, representan la esencia de nuestra situación histórica.

II.

“Ser esa cosa que nadie puede definir: argentino”

JLB

La serie es desigual, obviamente, porque estamos hablando de personajes que no juegan en las mismas ligas, la simple comparación puede sonar absurda, desmedida, injusta. Y sin embargo, son los pensamientos argentinos que más me influenciaron: no por casualidad terminé dando clases durante más de dos décadas con Christian. A Ferrer no le faltan capacidad intelectual, astucia socarrona y compromiso existencial con su obra para estar entre los pensadores más destacados de nuestro país, solo que él no es, a diferencia de los otros dos, un personaje mediático —el querido Horacio González, uno de los maestros y amigos de Ferrer, director de la Biblioteca Nacional durante los años dorados del kirchnerismo, formador de generaciones de discípulos, editor de cientos de libros y escritor de otros tantos, tal vez podría formar parte de esta terna que armé para este ensayo, pero la verdad es que Horacio, que me parecía y me sigue pareciendo el pensador por antonomasia, me influyó muchísimo menos que Christian (y menos que Beatriz Sarlo, debo confesar); el barroquismo sutil y culto de Ferrer me resulta más amable que el de González, que le exige al lector una eternidad de la que carezco. Cada vez que encaro un libro de Horacio González es como que me preparo mentalmente para soportar su estilo proliferante; la escritura de Christian, en cambio, me atrapa siempre en sus descripciones descarnadas y sus análisis meticulosos.

A veces, cuando me detengo inútilmente a pensar en las vidas que tuvimos, creo que Christian hubiera podido convertirse en un personaje mediático, como lo fueron varios de sus amigos (por ejemplo, Martín Caparrós), y que por un motivo u otro no quiso o no pudo lograrlo. Pasta no le faltaba. Eso sí, para alcanzar esa cima desolada hubiera debido escribir libros como lo hizo su amigo y uno de sus “padrinos”, el filósofo Tomás Abraham (al que Christian le dedica dos de sus libros más importantes). Hubiera debido escribir libros sobre la coyuntura política y cultural en los que mimase cierto sentido común progresista, siendo quizás un poco irrespetuoso, pero finalmente complaciente para con su lector. Por honestidad existencial Ferrer no tomó esta senda hacia la Nada. Sin embargo, no dejó de ser nunca un pensador de culto, que como todo pensador de culto que se precie, vive en las sombras. Christian es un personaje marginal, aunque central, incluso en ese campo esperpéntico que es el de la literatura, la filosofía y la sociología en Argentina. Que Ferrer no se haya mediatizado en una sociedad en la que si no aparecés en pantalla y no tenés miles de “me gusta” sos poco más que un paria, no puede dejar de valorarse como un gesto fundamental y una medida de su grandeza. ¿Acaso la vida de un pensador no consiste en evitar los problemas y los dolores, y cuando estos llegan (porque llegan), saber sobrellevarlos con la menor pérdida de alegría posible?

Ahora bien, si hay un concepto central, ineludible, básico, en mi marco conceptual, ese concepto es el de técnica, que yo construyo no solo a partir de los textos que damos en el Seminario de Informática y Sociedad, textos seleccionados en su momento por nuestro maestro Héctor ‘Toto’ Schmucler, Patricia Terrero y Christian Ferrer; lo construyo también teniendo en cuenta lo que elabora el mismo Christian en sus clases y sus libros. Si debiera resumirlo en una consigna, escribiría: la técnica, antes o más allá de ser un instrumento, es una forma de vida. Es una frase muy simple, cuyo origen le achaco a Gilles Deleuze. Parece obvia, y sin embargo yo encontré en ella tal profundidad, tal intensidad, tal misterio, que bien mereció que le dedicara muchísimas horas a desentrañarla, sin garantías de haberlo logrado. ¿Qué es una forma? ¿Qué es una forma-de-vida? ¿Hay una vida sin forma? ¿Hay una única forma-de-vida? ¿Puede uno participar en la formación de esa forma de vida? ¿Qué significa técnica? ¿Cómo es la vida de los lectores en una sociedad que dejó de leer —o que lee todo el tiempo, pero de un modo totalmente diferente al modo en que lo hacen los que se formaron con una tele en blanco y negro?

Nunca olvidé el par de clases que Ferrer le dedicó a los cínicos griegos en un seminario de grado que cursé a mediado de los años 90, no solo porque luego leí mucho sobre esta “escuela” de pensamiento griega tan controvertida, la primera que hace del escándalo mediático un instrumento de pensamiento —y lo hace muchísimos siglos antes de que existiese siquiera la más mínima idea de medios de comunicación. Christian es un cínico, aunque nunca haya dejado de estar lo más lejos posible de cualquier hecho mediático. No digo que sea un cínico en el sentido que el periodismo y alguna literatura avezada le da al concepto (un ser que desprecia la realidad y al otro), sino en el sentido que Peter Sloterdijk le da al término en su libro “Crítica de la razón cínica”. El cínico desconfía de los valores que rigen la vida social, la vida normalizada, y en un tono pesimista y escéptico, llama la atención de la sociedad poniendo el dedo ahí donde ésta se creía “sanada” tapando la herida con una Curita. Esta tradición de pensamiento culmina, para mí, en la experiencia de la parresia foucaultiana, otro pensador medular en la formación de Ferrer. Finalmente, no habría que olvidar que el pensamiento es cuerpo, carnadura y perturbación, y que la verdad que se desprende de ese amasijo es irrefutable, pues es nuestra vida.

Por supuesto que también tengo mis diferencias con Ferrer, diferencias teóricas, diferencias existenciales (podríamos decir). Pero estas diferencias lo único que hacen (bueno, tal vez no sea lo único, pero algo importante que hacen) es remarcar la dependencia de mi pensamiento con el pensamiento de Christian, encarnado en sus libros, en nuestra cátedra y en su vida. Como dije, creo que Christian estaba destinado a ser un filósofo mediático (el primero, casi), pero su voz y sus principios se lo negaron.

A la obra de Ferrer la divido en tres zonas, o cuatro si consideramos sus clases como parte de ella, y lo es. Por un lado, están los libros en los que centralmente reflexiona sobre la organización técnica o maquínica de la sociedad (Mal de ojo; El entramado. El apuntalamiento técnico del mundo; Los destructores de máquinas y otros ensayos sobre técnica y nación); luego están esas seudo biografías meditadas de Barón Biza y Martínez Estrada; por último, pero no por eso menos importante en la vida de nuestro pensador, sus libros y escritos sobre el anarquismo (Cabezas de tormenta, etc.). Agregaría un paquete más a esta obra vasta, un paquete diseminado en revistas, que tal vez socialmente son inocuas, pero que son fundamentales en el campo de las letras: revistas que organizó, de las que formó parte o en la que colaboró editando, como La Caja, El ojo mocho, Artefacto, entre otras —Ferrer es como el último representante de un tipo de intelectual que se forjó alrededor de las revistas en las que participó, su ideología, su impronta política, su manera de investigar; gran parte de la tradición político-cultural de nuestro país se desplegó al ritmo batiente de estos artefactos culturales que hoy desaparecieron, como desaparecieron los suplementos culturales de los grandes diarios; pensar que fueron reemplazados por medios digitales como Twitter o Instagram es tentador, pero totalmente equivocado. Para mal en todos los sentidos, los medios digitales están en poder del enemigo, a lo sumo nosotros lo que hacemos es rompernos la cabeza con ensayos que van a perderse en la catarata de información que vomitan las redes. ¿Quién los leería?

El libro que más veces leí de Ferrer fue el primero, Mal de ojo. El drama de la mirada, en esa pésima (pero tan fecunda) edición de Colihue en la que resulta imposible que no se deshoje a la vuelta de cada página. El título siempre me pareció excelente. Tiene un significado local portentoso. Sé lo que significa el mal de ojo en nuestros pagos, y recuerdo cómo se curaba cuando era chico: mi mamá visitaba a una curandera que vivía a un par de cuadras de casa, en el barrio de clase media de Florida, Vicente López (ella también curaba el empacho a distancia). Obvio que no se refiere sólo a ese significado local el libro, en donde alguien por la potencia de la mirada puede “ojear” a otro, sino que apunta también a cómo la mirada fue el sentido capturado por los dispositivos del poder, y cómo está siendo explotada. No digo tampoco que sea el mejor de sus libros (¿con qué criterio compararlo, por ejemplo, con el interminable La amargura metódica?). Lo que sucede es que encuentro en él el germen de todo lo que luego iba a pensar Ferrer: es un ensayo sobre la historia de los márgenes de la historia, una memoria de lo que la historia arrumba en el pozo ciego del olvido, injusticias y calamidades forjadas bajo la gloriosa consigna del progreso. Todo un clima benjaminiano, por cierto, pensador que Ferrer conoce muy bien. Con su tono escéptico y mordaz Ferrer diagnostica que “Argentina está a merced de las retóricas de segunda mano de los entusiastas de las nuevas generaciones de electrodomésticos”. Gracioso y real.

Así, en “El mecanismo”, un ensayo recopilado en Los destructores de máquinas, Christian mecha párrafos en los que se relata la extinción de diferentes especies de animales al ritmo de la llegada de los europeos a sus tierras, con reflexiones ácidas (como siempre) sobre el despliegue de la técnica y los medios en la sociedad “globalizada” de fines del siglo XX y comienzos del XXI. El mismo espíritu encontrábamos ya en Mal de ojo, por supuesto —recordemos que el ensayo que abre Los destructores… es el mismo que cierra su primera obra.

La técnica no es neutral, es una idea que atraviesa toda la obra de Ferrer y que está inscripta con letras de neón en el frontispicio de su cátedra. Hay que pensar los fenómenos técnicos y históricos sabiendo que “la llave maestra de la libertad lo es también del control. Es una reversibilidad ineludible”, escribe Ferrer. En mi lectura, en este enunciado, además de encontrar una radicalización del método foucaultiano —para el cual, como ya sabemos, no se trataba de que los prisioneros se apropiasen de la torre de control e invertir así las relaciones de poder, se trataba más bien de derribar la torre de control—, encontramos la regla básica de cualquier pensamiento, sobre todo del pensamiento sobre esos hechos cotidianos y banales que nos pasan desapercibidos, como son los hechos técnicos, frente a los cuales por lo general se tiene una y solo una postura: o se está a favor y se los festeja como maná, o se los rechaza y no se los quiere (ni puede, quizás) reflexionar. Todo fenómeno, pero principalmente los fenómenos técnicos o mediáticos, tienen dos caras (tienen innumerables caras), y hay que esforzarse por descubrirlas o develarlas. Christian hace carne esta lógica para pensar los fenómenos históricos. Esa “reversibilidad inevitable” es la característica de cualquier fenómeno. No se puede pensar un fenómeno sin pensarlo también desde otra perspectiva. En todo caso, si somos incapaces de ese ejercicio, nos queda la alternativa de saber que nuestra perspectiva no es la totalidad del fenómeno, y que sólo una mente prejuiciosa puede suponer tal cosa. Esta idea se desprende de la bibliografía que integra su cátedra en la carrera de Ciencias de la Comunicación, pero a la vez Ferrer lo hizo un rasgo de su método. Eso sí, él casi como ningún otro siempre va a estar del lado de las víctimas y los que fueron arrumbados por los dueños de la historia, rescatándolas del olvido, y que si perduran, lo hacen “quizás, de vez en cuando, en alguna taberna, alguna palabra, alguna canción, hilachas que nadie registró”, escribe Christian. Qué linda manera de aludir a la vida de esos seres cotidianos e infames.

Siempre me llamó la atención la capacidad única que tiene Ferrer para encontrar en el océano de la información histórica perlitas enterradas o borradas de la faz de la memoria, como si su auténtica pasión fuera la del archivero, el roedor de bibliotecas que se ocultan en el medio de la cornucopia de novedades librescas. ¿Cómo lo hace? No puede ser sólo visitando, como solía hacer en la prepandemia, esas librerías de viejo que lo apasionan: “El continente sumergido de las librerías de viejo está abarrotado de la resaca de otras épocas”, escribe, por ejemplo, en su Barón Biza. Hay un arte en la búsqueda, y una maestría, como un joyero avezado, en sacar provecho de lo encontrado.

Donde lleva hasta el extremo esta capacidad de encontrar datos inéditos es en esos personajes literarios a los que le dedicó años de pasión, búsqueda y lectura: Jorge Barón Biza y Ezequiel Martínez Estrada. Ambos son personajes centrales en la trágica historia cultural de nuestro país, que el festín del campo intelectual en todo caso visita de compromiso como a un pariente mejor olvidable, si es que los visita. No creo ser muy astuto al pensar una relación de identificación de Ferrer con ese héroe (o mejor dicho, antihéroe) de nuestra cultura, Martínez Estrada —una identificación casi patológica, al que ya le dedicaba las últimas páginas de su Mal de ojo. Como sea, investigando y reflexionando sobre estos seres desengañados, melancólicos, pesimistas, lo que hace es mostrar la faz más hipócrita de nuestra sociedad mediatizada.

Si bien Christian es un intelectual brillante, con un análisis siempre desalentador de las “alegrías” del presente, escéptico de cualquier adelanto tecnológico, tengo para mí que ese aferrarse y tirar materialmente del “hilillo de voz” de los marginales con el que cierra Mal de ojo le pesa al mismo tiempo que lo alienta a pensar a contrapelo la historia argentina. Pienso que la decisión, por ejemplo, de proclamarse anarquista e investigar su historia como lo hace, no responde a cuestiones ideológicas, responde a cuestiones existenciales. Lo dice él mismo en “Átomos sueltos, vidas refractarias”: “el anarquismo no constituyó un modo de pensar la sociedad de la dominación sino una forma de existencia contra la dominación”. Es un principio vital.

De este modo, si nuestra sociedad confortable y acomodaticia hace que la sociología sea un instrumento al servicio social, es decir al servicio del poder, Ferrer utiliza el saber para desmantelar cualquier idea de confort. El anarquista ya no atenta poniendo bombas contra la sociedad, es cierto, quedaron muy atrás esos años épicos; hoy atenta obligando a sus interlocutores a dudar, que es la auténtica esencia de una filosofía. Si el anarquista ya no pone bombas ni practica regicidios no es porque nuestra sociedad por fin se haya vuelto justa y no queden reyes o ricos a los que “ajusticiar”, sino porque el sentido de la historia ha variado. Entre la época o los hechos que Ferrer retoma del anarquismo, y la época y los hechos en los que a él le tocó en suerte vivir, no solo el sentido de los sueños cambió, cambió también su sustancia.

Por último, dentro del armazón teórico elaborado por Christian, la función del dolor y la búsqueda de aplacarlo o amortiguarlo por medio de prótesis técnicas y de ideologías hedonistas resulta central. El tamaño de la frustración es correlativo al de las ilusiones y las esperanzas: no vinimos a esta vida para ser felices, podría ser la conclusión trágica, pero realista, que tiñe la filosofía de este pensador de la técnica distinto a cualquier otro (un pensador que piensa como sociólogo, es increíble cómo la formación de grado determina nuestra manera de pensar, aunque la problematicemos y tratemos de dejarla atrás durante toda nuestra vida), que considera que “la tecnología del siglo XX tuvo como misión impedir el desplome físico y emocional de la población”, como escribe en “El sufrimiento sin sentido y la tecnología”. Nada para festejar. Cualquier distracción fagocitada por las industrias del entretenimiento, de la salud, del confort, no es más que un subterfugio que no resuelve ningún problema, en todo caso lo aplaza, lo posterga. Apostamos a una postergación tras otra, hasta que llega la suma total a pagar. Es nuestra vida. El dolor, la capacidad o la fatalidad de sentir dolor es la constante que vincula o iguala a todos los animales, y que el ser humano sueña con erradicar para sí, mientras somete al resto de las especies a la aniquilación o a la industrialización implacable —también se somete a sí mismo, hay que decirlo, por las dudas. No se trata de un masoquismo teórico ni de una inclinación malsana a sufrir, se trata de pensar de modo realista las características del ser humano, meditando sobre las consecuencias psíquicas, sensibles y afectivas que trae consigo “el apuntalamiento técnico del mundo”.

III.

“No elegí este mundo, pero aprendí a quererlo”

ChG

Borges, bueno, Borges es una cuestión totalmente diferente. Primero, y por motivos obvios, la figurita de JLB es la más grande de los escritores argentinos, ninguno tiene ni tuvo la importancia local y la repercusión global que conoció él. Lo leí por primera vez a mediados de la década del ’80, cuando cursé algunas materias en la facultad de Filosofía y Letras —para ese momento Charly ya había desarmado tres o más bandas emblemáticas del rock argentino, y el Borges persona se estaba muriendo en Ginebra.

JLB forma parte del panteón de ídolos argentos en el que se codean Gardel, Evita, Maradona, Charly y uno más, pero no más que uno. Él se consideraba académico, aunque criticaba la academia y era autodidacta, pues no estudió en ninguna universidad: “Yo soy un académico, y ahora creo que son un error las academias”, afirmaba JLB en una especie de mesa redonda que se organizó a su alrededor a comienzos de la década de 1970 en México. Para mí esta capacidad de Borges para metamorfosearse en un personaje mediático al mismo tiempo que se volvía el abanderado de un país muy reducido, muy privilegiado, que es el país de las letras, el país del conocimiento, este cruce entre lo masivo y lo exclusivo, me parece mucho más interesante que el significado de su obra o de alguna parte de ella —estoy exagerando, obviamente: me aplicaría a mí mismo esa burla que Borges le hace a un estudiante que le confesó en un final que Shakespeare no le gustaba: “es que Shakespeare todavía no escribió para vos”. Consciente o inconscientemente, Borges tuvo con los medios de masas una relación estratégica, que le permitió crear una pymes de sí mismo con un altísimo rendimiento —tal rendimiento que aún hoy, a tantos años de su muerte, sigue dando rentabilidad. Responda o no a un plan, sin ir muy lejos, ya a mediados de 1930, en ese libro para mí emblemático que es La historia universal de la infamia, despunta de algún modo este uso de los medios que de ahí en más no dejaría de acrecentarse, pues es un libro integrado por relatos muy intelectuales, graciosos y absurdos que aparecieron en el suplemento cultural de un diario popular de aquella época —Borges junto a Ulises Petit de Murat fueron los directores del Suplemento Multicolor del diario Crítica durante un año. Todos los relatos son una burla al sentido común. El periodismo en aquella época no había acosado todavía, se ve, todos los rincones de la psique.

Por otro lado, la obra de Borges ya fue más que comentada, analizada, recontranalizada, fue puesta de un lado y del otro, desarmada palabra por palabra y vuelta a montar como una maquinaria perfecta, cerebral, matemática. No creo que haya otro autor argentino con la misma cantidad y calidad de análisis. Nada puedo agregar a este mamotreto de bibliografía complementaria que a lo sumo leo con placer, o que leí en algún momento, cuando no me daba vergüenza hablar de JLB —ahora no sólo me da vergüenza, también me genera irritación que cualquiera hable de JLB como si fuera un entendido (es que hay más borgeanos que lectores de JLB), y lo conviertan en un estructuralista o un postestructuralista, un existencialista, un barroco, un fascista, un antifascista, un comunista, un anticomunista, un “gorila”, un anarquista (como a él mismo le gustaba caracterizarse, siguiendo las huellas de su padre, supuestamente), etc. No puedo agregar nada a esta lista que sigue y sigue, y que como ya nos lo había dicho hace años Rafael Cansinos-Assens en uno de sus trabajos sobre Borges, la obra de Borges se presta para cualquier apropiación, incluso para apropiaciones contradictorias. ¿Qué podría agregar un simple lector a estos análisis más que documentados y meditados?

Un simple lector. Una de las cosas que me tomé muy en serio que JLB repetía cada vez que podía, es que la lectura tiene que ser una actividad básicamente placentera, una actividad que no tuviera la menor relación posible con la vida escolarizada o cualquier otra institución. Una lectura hedonista, idea que tranquilamente puede organizar una vida, pues no es tan cara (todo lo caro que supone el hecho de comprar un libro, que en nuestro país es un objeto de lujo); solo requiere de tiempo, que es una de las cosas más difíciles de conseguir —dicho sea de paso, una de las características del personaje JLB es su austeridad: la riqueza trae contratiempos, como los trae la pobreza y el placer. Una vida, entonces, fundada en la lectura inútil, y como tal, fundada también en el olvido, ¿qué manera extraña de burlar la otra vida, la vida normal, no? ¿Quién quiere vivir una vida normal, además?

Como ya dije, en este breve apartado indicaré tan sólo el uso que hace Borges de los medios de comunicación, porque implica todo un movimiento geológico en el territorio de las letras. Para lograr esto, debemos empezar diciendo una obviedad (una obviedad que también es tema de los trabajos de Borges): hay dos Borges —bah, hay muchísimos Borges. Este tópico clásico de su poética —junto a los siniestros espejos, los laberintos, el desierto, las mitologías, los márgenes de la ciudad y por ende de la cultura, con sus malevos— no remite exactamente a lo que quiero plantear aquí. No es un problema del doble, como lo escribe en “Borges y yo”, por ejemplo, un relato de El Hacedor: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas … Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etiologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte estas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura … Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros … Así, mi vida es una fuga, y todo lo pierdo, y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página”. Aquí nos encontramos con un juego al interior de la escritura, un desdoblamiento y a la vez una posesión, que es más o menos usual en el drama de los escritores y los artistas: la “influencia”, la posesión: yo soy otro —en un programa en homenaje a Borges, el escritor Blas Matamoro inventó una fábula, que confesó haberla escuchado por ahí, en la que Jorge Luis Borges en realidad nunca existió; a JLB lo inventaron unos argentinos, entre ellos Adolfo Bioy Casares, y que ese hombre que conocemos con el bastón, con problemas de vista y con un hablar dubitativo en realidad lo representó un actor italiano que de tanto repetir al personaje, terminó creyéndoselo. Una ironía borgeana, pero que despunta lo que me interesa plantear acá: el Borges íntimo y secreto que escribe, que era muy gracioso, y al que nosotros leemos; y el JLB que conocemos, público y viejo.

En una entrevista que le otorga a Antonio Carrizo unos meses antes de morir, y que comienza con un disco donde se lee este relato que acabo de transcribir (“Borges y yo”), Carrizo hace un chiste malo que no se entiende bien en el que termina diciendo que bueno, que lo habían traído a esta entrevista a Borges para sacarse de encima a Borges (o algo así), y Borges responde: “Yo querría sacármelo de encima, pero sigo tercamente viviendo…”. La presencia de JLB provocaba unos comportamientos y una especie de protocolo de seriedad que en verdad a Borges le hubiera gustado alivianar, pero que el personaje mediático se lo dificultaba o impedía. Borges contaba chistes verdes.

Un poco más adelante en esta entrevista leen un poema suyo, y Borges responde: “Caramba, son lindos versos, aunque sean míos, ¿eh?”. Hay decenas de este tipo de puesta en duda de su propio valor y de su identidad. La aparición del otro Borges (JLB SA) habilita este recurso de la falsa modestia irónica, afectada pero real. Al tiempo que agiganta al personaje, lo convierte en un ser querible: la humildad acompañada del chiste burlón, pero no inmediatamente decodificable (muchas veces me pasa escuchándolo o leyéndolo que lo que podría considerarse un elogio termina siendo una descalificación), crean un personaje que por un lado está muy cerca de la gente, al mismo tiempo que crea una obra que nos proyecta al mundo entero y que implica una enorme dedicación. En mi caso, Borges fue el que me inventó una tradición argentina, es decir que organizó una biblioteca, que no sé si en este momento sigue viva, pues han pasado miles de cosas (entre otras, el juicio que sufrió Pablo Katchadjian por haber hecho con Borges lo que Pierre Menard le hizo al Quijote), pero que para la generación anterior a la mía, integrada por Sarlo, Piglia, Saer, Aira (por citar tan solo un par de apellidos célebres), sin duda era un referente ineludible, el contrincante de peso que había que voltear de un cross a la mandíbula para poder escapar del laberinto que administra su literatura. Y que constituye nuestro mundo.

Como sea, no es a este juego literario al que me estoy refiriendo cuando hablo de “dos” Borges, aunque por supuesto lo tengo en cuenta. Me refiero a otra cosa. Nadie pone en duda que la obra de Borges es gigante y que fue un faro que colocó a la Argentina en un mundo global de las letras, pero su difusión, estoy seguro, no se debe a la grandeza de su prosa ni a su estilo tan característico ni a los temas que elaboró (elementos que sin duda colaboraron en su grandeza, por supuesto), se debe a un plan estratégico de difusión: Borges tuvo consciente o inconscientemente un departamento de prensa que lo acompañó, no digo desde el principio, pero sí, creo, desde mediados de los años ’30 o principios de los ’40, cuando, por ejemplo, no ganó el premio nacional de literatura con “El jardín de los senderos que se bifurcan”, reunido luego con “Artificios” en Ficciones, que sus amigos denunciaron a diestra y siniestra. En ese momento JLB era ya una figura pública, que el peronismo (y el uso que JLB hizo de su proscripción y persecución) no dejó de agigantar. No hay que olvidar, además, que como asegura Ricardo Piglia, JLB fue el último y tal vez el único intelectual de peso pesado que proporcionó la derecha en Argentina, lo que no puede dejar de incomodar a los que habitan el campo de la cultura argentina.

En una de las entrevistas que le concede a Fernando Sorrentino, éste le pregunta qué le parece que todos lo reconozcan en la calle. La entrevista se realizó a fines de la década del ’60. Borges responde: “Bueno, yo no diría todos, pero me es grato saludarme con desconocidos”, y cuenta la anécdota (apócrifa) de una vez que lo fue a saludar un boxeador y en lugar de llamarlo por su nombre, le dijo “José Luis Borges”, lo que a él le pareció que mejoraba su marca, porque evitaba la repetición de “orge” en el nombre y el apellido: “a la larga —comentaba Borges— yo voy a figurar en la historia de la literatura como José Luis Borges” (Sorrentino le comenta que en el diccionario Larrouse es así como figura, lo que le causa gracia y lo lleva a elogiar los lapsus o furcios). Más allá de lo gracioso sublime de este equívoco, tan solo subrayaría aquí esta idea de que todos lo reconocen, incluso en esa época pretelevisiva, incluso un boxeador. Ya para 1980 Carrizo, en la entrevista antes comentada, le agradece que haya ido hasta el canal, sabiendo lo ocupado que estaba por todas las entrevistas que JLB había concedido hasta esa fecha —en otra entrevista televisada en Mar del Plata de mediados de los 80 le preguntan a JLB cómo es un día en su vida, y entre otras cosas responde que entre las 11 y las 12 de la mañana recibe a los periodistas, a todos a la misma hora, en su casa. JLB recibía a cualquiera que quisiera entrevistarlo; Piglia adelanta la idea de que JLB estaba muy solo. Como sea, sin duda hay un Borges mediático, que para la firma JLB SA es tanto o más importante que el Borges escritor. ¿Cuál será el auténtico?

Hay un Borges mediático. Es ciego, es erudito, es cosmopolita, es charlatán, responde a todas las preguntas, tartamudea, y como dice en algún lado burlonamente Julio Cortázar, es y fue siempre viejo. Es el JLB que se produce y se consume a través de los medios de masas (revistas, diarios, radios y finalmente televisión), por los que el Borges narrador y escritor siente la misma pedante aversión que marcaba como un sello de fuego a los habitantes del campo literario —tengo para mí que este desprecio de las “letras” por los medios de masas (y por las masas sin más) fue lo que alentó la creación de una carrera de grado como Ciencias de la Comunicación a mediados de 1980, en la que yo me formé. Lo que digo es que el campo de la literatura despreciaba a los medios como difusores de banalidades y lugares comunes chabacanos, soñando o exigiendo siempre “mejorar” su programación, es decir, algo errado en su esencia, pues los medios son lo que son, no lo que los seres humanos quieren que sean. Es decir, no son simples instrumentos a nuestra disposición, más bien son la atmósfera que respiramos. Y es como si JLB lo hubiera advertido y se hubiera propuesto sacar todo el provecho posible de ellos. No le fue mal. Fue el primero en hacerlo. Fue el que llegó más lejos.

Este gesto de Borges de convertirse en una figura pública y mediática, de convertirse en JLB, la otra faz del escritor de cenáculos, integrado en lo más selecto de la seudo aristocracia patricia argentina, me hace acordar a otro de los personajes más famosos del siglo pasado, Albert Einstein. No me cabe la menor duda que no fueron sus ensayos sobre física de 1905, que leí hace unos años, y que me resultaron poco menos que incomprensibles, los que lo catapultaron a la fama global, ni tampoco fue el otorgamiento del premio Nobel, que fue dado a tantos físicos fundamentales de la entreguerra cuyos nombres nadie recuerda ni conoce. Fue su capacidad inigualable para irrumpir en la escena pública, representar por un lado el saber más elaborado y complejo de la época, y sin embargo ser, por otro lado, un ser mediático que tapizó la historia con anécdotas graciosas, lo que lo volvió el personaje que conocemos, con los pelos alborotados y que iba en bici al trabajo.

Leer a Borges no sé si es placentero. Es apasionante. Durante años me negué a releer a Borges, lo encontraba en la boca hasta de animadores televisivos que nunca habían visto un libro en su vida. Me parecía pedante y snob andar hablando de JLB, todavía me lo parece. Pero a la vez no puedo negar la influencia macabra que tuvo en mi vida, pues no solo organizó mi primera biblioteca, la que armé como pude cuando me fui de la casa de mis padres, allá por la década del ’80. ¿Recuerdan esos libros de tapa dura y negra que traían un prólogo de Borges y que se vendían en los kioscos de diarios? Lo que sucede es que la biblioteca que propone JLB es infinita: siempre habrá un libro por leer, un libro no leído, un libro que merece ser releído.

Indicado esto, llega la pregunta crucial: ¿tiene Borges o JLB una filosofía? La respuesta es obvia: obvio que sí, aunque él no sea un filósofo, y cada vez que fue llamado así, él lo rechazó y respondía con humildad confesando que a lo sumo era poeta. De hecho, estoy convencido que el conocimiento que tiene de los filósofos que cita (no sé, digamos, Heráclito, Spinoza, Schopenhauer, etc.), es un conocimiento de segunda mano, como si hubiera aprendido (y aprehendido) su doctrina de libros de divulgación, o en su amada Enciclopedia Británica. Si nos detenemos en las menciones a filósofos que hace JLB, comprobamos que siempre recurre a las mismas ideas, que no son cuestionadas, cosa que para un filósofo, para un lector de filosofía, sería algo poco menos que incomprensible. JLB lo naturaliza, y es lógico que suceda esto, pues es un escritor. Es más bien la atmósfera libresca que crea la figura de este tipo que antes de los cincuenta años se había quedado ciego, que recupera la posición del lector como la clave de la literatura, y que hace de la literatura un ser omnívoro que devora y metamorfosea todo lo que le sale al paso, desde la metafísica hasta la teología o la historia, lo que me parece genial. No es que todo sea ficción, obviamente, como concluiría una lectura apresurada (seguro todos recordamos alguna vez que JLB dijo que las masas, los países, los continentes no existen, que son abstracciones, que lo que existen son individuos, y que el resto es literatura). Es que la ficción y la imaginación constituyen una dimensión de cualquier realidad, incluso de la realidad más alienada que se nos ocurra. Ironías de la vida, es el Borges real (?) el que se burla de una persona que le dedicó su vida al acto infame de leer, el que yo recupero como guía filosófica y literaria.

Los elementos de la filosofía de JLB, los elementos en los que me detengo y me detuve siempre, son su condición de argentino cosmopolita y autodidacta erudito (impensable hoy en una sociedad y un mundo que se institucionalizó y convirtió a la escuela y a la universidad en lugares de pasaje y formación obligatorios). ¿Qué es de JLB lo que me influyó de manera determinante? ¿A qué le temí durante tantos años, que me prohibí volver a releerlo? Ese estilo suyo tan engañoso, preciso y claro, tan imitable, encubriendo una filosofía imaginaria compleja y cerebral, seguro: que su obra puede concebirse como un laberinto del que solo puede escaparse por arriba no es solo un tema, un contenido híper explícito de su filosofía, tal vez también sea parte de su forma de escribir y pensar. Aunque seguro que fueron anécdotas tontas, ideas congeladas y comercializadas, aquello que uno consume sin esfuerzo lo que más me influyó, que son cuestiones todas éstas muy diferentes que sus escritos, que hay que leer y releer fatigosamente. Como quien dice, me compré el personaje del lector ciego que le dedicó su vida a la literatura (tan claramente retratado en El nombre de la rosa, la novela de Umberto Eco que lo tiene como personaje central en el bibliotecario español Jorge de Burgos). Porque esa apuesta que hace JLB, por la que destituye la diferencia entre realidad y ficción, la diferencia entre realidad y sueño, la diferencia entre realidad y alucinación, es fundamental para pensar nuestra vida, es decir para vivirla. Porque si bien se nos imponen de manera tan prístinas y evidentes, estas diferencias no hacen más que responder a una convención o una creencia: son ilusorias y por eso reales, y frágiles. Es cierto que esta filosofía tal vez no sirva para hacerse camino en la vida rendida al utilitarismo, la ganancia (material y simbólica) y la felicidad garantizada, pero por lo menos hace llevadero el sendero: ser un inútil social, o tratar de serlo, debe de tener algún beneficio. En término filosóficos “duros”, diría que Borges es un agnóstico, un nihilista y un creyente a la vez. Y si hay un estado de ánimo que alienta y frecuenta tanto Borges como la figura de JLB, es el de la perplejidad, un estado de duda frente a cualquier materialidad de la realidad. ¿Hay un elemento más filosófico que éste, acaso?

En más de una ocasión Charly se refiere a Borges, se compara con él, calibra su peso, se burla, como en ese recital de mediados de los ’80 en el que hace un chiste malo y se disculpa diciendo que si eso lo hubiera dicho Borges, a todos les hubiera parecido una genialidad. Cualquier comparación es un error, cualquier equivalencia, una falacia, que solo cometo para colocar a Charly García en el lugar que creo que debe de ocupar en el mezquino campo de la cultura argentina.

IV.

“ejercer un autocontrol, es decir,

una apropiación de sí”

ChF

Y finalmente arribamos al artista argentino más grande de todos los tiempos: Charly García. A la cultura argentina nadie la ayudó a transformarse y abrir el imaginario tanto como lo hizo Charly García durante casi medio siglo. El costo de esta potencia transformadora se pagó con la carne y la vida del mismo ChG, obvio, y él lo supo desde muy temprano. Para la época de Say No More (el disco y el personaje) vemos en la cajita del cd a un Charly García crucificado. Sin dudas que ChG colaboró lo suyo en la construcción del mito del artista incomprendido “suicidado” por la sociedad. Ese personaje transformó la realidad.

El primer disco que compré en mi vida fue Vida, de Sui Generis. Y el primer recital que fui a ver, fue la presentación del álbum Bicicleta, de Serú Girán, en el estadio Obras Sanitarias. Tendría 13-14 años. El primer disco, el primer recital, es decir, objetos o ritos de pasaje, inauguraciones y fundamentos sobre los que luego discurre una vida, equivalentes a lo que genera “el primer amor”. De ahí en más habré ido a verlo, no sé, por lo menos una docena de veces. Pensé que era un número digno, ahora me parece insignificante y me da vergüenza. Durante la pandemia leí todos los libros que había ido acumulando que se refieren a ChG, pero hubo dos que marcaron un antes y un después. Son tan importantes estos dos tomos de Esta noche toca Charly, del periodista Roque Di Pietro, que creo que habría que considerarlos parte orgánica de la obra completa del artista. ¿¡Cómo?! ¿Por qué estos dos libros de un periodista forman parte de la obra de ChG? ¿De qué forma marcaron un antes y un después? Registran y comentan todos los recitales… bueno, no sé si todos pero sí diría que el 95 % de los recitales y los post recitales que ChG dio desde el mítico festival Buenos Aires Rock en 1972 (recital que está filmado) hasta los que dio en 2008, cuando concluye el segundo tomo. Yo digo que estos libros forman parte de la obra de ChG, pues habría que considerar los recitales y los shows en vivo como elementos importantes en la obra de un artista, tanto como la producción de un disco en estudio. Más si ese artista es la única estrella de rock que tuvo nuestro país.

(Le estoy agradecido a la pandemia la disponibilidad de tiempo que me permitió ver y rever miles de horas grabadas de nuestro héroe, recitales inocuos, ensayos, camarines, fiestas postshow, en estado normal o “sacado”, etc. Es una experiencia fundamental por lo menos por dos motivos: 1) porque evidencia la clarividencia de ChG en ese gesto warholiano o beatle de registrar todo lo que hace, solo que lo que hace lo hace en un país dependiente y sin dinero, es decir en condiciones casi artesanales, todo un logro (de hecho, en una entrevista de pocos minutos al pie del ascensor de su edificio ChG afirma que está filmando películas todo el tiempo, y alguna vez alguna de las “chicas” de ChG se quejaba porque tenía que estar todo el día filmando. Está registrado); 2) porque me revalorizó la experiencia de verlo en diferido, que no es lo mismo que verlo en vivo, obviamente, pero que tampoco es peor (ni mejor), es otra experiencia en la que se comprueba las diferentes interpretaciones que hizo de su propia música (un buen talero para evaluar esta evolución interpretativa es, para mí, escuchar las diferentes versiones de “Confesiones de invierno”, desde las que hace en los 70 hasta las salvajes de la etapa SNM)).

Si sobre JLB no me sentía capacitado para elaborar un comentario, sobre ChG mucho menos. ¿Por qué? Primero, porque hay muy poco, si es que hay algo, que no se haya dicho sobre él. Es cierto, gran parte de todo esto que se dijo, se dijo desde la lógica y la narrativa del periodismo (igual, creo que la obra y la vida de ChG son, dentro del campo del rock argentino, las que más libros “teóricos” o ensayísticos cuentan en su haber), pero es un registro válido éste para calibrar, no el valor de nuestro artista, pero sí el valor social, las subas y las bajas, las tensiones y los rechazos en la valoración social que conoció Charly a lo largo de su vida. En este nivel, la obra y la vida de ChG generaron tensiones, rechazos y reconciliaciones como no lo hizo ningún otro artista en nuestro país. ChG rompió y reafirmó un montón de veces ese contrato con su público —esto no lo hizo ni siquiera Luis Alberto Spinetta. Basta pensar, por poner algunos ejemplos a esta altura clásicos, el paso que dio entre Confesiones de invierno y Pequeñas anécdotas sobre las instituciones, en la época de Sui Generis (esta transformación musical que se produce entre un disco y otro se produjo principalmente por el cambio en los equipos que usaba ChG, el mítico moog que le trajo Billy Bond y que en esa época en nuestro país sólo tenía él; es también el momento en el que ChG empieza a consumir sustancias lisérgicas, y queda a mitad de camino un disco de Sui Generis que iba a llamarse Ha sido, en referencia a estas experiencias; ChG rondaba los veintipico de años); o el que al poco tiempo practicó con el armado de La máquina de hacer pájaros, para no hablar del paso gigante que consumó entre Serú Giran y su etapa solista, ese momento en el que se lo acusaba de haberse vendido a Fiorucci. Cada uno de sus discos fue cuestionado. Se le cuestionó que haya ido a un almuerzo a lo de la diva Mirta Legrand, a mediados de los años 70, que la “cultura rock” interpretó como una traición. Hay decenas de experiencias controvertidas en las que ChG es cuestionado por unos o por otros, y todo esto ocurrió incluso antes de que volviera la democracia a nuestro país y que él comenzase su enorme carrera solista. Lo cierto es que durante toda la vida ChG sufrió esta especie de persecución ideológica: “No se puede dar examen todo el tiempo”, dijo alguna vez ChG. Y en Argentina la evaluación es constante (que es algo totalmente diferente que tener un “constant concept”). Para calibrar lo que estoy diciendo, recomiendo ver el recital que ChG dio en Villa Gesell en 1995, uno de los momentos más épicos de nuestra cultura rock.

ChG es el personaje más libre de la cultura argentina, o lo fue. Una libertad de clase media. Fue siempre el que incordió al sentido común imperante, incluso a costa de entregarse a fuerzas descarnadas, salvajes, incontroladas, fuerzas que los desbordaban por todos lados. Podría decir que a lo único que estaba condenado ChG era a sí mismo. No por casualidad Charly García empezó a decir que estaba cansado de ChG y que lo iba a dejar en el pasado, a mediados de los 90. Primero fue Casandra Lange, en donde ChG comenzó a versionar los temas de bandas extranjeras que lo habían influenciado en su vida (es decir, a exhibir sus influencias y sus robos); luego esa cosa indefinible que se llamó Say No More. SNM es un nombre y también una experiencia, un espacio/tiempo excepcional en el que, como ya hemos escuchado hasta el hartazgo, “la entrada es gratis, la salida… vemos”. Ese lugar/tiempo excepcional es democrático, pero no la democracia como le gustaría que fuera al sentido común de nuestra sociedad hipócrita: es una democracia arriesgada, radical, en la que el “ciudadano” paga con su vida las decisiones que toma —y sí, al modo griego. En el fondo es una experiencia aristocrática, electiva (elecciones afectivas más que racionales), peligrosa, como debe de serlo toda experiencia que se precie de cierta autenticidad —Demasiado ego, el nombre del cd y del recital que dio para más de 300.000 personas en Puerto Madero en febrero de 1999, es un excelente significante para representar al ChG de ese momento histórico —como todo buen significante, éste está vacío y se le puede proponer diferentes y contradictorios significados.

Por otro lado, desconfío de lo que puedo escribir sobre ChG, porque sólo puedo hacerlo desde la perspectiva del fan, del fan incondicional. Es el mismo ChG el que profesa esta filosofía del fan, lo dice expresamente en un montón de reportajes y lo llevó hasta el extremo de lo socialmente tolerable con su última encarnación en SNM, donde hablaba de aliados, exigía usar el brazalete con las siglas SNM y reivindicaba la pasión del fan —la que él siente, también lo dijo muchas veces, por ejemplo, por Spinetta (para mí hay una grandeza en este reconocimiento, que es semejante al que profesaba por Maradona, cuando decía, por ejemplo, que el 10 ya estaba ocupado y él era 9). Es a esta encarnación en SNM a la que básicamente me voy a referir aquí, pues primero fue la que más me influyó, y segundo, fue esta figura, este personaje entre artístico y mediático el que llevó hasta un límite insoportable el pacto que se tejía entre el artista y su público, y el que ponía en evidencia la hipocresía que dominaba esta sociedad que había entrado al universo del consumo con voracidad, embistiendo a ciegas y con el costo social y humano que costase —el recital que dio para Menem a fines de los 90 no hace más que evidenciar este gesto de contradicciones; creo que todavía no se terminó de comprender lo que significó; posiblemente no pueda nunca agotarse su significación, por supuesto.

El epígrafe de Christian Ferrer que elegí para este apartado es complejo, no hay que leerlo de modo literal. Porque en esta etapa de SNM lo que hace el artista es precisamente lo contrario a lo que dicen esos renglones, pues si bien pareciera que el óptimo ético es el autocontrol y la apropiación de sí, es decir, el domino racional y ético de la propia forma de vida, lo que ChG muestra y experimenta es lo contrario: que para tener el autocontrol primero es necesario perder el dominio, someterse a las fuerzas psíquicas y sociales que lo atraviesan a uno, y crear. Renunciar al libre albedrío. Crear una obra que muchos de sus fans desaprobaron y rechazaron, fans que recién se reencontrarían con ChG cuando ChG ingresó en su última etapa, desde la internación del 2008 hasta la fecha —hay que decir, también, que muchos de esos fans fueron formados en su época de esplendor clásico, “la primavera alfonsinista”, digamos, desde Yendo de la cama al living, hasta Filosofía barata y zapatos de goma o Tango 4 —¿y si simbólicamente ponemos el quiebre en la interpretación que realiza ChG del himno nacional? Como afirma el antropólogo Alejandro Grimson, todos los símbolos patrios habían sido arruinados por la última dictadura; el gesto interpretativo de ChG, entonces, volvió a revitalizar uno de esos símbolos, y a convertirlo en una canción que se podía cantar en cualquier show.

Ahora bien, esta interpretación y reivindicación de un símbolo nacional es como que lo va vaciando a ChG. De hecho, corre el límite del lugar que ocupa el artista popular en la cultura argentina. ¿Cuál es la función de un artista? ¿Qué rol tiene el rock en una sociedad consumista? ¿Cuál es la tarea que debe realizar o crear la única estrella de rock del país? Y dicho sea de paso, la filosofía, ¿qué hace en el medio de esta situación? En mi interpretación, ChG atravesó durante esta época un proceso radical de desubjetivación, de despojamiento, al mismo tiempo que comenzó a hacer gala de modo constante del don de su oído absoluto y de que se había recibido de maestro de música a los 12 años, maneras complejas y contradictorias en la construcción y definición del personaje de genio “renacentista”. En contra de lo que sostienen la filosofía y el sentido común modernos, que suponen que la apropiación de sí requiere de un acto consciente y volitivo, ChG nos presenta descarnada la pregunta de si para apropiarse de sí mismo no habría primero que exapropiarse, como sostenía Jacques Derrida, y si para tener algún control de la situación, no habría antes (o después o en algún momento) que instalarse una temporada en el caos. Es lo que hizo ChG. En esos mismos años yo imaginé por primera vez en mi vida que podía volar a Europa.

Los motivos y las excusas de por qué aconteció esta etapa que el sentido común interpretó como de decadencia y despilfarro, como si el genio lo hubiera abandonado, podrían multiplicarse, desde perspectivas psicoanalíticas hasta los sambenitos de las consciencias bien pensantes, que no tienen empacho en criticar, rechazar, estigmatizar y condenar cualquier experiencia que no se entienda de inmediato —y sin siquiera haber escuchado su música. Lo que llevó a cabo ChG en la etapa SNM no se entiende si lo juzgamos desde parámetros que perdieron su eficacia, desde horizontes perimidos, desde gustos asentados. No basta sólo con tomar distancia, hay que colocar los gestos en la situación. En esta situación, los conflictos psíquicos y la potenciación por las drogas deben también considerarse parte de la obra de nuestro genio. ¿Está el campo de la cultura listo para aprobar tesis como ésta? No lo sé, pero si lo estuviera, sería en gran medida gracias a los discursos, intervenciones y acciones de ChG.

Si la locura de Artaud forma parte de su obra, como la de Van Gogh de la suya, o incluso la de Nietzsche, entonces ¿cómo no pensar que el estado de enajenación forma parte, una parte fundamental, de una obra que se produce en una sociedad que nadie puede defender? Al fin de cuentas, se trata de una filosofía que no le teme al descontrol, o que incorpora el descontrol y la decadencia como parte de la obra, que es como decir parte del show. Porque en la etapa SNM de la obra de ChG, no hay diferencia entre obra y show. Y si bien ChG ya era antes una estrella de rock, cuando logra que no haya diferencia entre las performances destructivas, los escándalos personales, los shows imprevisibles y el consumo masivo de drogas y alcohol, en ese momento ChG se corona como “la única estrella de rock” de nuestro país. Un artista que va a aparecer tanto en la sección de espectáculos de los noticieros como en la sección de policiales. Si quisiera comparar este tipo de acontecimientos con alguna otra experiencia realizada por ChG, recordaría lo que significó para el campo del rock la aparición de Sui Generis: una ampliación y masificación de una cultura que hasta ese momento se había movido en guetos y grupúsculos. Se trata de incomodar y evolucionar. Eso hizo Charly a lo largo de toda su vida.

Ahora bien, con este gesto de derrape, destrucción y deconstrucción radical que experimenta con SNM, ChG no hace otra cosa que atenerse a las consignas medulares de la filosofía del rock. Como responde en un reportaje en la tele: “El rock nace de una ideología rebelde, subversiva”, y cuando deje de serlo, dejará de ser rock. El rock se irguió en lucha contra la sociedad. Lo que hizo la sociedad fue reducirlo progresivamente al formato predefinido de un show masivo e inofensivo, con sus protocolos, sus rituales y sus actos de reconciliación. Ningún roquero en la Argentina que se haya vuelto masivo llevó tan lejos su gesto de denuncia. En un plan de despojamiento existencial y a la vez de noticia televisiva, un cruce que sólo logró hacer él en nuestro país, ChG consumó una especie de “obra total”, pues no había en su vida, en la forma de vida que “eligió”, ninguna experiencia insignificante —basta que el curioso busque en YouTube episodios de esa época, que se bambolean entre el bochorno, la vergüenza y la justicia implacable —el episodio estelar que corona este momento histórico es cuando se tiró por la ventana del noveno piso en un hotel en Mendoza. Evidentemente, es un plan inconsciente, o por lo menos no racional o instrumental. Mientras se iba convirtiendo en una mercancía que creaba discos en los que no aparecía su nombre en la tapa —como sucedió con La hija de la lágrima, en donde evidentemente ya estaba buscando un concepto o un símbolo puro—, compaginaba ruidos, empezaba a pintar, perdía el control de sí y lanzaba hits en cds en los que no está claro dónde empieza un tema y dónde termina otro (era la época en la que estaba obsesionado con la famosa Wall of sound de Phil Spector), esa mercancía luchaba contra su comercialización, se camuflaba de escándalos y se volvía uno de los pocos seres en nuestro país cuyas reacciones se habían vuelto absolutamente imprevisibles. En una sociedad dominada por el deseo mercantil y espectacular, volverse imprevisible es el más alto galardón al que puede llegar la inteligencia.

Finalmente, hay otra dimensión de la obra de ChG que colabora en la elaboración de una filosofía, es la dimensión pop de todo esto. ¿A qué remite la “dimensión pop”? Por un lado, obviamente, al estilo de su música y a los referentes que ChG se la pasa citando, que lo ubican dentro de esta tradición. La anécdota que a mí más me gusta que confirma esta pertenencia relata cuando ChG le atribuye a Igor Stravinsky la idea de que los artistas imitan y copian mientras que los genios roban —alguien afirma que este enunciado pertenece a Picasso y algún otro se lo atribuye a Oscar Wilde, pero, en una cita como ésta, ¿importa quién es la fuente original? Es la mejor reivindicación del fraude que haya escuchado. Bajo este paraguas ideológico, ChG fue un gran “importador” y “traductor” de la música de los países centrales, a un nivel tan importante como el que usualmente le atribuimos a JLB —que confesó sobre el final de su vida que algunas de las traducciones que él “firmó y cobró”, las había hecho su madre (se sospecha con conocimiento de causa que esto sucedió con Las palmeras salvajes de William Faulkner; diferente es el caso de La metamorfosis, de Franz Kafka, donde no hay que ser especialista en alemán ni en Borges para advertir lo inapropiado de esta autoría, que JLB nunca defendió, obviamente; Borges tradujo otros relatos breves de Kafka). Lo que ChG hacía en nuestro país era un movimiento sísmico que trastornaba toda la escena del rock. Las traducciones e interpretaciones de ChG mejoran el original, como Beatriz Sarlo decía que hacían las traducciones de JLB.

Tal vez sea una obviedad, pero no por ello puedo dejar de indicarlo. Porque ahora la sociedad cerró filas en el festejo y encumbramiento de ChG como nuestro genio indiscutible. Y lo es. Solo quiero indicar que fue esta misma sociedad en gran medida el enemigo contra el cual ChG combatió gran parte de su vida, y que si hoy reconoce su grandeza, se debe a que esta sociedad cambió gracias a las letras, las canciones y las acciones de ChG. Lo que me parece sublime es que este enemigo muchas veces fue para Charly el mismo ChG, la música que había creado, las bandas que había organizado. Un artista no solo compone, por lo menos un artista moderno. También descompone. Crea y destruye. Su laboratorio es su vida. La forma en que vive encarna los sentidos que crea su obra. ChG, como muy pocos otros artistas en Argentina (y en el mundo), privilegió la obra por sobre su vida, incluso al costo de hacer de su vida una parte fundamental de su obra. Si hoy ya nadie se siente capaz de cuestionarlo, como fue cuestionado a lo largo de toda su vida, se debe a una victoria de ChG sobre el sentido común cultural. Como Charly dice que escuchó decir a JLB: ser argentino es ser también capaz de superarse.


* Licenciado en Ciencias de la Comunicación, Magíster en Filosofía de la Cultura, Doctor en Ciencias Sociales y pornólogo. Docente del Seminario Informática y Sociedad. Integrante del grupo editor de la revista Artefacto. Pensamientos sobre la técnica.