Bataille, la adicción y su maldita noción de gasto

Por danimundo*

para Gerzo

“Solo aspiro a una cosa en la medida en que todavía me doy objetivos: suprimirme.”

 

¿Cómo llegamos a ser lo que somos? Es una pregunta muy simple, muy básica, que imagino que todo el mundo se formuló alguna vez en su vida. No tiene una única respuesta. Es una pregunta que me interpela cada vez que leo a Georges Bataille.

¿Cómo llegamos a ser lo que somos? A lo largo de nuestra vida nos influyen distintos dispositivos e instituciones, desde la familia, los grupos de amigos cercanos, los enemigos innegociables, la escuela, los medios de comunicación que consumimos o no, hasta los autores que leemos —si somos de los que todavía se formaban leyendo libros de papel—. Cuando me presento en una clase suelo nombrar a los dos o tres autores que cambiaron mi vida, pero nunca nombro a Bataille, el bibliotecario de la Biblioteca Nacional de París y el pornógrafo más destacado de su generación. Y sin embargo fue él quien realmente me habilitó pensamientos peligrosos y formas complejas de vida. ¿Por qué no lo nombro? Tal vez lo niego, como si no quisiera recordar su peso en mi formación —que sería una manera elegante de auto engañarme, me pasa seguido: leo una idea en algún lado, la voy macerando, la incorporo de a poco a mi background mental hasta que me olvido dónde la leí y terminó creyendo que es mía—. Con Bataille no me pasa esto. A mí las ideas y las frases de Bataille me impactaron de entrada y cuando las fui releyendo con los años me fueron provocando diferentes sentimientos, algo de vergüenza, a veces un poco de escalofríos: ¿realmente practicaba lo que profesaba? ¿Cómo era su vida cotidiana si estaba gobernada por principios como los que defendía? Voy a citar algunas sus grandes frases o ideas en este texto, que sacadas de contexto son enunciados que tranquilamente podrían ilustrar un póster romántico. Todo hay que decirlo.

Por otro lado, es lógico que suceda este borramiento u olvido de Bataille. ¿No es acaso la filosofía de Bataille una filosofía del olvido? Cuando explique un poco cómo es el vínculo que se entabla cuando se practica esa experiencia medular en Bataille, la experiencia del gasto inútil, donde se intercambian pérdidas (el potlach), tal vez logre justificar semejante atribución desmedida. Lo cierto es que Bataille no dejó discípulos. Es un rasgo de su obra, de su manera de pensar y escribir, rechazar a los discípulos. No es que no influyera en sus lectores de un modo determinante (basta ojear la obra de Maurice Blanchot, su gran amigo, para corroborarlo), pero nadie o casi nadie retoma sus conceptos o se representa como batailleano. ¿Qué supondría, además, representarse como tal? Bataille es un maestro sin discípulos, lo dijeron sus mismos amigos y discípulos. Es cierto que su obra fue la cantera en la que se nutrieron todos los de esa generación postsartreana que querían despegarse de la fenomenología y el existencialismo. Pero sus planteos son demasiado radicales como para reducirlos y domesticarlos en una cita. A mí no fueron sus conceptos los que me influenciaron sino la forma de vida que esos conceptos delinean.

Cuando se lee a Bataille pasa algo diferente que cuando se lee a cualquier otro autor (salvo Nietzsche, tal vez). Tiene una prosa muy libre, no cita de modo académico, va pensando mientras escribe. Lo que obliga al lector a ir pensando a medida que avanza zigzagueante con la lectura. En una primera instancia puede parecer que rechaza totalmente lo que entendemos por normalidad y que propone vivir en el exceso, derrochando cosas y energías, gastando inútilmente, pues como escribe él mismo: “lo esencial en el hombre no es reducible a la utilidad” (Bataille utiliza todavía el concepto de “hombre” como representante de la especie humana; cada cual está preso de su época). Lo útil es lo necesario para garantizar la reproducción biológica y social del ser humano. Como es necesario, como es imprescindible consumir eso, eso no puede ser esencial. Lo esencial sería aquello que hacemos y que no es ni necesario ni útil —esto suponiendo que haya algo esencial en el ser humano—. No es así como concibe su vida el individuo de clase media, con sus gustos empaquetados y a la moda, que a Bataille le provocaban rechazo para no decir convulsiones: “A decir verdad la burguesía hace del hombre un animal servil y mecánico” (nosotros no utilizamos el concepto de burguesía porque nos parece que no es aplicable en países como Argentina, lo traducimos entonces como “clase media”). Las personas de clase media, según los planteos de Bataille, son las que todo el tiempo están haciendo cálculos, qué ganan y qué pierden, qué les conviene más, cómo podrían aprovechar mejor su tiempo, cuánto ahorrarían con tal tarjeta de crédito tal día en tal supermercado, etc. Son las personas obsesionadas con el “precio justo”, pues suelen sentirse estafadas —posiblemente hayan sido estafadas y deseen volver a serlo—. Viven como si cada cosa que hicieran fuera un medio para lograr un fin que está en el futuro. Incluso es gente que puede tener mucho éxito —éxito dentro de los parámetros que circunscribe la realidad de la clase media, obviamente —. Nada de esto le agradaba a Bataille, más bien al contrario, parecía detestarlo, le parecían rasgos de un ser mezquino y servil. Él fantaseaba con sujetos soberanos. Ahora bien, si bien el rechazo de ese modo de vida es total, él advierte que estas características del individuo utilitario (el individuo que cree que cada cosa que hace debe servir para algo) son el límite mínimo que cualquiera de sus lectores debería ir socavando y transgrediendo para rebelarse y revelarse en su ser auténtico. Un ser que, por supuesto, no es alguien ni algo porque se configura en el más allá de lo que es. Al fin y al cabo, la filosofía de Bataille es una filosofía de la transgresión.

Las personas de clase media, según los planteos de Bataille, son las que todo el tiempo están haciendo cálculos, qué ganan y qué pierden, qué les conviene más, cómo podrían aprovechar mejor su tiempo, cuánto ahorrarían con tal tarjeta de crédito tal día en tal supermercado, etc.

Es cierto que para Bataille la experiencia humana fundamental es la de la transgresión. Es en ella, afirma, donde se juega nuestra humanidad. Nuestra humanidad comienza cuando la ponemos en juego, cuando arriesgamos nuestra vida. Arriesgar la vida no solo significa que enfrentemos la muerte, como si Bataille propusiera jugar a la ruleta rusa todas las noches. Nada que ver. Significa, antes, deshacer nuestros prejuicios, cuestionar nuestros hábitos y sentidos comunes. La transgresión es lo que nos permite realizar esto. Pero él tiene en claro lo que tal vez el lector puede pasar por alto, porque el lector puede creer que Bataille defiende esta vida de excesos (aunque sean miserables) en contra de la vida aplanada y aburrida del sujeto de clase media que va de su casa al trabajo y del trabajo a su casa. Bataille quizás no lo dice abiertamente, pero entiende que ambas formas de vida son complementarias. Para que haya transgresión, tiene que haber un límite, una prohibición, un veto. La normalidad, con sus lugares comunes, sus hábitos y sus prejuicios, es lo que la interrogación y la duda van erosionando y que la transgresión amplía. No se trata de negar la realidad ni de pintarla color de rosa, se trata de correr sus límites y ampliar los gustos. Porque para él son casi incomprensibles los motivos por los que determinadas experiencias o cosas no nos gustan. Lo que no nos gusta nos define con más precisión que lo que nos gusta.

A mí, Bataille me aportó un método existencial de investigación. Desmoronó como si fuera un simple castillo de naipes la cómoda división científica entre sujeto y objeto. Gracias a Nietzsche y a la fenomenología ya sabíamos que esta escisión era una ficción, pero Bataille radicaliza aún más la con-fusión. El sujeto no solo se confunde con el objeto hasta volver casi imposible la separación, sino que en ese proceso experimental es el mismo sujeto el que se pone en juego y en lo posible se destituye o deshace en tanto sujeto. Se vuelve otro. Parece fácil, es muy difícil: “El deseo no puede saber de antemano que su objeto era su propia negación”, nos aclara.

Una vez que leímos a Bataille, es decir, una vez que nos tomamos en serio lo que propone (es la única manera que entiendo que se puede leer a un pensador: dejarnos afectar por sus ideas), ya no tendremos más la seguridad de que lo que pensamos y lo que percibimos representa fielmente la realidad, no porque nuestra percepción de la realidad sea falsa y engañosa (lo que constituye otro de los mitos de la racionalidad moderna), sino porque a la realidad de ahora en más le va a faltar siempre una perspectiva desde la que se la puede percibir y pensar. Nadie nunca, salvo Dios, puede abarcar todas las perspectivas de la realidad al mismo tiempo, siempre va a faltar por lo menos una —alguna gente educada percibe la realidad de una única manera; es una cuestión de comprensión, no de entendimiento—. Bataille es el autor del cuestionamiento constante y de las respuestas provisorias. También podríamos decir que Bataille es un anarquista individualista que sueña con la comunidad pérdida, pero ésta es otra forma de frustrar el presente —no hay que pasar por alto que la palabra “presente” remite al mismo tiempo al tiempo verbal, al regalo y al don—. El presente es fundamental, no por lo que se desencadenaría a los pocos años que Bataille moría, una sociedad de consumo desenfrenado que consume hasta su propio final catastrófico, que imagina el futuro como una réplica y una extensión del presente, que desea este presente frustrante preñado de un futuro abortado; sino porque el presente es el único acontecimiento que su consumación significa e implica su propio final. Cuando hay que realizar el deseo (el deseo no se satisface como se satisface una necesidad, el deseo se realiza), no se realiza de otro modo que como presente. De hecho, muchas veces no queremos ni podemos recordar lo que realizamos en ese presente. Poner en riesgo la vida significa cuestionar lo que somos y ayudar a que los otros, los amigos y amigas con los que entablamos una auténtica comunicación afectiva, se la cuestionen también. A la clase media le da pánico este cuestionamiento. El individuo de clase media, supone Bataille, suele domesticar sus afectos, subordinarlos a su razón y a su utilidad. Para ella los amigos y amigas solo festejan las ocurrencias, no cuestionan lo cuestionable. Para Bataille y sus lectores las cosas no son sencillas.

Nunca está claro lo que se trafica o se comunica en esa experiencia comunicativa, es una comunicación entre los afectos y los cuerpos, no entre representaciones racionales. Los que participan saben intuitivamente si lo que viven les hace bien o mal, si acrecienta su energía vital o la disminuye. Pero no lo saben después de un cálculo racional de sumas y restas, sino por el hecho de haber experimentado el fenómeno. Sin garantías. Sin devoluciones. “LA ENTRADA ES GRATIS, LA SALIDA VEMOS”, se la pasaba diciendo nuestro gran artista Charly García. Y si bien no está claro lo que se comunica, como sostuvimos recién, su potencia se siente porque impacta directamente en nuestro cuerpo. O debería pasar esto.

Tal vez el concepto más batailleano de los que creó sea el de gasto improductivo, y su ejemplo, el potlach, que toma del antropólogo Marcel Mauss. Aparece en su obra por primera vez en ese ensayo famoso de 1933 que lleva por nombre “La noción de gasto”. Bataille propone que la economía no nace con la práctica del trueque, como se cree usualmente, intercambiando cosas, intercambiando “bienes”, sino que nace del intercambio de pérdidas, dones o donaciones. Esto sucede porque hay en todo sistema, sea en un individuo, sea en una sociedad o sea en la galaxia solar, una producción inevitable de excedente que se puede usar de diversas formas, que los diferentes modelos sociales desde la antigüedad hasta nuestros días utilizaron de distintos modos —es probable que en 1933 Bataille todavía estuviera conmovido por el que fue el primer crack económico global que se produjo no por falta de mercancías sino por su sobre producción, el crack del 29—. La burguesía a diferencia de la aristocracia no despilfarra ese excedente en fiestas comunales o sacrificios rituales, sino que lo ahorra y lo reinserta como inversión en el sistema productivo. Bataille le reprocha ese gesto mezquino y profetiza que a la larga o a la corta ese excedente no devuelto sino invertido explotará en las manos del burgués, generando una guerra revolucionaria que teñirá de sangre una tarde fabulosa. Bataille veía como inevitable que la guerra de clases termine en una prodigiosa matanza. No ocurrió tal cosa, por lo menos hasta ahora no ocurrió, más bien al contrario, la sociedad de la tolerancia impuso un pacto de No Violencia en el que cualquier violencia es proscrita y condenada, salvo la violencia que deja al 37 % de la población tambaleando en la línea de pobreza. La diferencia entre ricos y pobres cada vez es más abismal. Como sea, el gasto improductivo, el gasto que no puede ser reutilizado como inversión ni puede ser adquirido, que no sirve para garantizar la reproducción ni la conservación de la sociedad, más bien al contrario, es un tipo de gasto que exige a los que lo practican un compromiso existencial en el que no solo se donan o sacrifican los más bellos representantes de una generación o se sacrifica en el altar a un número ilimitado de esclavos (como hacían los aztecas que Bataille no se cansaba de citar), sino que el potlach por excelencia es aquel que no puede ser devuelto, el sacrificio de la propia vida.

Más allá de la verosimilitud de este pacto fundado en pérdidas, donde el donatario debe devolver con usura el presente que se le regaló, Bataille utiliza ejemplos freudianos que tal vez ya no sean válidos en una sociedad que pasó de estar fundada en la producción, donde el consumo era condenado (se privilegiaba el ahorro y la productividad), a otra fundada en el consumo indiscriminado como motor de la producción económica de cualquier mercancía, entre ellas los afectos. ¿Qué mente afiebrada puede imaginar hoy a la guerra o los deportes como combates agonísticos antes que como negocios millonarios? El problema de nuestra sociedad no es la producción de mercancías sino la distribución de la riqueza. Jean Baudrillard, en la década del ’70, en su Economía política del signo, hablaba de una sociedad fundada en la “consumatividad” y ya no en la productividad. Como sea, cualquier cosa, desde una mesa hasta un afecto amoroso, ya no es usado ni disfrutado sino que es consumido, y por ende reemplazado por otro afecto u otra mesa. Debemos saber que consumir significa “hacer desaparecer en el uso”, “extinguir”, “aniquilar”. Una vez que consumimos algo no queda nada de él, a diferencia del uso, que le permitía a la cosa tener una vida más larga que la de aquel que la había producido. El término consumo estaba relegado a esas cosas que garantizaban la reproducción biológica de la especie, su alimento, pues una vez que consumimos una fruta o un pedazo de carne, nada queda de ellos, mientras que la mesa donde comemos es usada y no consumida, pues no desaparece una vez que la usamos. Esto, según Hannah Arendt, fue así hasta la revolución tecnológica de mediados del siglo pasado, donde los bienes de la cultura, los bienes de uso, comenzaron a ser consumidos, lo que desencadenó una lógica de la reemplazabilidad general de todas las mercancías o entes… en la que también entran, por supuesto, esas experiencias humanas que habían estado excluidas del intercambio comercial como los sentimientos y los afectos, la dimensión sensible de nuestra naturaleza.

El problema de nuestra sociedad no es la producción de mercancías sino la distribución de la riqueza. Jean Baudrillard, en la década del ’70, en su Economía política del signo, hablaba de una sociedad fundada en la “consumatividad” y ya no en la productividad.

¿Es aplicable a esta sociedad, entonces, los principios batailleanos del gasto improductivo? No hay que olvidar que el gasto improductivo es un fenómeno social y político. En otros términos, habría que cambiar los ejemplos. Ya no son las guerras ni las joyas ni el sexo sin búsqueda de reproducción los que vendrían a iluminar experiencias inútiles cuyo fin es su misma realización —Kant le atribuía esta característica al fenómeno estético—. Es una experiencia que no se realiza para algo salvo su misma concreción. Ni siquiera es recuperable o aprovechable por los mismos que participaron en ella, tal el grado de despojamiento o alienación que supone. Porque para que haya don, para que se concrete este tipo de intercambio de pérdidas o sacrificios, los que participan del intercambio no pueden saber lo que están haciendo, pues si fueran conscientes de ello inevitablemente se impondría la lógica instrumental y acabaría con la gratuidad o la inutilidad de las transacciones. La instrumentalizaríamos. Que tu mano izquierda no sepa lo que da tu mano derecha, podríamos decir. Como sostiene Derrida en Dar (el) tiempo: para que haya don es preciso que no haya reciprocidad ni devolución ni intercambio ni contra-don ni deuda, es decir, no debe haber sujeto que da ni tampoco sujeto que recibe. El sujeto se abole en el acto inútil de la donación. No hay donante ni donatario porque en cuanto aparece uno u otro se suspende el don o la inutilidad del don y el don empieza a servir para algo. Y el don no debe servir para nada —mejor dicho: el don debe servir para nada, evitando así la fatídica doble negación—. Tal vez valga la pena repetirlo, porque lo que estamos planteando puede parecer imposible o contradictorio, pero no es lo mismo imposible que contradictorio. Bataille no llega a decir que para que haya don o gasto no tiene que haber sujeto, pero es absolutamente lógico que sea así. En cuanto aparece el sujeto o el yo, se impone la mediatización, la consciencia y la lógica del intercambio. Es decir, volvemos a la economía incompleta que no considera positivamente el gasto inútil, el derroche. En la concepción batailleana de una economía general, en cambio, lo inútil es lo fundamental. Solo que este fundamento tiene algunas características que a la mente formateada en la cultura occidental le cuesta comprender. El gasto inútil, el don, el presente, exige que se destruya la memoria. No hay ni puede haber memoria en el gasto inútil. Pues la memoria es la trampa con la que pretendemos sortear lo que nos da pánico: el olvido y la nada que somos. El tema es que sólo allí, en la nada, en el olvido, es que nos realizamos. Por lo menos si entendemos “realizar” en los términos en los que lo plantea Bataille. Es en el momento del despojamiento, la inconsciencia y la pérdida de sí, cuando nos realizaremos. Extraña consumación. Parece imposible, pero solo es contradictoria.

Para conceptualizar a los que intervienen en este tipo de transacciones casi inconscientes Bataille pergeña un término en sí mismo contradictorio, habla de un sujeto soberano, cuando la soberanía, en los términos de nuestro autor, precisamente destituye al sujeto o la representación del sujeto. En la introducción a La noción de soberanía, Antonio Campillo escribe: “El ser ‘soberano’ es el sujeto que se niega a ser siervo y se afirma como señor”. Y agrega: “Para Bataille, la subjetividad humana alcanza su cumbre en esta afirmación de su soberanía”. Bataille solía escribir que la cumbre coincide con la ruina, otra consigna potente que hay que ver cómo elabora cada uno. Opone la soberanía al poder. El poder se sostiene en la adquisición, la ganancia y la acumulación, y se preocupa por su autoconservación y su reproducción en tanto poderoso. De alguna manera, después de Foucault nos cuesta compartir esa definición, pues nos acostumbramos a pensar que el poder no es una propiedad, que el poder no se tiene sino que se ejerce. Lo que sucede es que el concepto batailleano de soberanía se aproxima bastante a ese concepto de poder. La soberanía no se acumula ni se adquiere, y más que en la ganancia está fundada en la pérdida: en la capacidad de dar y de dar más allá de lo que se tiene, según asegura Derrida. El poderoso se sujeta al trabajo y a la ley, que son las instancias que permiten su reproducción. El soberano, en cambio, es el que se rebela a la ley, se rebela al sometimiento y consume o consuma ese deseo en el presente —al concepto que utiliza Bataille, “consommation”, lo traduciría como consumación más que como consumo, porque implica un acto de entrega casi religiosa. Lo hace, además, en actos que ni siquiera desea o puede resguardar en su memoria. Actos que mejor olvidar que recordar. Actos de perdición y humillación. Nadie sabe lo que desea el Deseo: “Para acceder a la soberanía hay que perderse a sí mismo”, sostiene Campillo, siguiendo al pie de la letra a Bataille. Qué significa “perderse a sí mismo” sino perder la consciencia, acabar (por un momento) con nuestra individualidad clara y distinta, desmontar las diferentes máscaras con las que se protege nuestro yo, pues lo que imaginamos como “yo” es una sumatoria de máscaras y no una fórmula contundente. El soberano en todo caso es un sujeto desujetado que se rebela al miedo a morir, siente indiferencia por el futuro y renuncia al dominio. Se trata de cuestionar todo poder y todo saber hasta alcanzar “el extremo del no-saber y la impotencia” (el carácter positivo de la pérdida). Bataille le dedicó sendos ensayos al no-saber, es una experiencia que los occidentales en general y los argentinos en particular no entendemos y rechazamos. No tener razón, ¿puede haber una experiencia más intensa? ¿¡Quién quiere tener razón?! Si el saber es acumulación y memoria, el no-saber es olvido y despojamiento. Si el poder es dominio sobre las cosas, sobre los otros y sobre sí mismo, la impotencia es la renuncia a esa forma de ejercer el poder.

No hay que esperar que desaparezcan las clases sociales para cumplir el mandato de Bataille: abolir cualquier jerarquía social. Esa jerarquía, el modelo de sociedad que esa jerarquía impone, es lo que está en juego y lo que hay que transgredir, transformar y destruir. Solo que llegado hasta ese punto, el sujeto que realiza o concreta esta empresa es deglutido por su propia potencia y vuelto nada y nadie, un desecho de sujeto, un sujeto des(h)echo. Si el poderoso es alguien, si tiene una identidad, el soberano en cambio es nadie y ya no tiene nada, pues lo ha perdido todo de antemano. Como un jugador empedernido, como un adicto. Podemos decir con poco riesgo a equivocarnos que la filosofía de Bataille es una filosofía del vicio y la adicción. Cuando Foucault escribió en la introducción a sus obras completas: “Todo lo que resta pensar y hacer provendrá de él”, de Bataille, posiblemente tuviera en mente esta faz viciosa de nuestro pensador. Los vicios ilegales y los legales no han dejado de incrementarse desde aquella época hasta ahora. El problema no es vivir en una sociedad sostenida sobre la adicción. El problema radica en vivir en una sociedad sostenida sobre la adicción que niega la adicción y pretende combatirla con insumos que provienen de ella. Es este doblez el que denuncia Bataille y el que su filosofía ayuda a develar.


* Licenciado en Ciencias de la Comunicación, Magíster en Filosofía de la Cultura, Doctor en Ciencias Sociales y pornólogo. Docente del Seminario Informática y Sociedad. Integrante del grupo editor de la revista Artefacto. Pensamientos sobre la técnica.