Arqueología del parto en Buenos Aires

Ianina Lois*

Es 1905, las mujeres de la ciudad de Buenos Aires tienen a sus hijos/as dentro de su casa, acompañadas por una partera –diplomada o no- o una comadrona. La rodean sus elementos cotidianos, las cosas, los sonidos, los olores y las temporalidades que conforman su identidad. A los hospitales se concurre ante una complicación en el parto o en el puerperio. Quienes lo hacen suelen ser las mujeres más pobres de la ciudad, en su mayoría trabajadoras asalariadas o en trabajos domésticos que no pueden pagar un médico a domicilio. Sin embargo, esta forma de parir-nacer va a cambiar de modo abrupto y veloz en los próximos años. De la mano de la obstetricia, el parto y el nacimiento van a comenzar a ser una cuestión médica, asimilable a una enfermedad, que ocurre en una institución y es regida por especialistas.

En estos días se ¿celebra? la semana mundial del parto y nacimiento respetado. Es una fecha donde se busca llamar la atención sobre las situaciones de excesiva intervención médica durante estos procesos, como así también sobre la falta de información de la propia mujer objeto de estas prácticas. A la vez, se pone en palabras y experiencias la figura de violencia obstétrica.

No obstante, no es necesario ir muy atrás en el tiempo ni muy lejos en la geografía para comprender cómo, desde inicios del siglo XX en Occidente, se aceleran y acoplan una serie de procesos que van a transformar en poco más de dos décadas la forma en que se va a parir y nacer en la ciudad de Buenos Aires. Una forma que, más allá de los cambios tecnológicos, nos sigue acompañando hasta nuestros días.

Estos procesos, que se desarrollan de forma sincronizada, recorren desde el desplazamiento de las parteras por parte de los médicos obstetras como acompañantes principales del parto, junto con la persecución de aquellas que ejercían el oficio de forma empírica bajo la acusación de curanderismo obstétrico; al traslado de la situación y experiencia del parir-nacer a unos espacios peculiares como son las maternidades, donde tiene lugar la homogeneización y despersonalización de esta práctica. Junto con ellos, se despliegan una serie de políticas públicas asistenciales de fuerte impronta pedagógica e higienista que, de la mano de la maternalización de las mujeres, va a confluir en la asignación del espacio doméstico como su ámbito de incumbencia y de las tareas reproductivas y de cuidado como su función primordial definida bajo esquemas pretendidamente biológicos.

 

De la mano de la obstetricia, el parto y el nacimiento van a comenzar a ser una cuestión médica, asimilable a una enfermedad, que ocurre en una institución y es regida por especialistas.

 

A inicios del siglo XX se fundan o reorganizan un gran conjunto de instituciones en las cuales además de prestar servicios se planifican políticas sanitarias y se toman decisiones respecto a la atención de la salud de las mujeres en sus etapas reproductivas. Estos espacios, a su vez, funcionan como punto de apoyo para la afirmación de la hegemonía médica en torno al cuidado de la salud frente a las comadronas y curanderos, quienes no sólo encarnan los roles, prácticas y saberes a ser reemplazados, sino que configuran una fuerte competencia por su aceptación entre la población.

Bajo el sustento y la legitimidad de la ciencia médica se genera un rápido proceso de construcción de edificios y salas de maternidad a ser ocupados por las mujeres en el momento del embarazo, parto y puerperio, hecho que -a pesar de requerir más tiempo que el que imaginaron los médicos y de enfrentar su resistencia- acaba por arraigarse. Si en 1892 se funda la primera maternidad, al comenzar la década del treinta, además de funcionar la mayor parte de las maternidades públicas hoy existentes, más del 60% de los partos ya se realiza en instituciones médicas.

La Maternidad en tanto construcción que cuenta con una ubicación geográfica precisa, que es posible de señalar en un mapa, y a la vez posee dimensiones estructurales concretas se construye, en sentido literal, sobre relaciones, disposiciones y espacialidades previas. Es un tipo de institución novedosa, que no existe previamente pero que se asienta sobre modelos de atención del parto que la anteceden largamente y a las cuales desplaza parcialmente.

Una de las novedades que se incorporan es la delimitación de los espacios según las etapas de gestación y nacimiento. Se van a construir salas para las embarazadas que por algún motivo requieren de atención médica en esta etapa, salas de puérperas donde las recientes madres y sus hijos van a pasar los primeros tiempos luego del nacimiento. También, se armarán salas de parto, cada vez más parecidas a quirófanos, en las cual se asegurarán las condiciones de asepsia y antisepsia, y donde se colocará el instrumental obstétrico.

La segmentación espacial en una novedad para esos años. En los partos domiciliarios, los diferentes momentos se dan de forma sucesiva, con una temporalidad continua e incesante. La mujer, en general, permanece durante todo el parto en la misma habitación, acompañada de alguna mujer de su familia o también de alguna vecina. Allí, en ese mismo lugar se desarrolla el trabajo de preparto, se suceden las distintas fases del parto en sí, el alumbramiento y los primeros tiempos del puerperio.

En cambio, estas grandes salas se llenarán de camas iguales en su altura y tamaño, con sábanas y almohadas similares. A cada mujer que ingresa se le asignará un lugar donde deberá permanecer acostada, expectante, bajo la vigilancia de una partera o enfermera a esperar que comience el parto. Mientras estén allí, sus diferentes estados corporales serán registramos de forma sistemática por el personal médico. Además, deberán regirse por las normas y rutinas institucionales que estarán estrictamente programadas. Se requerirá que la mayor parte de las actividades previstas se realicen según lo pautado y de forma simultánea. La disposición del tiempo y las actividades serán pautadas deliberadamente con orientación a los objetivos médico-sanitarios.

Asimismo, aparece la sala de parto como el lugar central de la intervención médica y allí, poco a poco, la camilla pasa a ocupar el centro dela escena. La hegemonía de esta posición para parir, emblema de la medicalización del parto, se logra a partir de medidas coercitivas, regímenes y pautas que reordenan una buena parte de las prácticas en torno al nacer-parir, a la vez que incorpora y mantiene la presencia de un nuevo y central actor del nuevo escenario, el médico obstetra.

El parto y el nacimiento se trasladan de un espacio en el cual la mujer tiene un nombre, una historia propia, una genealogía con sus miserias y dificultades a las salas de maternidad. Se pasa de la heterogeneidad de las casas a un espacio uniforme e impersonal donde la neutralidad es la regla. Este proceso, que Erving Goffman (1972) denomina la desposesión, deja a las parturientas sin los elementos que forman parte de sus referencias sociales cotidianas.

Más allá de la gran cercanía física que implica la intervención en un parto, el arreglo edilicio confirma el distanciamiento social y la desigualdad entre participantes. Se trata de una expresión de la simultaneidad de cercanía física y distancia social; de contacto íntimo (aunque asimétrico) en una dimensión y distanciamiento en otra.

A esto se suma la forma en se van a desarrollar las conversaciones entre las mujeres pacientes y los médicos, que se verán restringidas a los marcos de formalidad que habilita el rol. El médico, la partera y la enfermera solicitarán a la paciente información sobre sus antecedentes de salud, tanto individuales como familiares, y sobre sus dolencias actuales. Por su parte, aportarán información mínima y cuidadosamente seleccionada respecto del diagnóstico y las posibilidades de intervención según lo que consideren conveniente y adecuado al conocimiento de la mujer. La distancia calculada, la exclusión de referencias personales y la asimetría en el intercambio de información van a sostener el ejercicio de la autoridad y el dominio de la situación por parte los profesionales de la salud.

 

La sala de parto como el lugar central de la intervención médica y allí, poco a poco, la camilla pasa a ocupar el centro dela escena. La hegemonía de esta posición para parir, emblema de la medicalización del parto, se logra a partir de medidas coercitivas, regímenes y pautas que reordenan una buena parte de las prácticas en torno al nacer-parir, a la vez que incorpora y mantiene la presencia de un nuevo y central actor del nuevo escenario, el médico obstetra.

 

Las mujeres como grupo estarán en la institución de forma rotativa y temporaria. Su paso por la institución sólo quedará registrado en la ficha médica o historia clínica. A diferencia de las relaciones que se establecían entre parturientas y comadronas en tanto individuos integrales (Sennett, 2003), los vínculos interpersonales durante su estadía se ajustarán al rol o la función por la que han acudido y serán débiles en términos emocionales. A pesar de que su presencia justifica la de los miembros permanentes, su lugar como coparticipantes es pasivo, paciente en el doble sentido de la palabra en un espacio médico.

Las instituciones incorporan a las mujeres asistidas en calidad de enfermas a ser cuidadas y controladas con el requisito -en parte explícito y en parte tácito- de aceptar este marco donde prima la supuesta homogeneidad de lo biológico.

A lo largo de la historia, pueblos, sociedades y culturas han interpretado, regulado y dado sentido a los momentos del embarazo, el parto y el puerperio, en tanto situaciones claves de la maternidad como dimensión social más amplia. El parir-nacer es un proceso vital universal en el que se conjugan las características específicas de la reproducción humana, pero que se extiende mucho más allá, hacia prácticas y relaciones sociales no vinculadas al cuerpo femenino como el cuidado, la atención y la socialización, las definiciones de salud y enfermedad, las políticas sobre prevención e higiene, el afecto y cariño, entre otros tópicos.

En Buenos Aires a inicios del siglo XX, el parir-nacer se institucionalizan y es gradualmente visualizado como una condición médica, incorporando a su ámbito de acción instancias que exceden la intervención ante lo considerado patológico. La figura del riesgo o los potenciales peligros impulsa la ampliación de la esfera de lo médico antes, durante y después del nacimiento. El resultado de estos cambios incluye el control médico (casi exclusivamente masculino por esos años) de la reproducción, la transformación de una función tradicionalmente femenina y la exigencia del parto hospitalario.

 

Las instituciones incorporan a las mujeres asistidas en calidad de enfermas a ser cuidadas y controladas con el requisito -en parte explícito y en parte tácito- de aceptar este marco donde prima la supuesta homogeneidad de lo biológico.

 

A partir de la estabilidad de estas transformaciones, el parto será realizado por los médicos y las mujeres ocuparán el lugar de beneficiaria, objeto de intervención o un elemento del proceso al que hay que cuidar. Se configura así, la pasividad y exterioridad de la mujer frente a su parto desde la mirada médica. Simultáneamente, aparece y se potencia una moralidad diferente que reduce y objetiviza el cuerpo femenino en tanto potestad primaria de la medicina.

La minimización de las cuestiones subjetivas e identitarias de las mujeres frente al embarazo, parto y puerperio se encuentran vinculadas con la privatización del espacio doméstico, como espacio residual, no incluido en la esfera de las cuestiones mayores, consideradas de interés público general. Con la reclusión y la despolitización del espacio doméstico se desmorona la autoridad, el valor y el prestigio de las mujeres, sobre todo las de los sectores populares, y de su esfera de acción.

A modo de cierre, se dirá que, cien años después y desde una posición asentada en la defensa del parto respetado o humanizado y en el derecho a la soberanía del propio cuerpo, los avances tecnológicos, científicos y médicos no pueden ser utilizados para hacer retroceder las aspiraciones de autonomía de las mujeres ante el parto. La sociedad debe poder configurar en conjunto, formas donde la información y el conocimiento científico se pongan al servicio de la libertad de toma de decisión, y no por el contrario la restrinja.

Como se observa en los actuales debates legislativos en torno a la despenalización y legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, gran parte de los argumentos continúan vigentes, más allá de los cambios tecnológicos. En este sentido, para alcanzar y reponer la autonomía de las mujeres frente a procesos vitales tan relevantes, complejos y multidimensionales como son el embarazo, el parto y el puerperio no es posible solamente volver hacia atrás para decidir entre ciencia sí o ciencia no. De lo que se trata es de colocar al conocimiento al servicio de la autonomía y el respeto de las mujeres ante las decisiones sobre su propio cuerpo. Para salir de la dicotomía es necesario, no solo una mirada crítica sobre los marcos normativos y jurídicos, sino que se requiere de una revisión de los discursos que afirman tanto la superioridad moral de quienes ejercen la medicina obstétrica frente a las destinatarias de sus prácticas, como así también de los que sostienen el derecho a la misión salvadora que legitima intervenciones forzadas y no deseadas. Y esta es sin duda, una tarea en clave histórica.


*Ianina Lois. Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA). Magister en Sociedad, Políticas y Género (Flacso). Acaba de entregar su tesis del Doctorado en Sociología (Idaes/Unsam). Es profesora de la Carrera de Ciencias de la Comunicación (UBA), del Instituto de Salud de la UNAJ y de la UMET. También coordina el Departamento de Comunicación del CCC y es mamá de Matías y Joaquín.