«Ariadna. Para una teoría de la comunicación». Anticipo del libro de Sergio Caletti

Nota editorial: el texto que presentamos a continuación forma parte del libro de Sergio Caletti que acaba de publicar la Universidad de Quilmes, en el marco de un proyecto de publicación de las obras inéditas del profesor, que están llevando a cabo los equipos de cátedra y de investigación que trabajaron con él.

Por Sergio Caletti*

Ingresar en el examen, aunque sea somero, de las principales tradiciones teóricas de referencia en el marco de los estudios de comunicación requiere de algunas consideraciones adicionales. De lo contrario, ese examen corre el riesgo de ser leído como una colección más o menos inconexa de formulaciones teóricas con muy distintos puntos de partida: algo que no ocurre en la misma medida en otras zonas del conocimiento. Al mismo tiempo, es necesario advertir que en el recorrido que pueda hacerse a lo largo de este volumen, en más de una ocasión las referencias conceptuales parecerán más bien propias de una psicología o de una ciencia política o de una antropología. Es que, con frecuencia, los estudios de comunicación se imbrican parcialmente en esos u otros terrenos, comprometiendo por arrastre conceptos y tradiciones propias de otros campos.

No cabe ver estas características como un déficit ni como una ventaja de los estudios de comunicación. No se trata de que sea una “disciplina endeble”, como a veces algunos autores se sienten tentados a opinar, ni de que sea un vademécum del universo completo de las ciencias sociales y humanas. Digámoslo de una vez: los estudios de comunicación no constituyen –al menos hasta el momento– una disciplina en el sentido propio del término. Mal puede, entonces, ser juzgada con parámetros que no le caben. Se trata, antes bien, de una zona de investigación y reflexión teórica que pone bajo su lupa un nivel, una dimensión de los fenómenos de la vida social, sean estos más bien sociológicos o antropológicos, politológicos o psicológicos, estéticos o lingüísticos. Esa dimensión –si cabe volver con poquísimas palabras a lo que anticipamos en la “Introducción”– tiene que ver con las informaciones y las significaciones que se producen y circulan en cuales- quiera de los fenómenos de los que se trate. Tiene lógica, entonces, la anunciada dispersión de aportes y problemas. Una historia de la constitución de las ciencias sociales y humanas pondría con seguridad en evidencia la medida en que la organización de las nuevas disciplinas respondió a una taxonomía positivista, con fuertes influencias del modelo de ciencia que para entonces parecía consolidado para las naturales. El punto merece una cierta atención porque es en esa criba donde los estudios de comunicación –nótese que hemos venido insistiendo en el giro, evitando “comunicología”– no se constituyen como una disciplina más, sino que por el contrario adquieren ese estatuto relativamente difuso y abarcador que las caracteriza en el sentido común.

 

Nos explicamos mejor. En términos por cierto esquemáticos, podría decirse que cuando se despeja el camino para la formación de estas nuevas disciplinas, la concepción predominante acerca de qué cosa era una ciencia se asemejaba considerablemente a lo que hoy supone de ellas un cierto criterio vulgar. Se tendía a dar por bueno que la investigación científica avanzaba, con objetividad, realismo y transparencia, hacia las cosas del mundo, para descubrir sus secretos sobre la base de la observación u otros recursos de registro empírico. Los objetos de la investigación científica eran, de hecho, las cosas mismas pasibles de ser observadas. Una disciplina científica, así, se constituía en torno de una suerte de zona de objetos empíricos observables, respecto de cuyas regularidades podía formular una serie de proposiciones de cierto valor universal, y con cuyo apoyo estaba en condiciones de avanzar hacia la indagación de procesos específicos.

Los estudios de comunicación no constituyen –al menos hasta el momento– una disciplina en el sentido propio del término. Mal puede, entonces, ser juzgada con parámetros que no le caben. Se trata, antes bien, de una zona de investigación y reflexión teórica que pone bajo su lupa un nivel, una dimensión de los fenómenos de la vida social, sean estos más bien sociológicos o antropológicos, politológicos o psicológicos, estéticos o lingüísticos.

El vasto territorio de los fenómenos que aparecían a la vista en el nuevo escenario social resultó de este modo fraccionado –si se permite la expresión– de acuerdo a los conocimientos y concepciones disponibles. Si el estudio de lo social debía partir de la investigación de la conducta de los individuos o, por el contrario, debía suponer que los hechos sociales eran otros y distintos, irreductibles con los comportamientos individuales, fue por ejemplo un debate largo y decisivo en el que la conocida intervención de Émile Durkheim (Las reglas del método sociológico, editado originalmente en 1895) terminó por inclinar la balanza. De un lado quedó la sociología, y del otro lado la psicología. A la vez, las fronteras entre la sociología y la antropología tardaron todavía más en demarcarse. En definitiva, mientras la naciente sociología encontraba sus “objetos” en la propia sociedad occidental, lo que se llamó antropología se hizo cargo durante varias décadas de los grupos y sociedades extraños a Occidente. Ahora bien, ¿cuáles pueden concebirse como los objetos específicos de una disciplina comunicológica? ¿Cuál la fracción de la realidad social que le correspondería en el reparto? Si acaso ahora resultara relativamente más sencillo que un siglo atrás elaborar una respuesta, las preguntas hoy propias de los estudios de comunicación asomaban entonces entremezcladas en cada uno de los diversos recortes en los que se fraccionaba la vida social. Aparecían vinculados a la lingüística, claro está, pero también a la sociología de esa institución novedosa que eran los nacientes medios masivos de comunicación, y también a la manera en la que las emisiones e intercambios de mensajes incidían en el comportamiento de los individuos en tanto que tales. Asimismo, aunque de ello se adquirirá conciencia algo más tarde, resultaban en estrecha conexión con los rituales, ceremonias y hábitos de las sociedades mal llamadas “primitivas”. La cuestión central es que, como se dijo, los problemas de la comunicación se encuentran estrechamente ligados a los de la significación. En otras palabras, los problemas de la comunicación tienen que ver con la manera en que las significaciones cambian de acuerdo a la combinación de códigos que se ponga en juego en distintos contextos histórico-sociales y en cada situación particular. Pero aquí se plantea un problema de corte epistemológico, es decir, propio de una teoría general del conocimiento científico.

Hablar de los problemas de la significación supone poner en tela de juicio cualquier asunción unívoca respecto de aquello que las cosas parecen mostrar de sí a la observación. Hablar de significaciones implica formularse un tipo de problemas que por definición se separan del objeto empírico para constituir su centro en –para usar un giro antiguo– un objeto ideal y formular una pregunta que atiende a la relación que los seres humanos sostienen con él. Hoy, esta conceptualización parece elemental, pero hace un siglo no lo era para nada. Será más tarde que la epistemología vendrá a establecer que, en rigor, cualquier observación de “las cosas” está cargada de un bagaje previo de códigos interpretativos, de conceptos, de signos, y no supone un contacto directo ni despojado con las cosas mismas. Hoy en día se entiende que hasta la propia percepción, de base sensorial, no es absolutamente objetiva. Por ejemplo, es sabido que los esquimales que habitan el norte de Finlandia distinguen visualmente siete distintos tipos de nieve allí donde nosotros solo vemos una única y misma cosa, y que cuentan además, para cada uno de los siete, con una palabra diferente.

Hablar de los problemas de la significación supone poner en tela de juicio cualquier asunción unívoca respecto de aquello que las cosas parecen mostrar de sí a la observación. Hablar de significaciones implica formularse un tipo de problemas que por definición se separan del objeto empírico para constituir su centro en –para usar un giro antiguo– un objeto ideal y formular una pregunta que atiende a la relación que los seres humanos sostienen con él.

Pero una aproximación a los problemas que incluya esta complejidad estaba muy lejos de formar parte de la mirada predominante en el momento de la formación de las ciencias sociales. Los problemas de la comunicación no tenían ocasión de recalar en una zona propia y distinta, sino que se entrecruzaban con casi todas ellas y, por lo mismo, no había lugar para la constitución de una disciplina específica, salvo en el muy particular caso de los signos entendidos como portadores de un concepto en sí mismos. Y este caso particular habrá de estar, precisamente, vinculado de modo estrecho a la fundación de la lingüística, la cual efectivamente se constituye como una disciplina más de las ciencias sociales.

Desde el punto de vista de la lógica que dio lugar al actual ordenamiento en disciplinas –una zona empírica delimitable de “objetos propios”, una teoría y un método para investigarlos–, la “comunicología” es entonces, más bien, una disciplina imposible: los problemas de la información y de la significación en el marco de la vida social no se configuran como asuntos que pueden “recortarse” e investigarse más o menos extrapolados del contexto en el que se producen sino que, por el contrario, constituyen un aspecto o nivel de problematización posible para todos los fenómenos de la vida social. Para referirnos a la “comunicología” –transversal a las ciencias humanas y sociales– es más pertinente hablar, entonces, de un campo de problemas y de estudios. Y, si bien en este siglo transcurrido los enfoques sobre estas cuestiones han variado apreciablemente, el mapa disciplinario trazado entonces tendió, claro está, a permanecer. Durante el segundo cuarto del siglo XX, y aun durante buena parte del tercero, los estudios e investigaciones sobre los problemas de la comunicación crecieron de manera predominante en los marcos de una cierta diversidad de campos intelectuales y disciplinarios, en cada caso, a la sombra de tradiciones, teorías y formas de abordaje propios de esos campos. Esta historia singular dejará sus fuertes marcas en los estudios de comunicación. Será recién hacia la década de 1970 cuando los puntos de partida que párrafos arriba vinculamos al positivismo entren en una fase de revisión profunda, cuando el pensamiento contemporáneo comenzará a formularse sistemáticamente los nexos entre los distintos desarrollos relativamente autónomos a los que había dado lugar hasta entonces la problematización heterogénea de los fenómenos de la comunicación.

Desde el punto de vista de la lógica que dio lugar al actual ordenamiento en disciplinas –una zona empírica delimitable de “objetos propios”, una teoría y un método para investigarlos–, la “comunicología” es entonces, más bien, una disciplina imposible: los problemas de la información y de la significación en el marco de la vida social no se configuran como asuntos que pueden “recortarse” e investigarse más o menos extrapolados del contexto en el que se producen sino que, por el contrario, constituyen un aspecto o nivel de problematización posible para todos los fenómenos de la vida social.

Es posible formular en este sentido una observación adicional. Hacia esos mismos años comienza a dejarse sentir con fuerza notoria, en todo el territorio de las ciencias sociales y humanas, lo que algunos llaman desde entonces el giro lingüístico, otros el giro cultural y aun otros el giro hermenéutico o el giro semiótico. En todos los casos, aunque con distintos acentos, el señalamiento se orienta en una dirección común: la reflexión teórica se ha hecho cargo, de manera radical, del hecho de que los conceptos con los que decimos conocer el universo social no son tanto nombres que dan constancia cierta de la realidad misma de las cosas sino, más bien, significaciones que gozan de un cierto consenso en las comunidades académicas respectivas.

Contra este telón de fondo, la agenda de los temas vinculados a la comunicación no ha hecho sino adquirir relevancia creciente. En definitiva, se sobreentiende, los múltiples, colectivos, anónimos micro- procesos donde los signos circulan y son leídos y significados por una determinada comunidad (ya sea que lo hagan a través de los grandes medios, ya sea que lo hagan en el intercambio cotidiano) son la forja en la cual comunicación y cultura se ensamblan para dar lugar al mundo que efectivamente habitamos.


*Sergio Caletti (1947-2015) fue uno de los más destacados teóricos argentinos de la comunicación. Desenvolvió una trayectoria significativa en el periodismo y actuó en espacios relevantes de comunicación política militante tanto en ámbitos partidarios como estatales. Exiliado de la dictadura de 1976 en México, participó en espacios fundacionales de la institucionalidad democrática en la posdictadura junto con figuras como Héctor Schmucler, Nicolás Casullo, José Aricó, Jorge Bernetti, Juan Carlos Portantiero y Armand Mattelart, entre otrxs. Desarrolló la materia Teoría de la Comunicación III en la carrera de ciencias de la Comunicación (FSOC-UBA). Fue decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA entre 2010 y 2014.