Aquella aparición de la política, veinte años después

Por Betina Guindi* 

Pasaron veinte años de las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001. Las nombramos tantas veces que pareciera no haber mucho más jugo para sacarle a la memoria de esos días. Sin embargo, eso tiene de bueno la preocupación por lo inteligible: nunca se agota. Menos aun cuando, como en este caso, fueron experiencias que conmovieron nuestra existencia política tras años de esa mezcla rara de resistencia, adormilamiento y frustración.

Ese diciembre reconfiguró el espacio de la(s) ciudad(es): escenas asamblearias irrumpían por sobre un neoliberalismo desbocado, sucesor de la oscuridad dictatorial, que había impuesto el canon del declive de la vida común. La memoria de esos episodios pervive con particular potencia en imágenes que muestran y atestiguan pero que también participan, como lo diría el teórico alemán Horst Bredekamp, aludiendo a su condición performativa. Esas imágenes políticas aparecieron en escena disputando a esas otras cristalizadas en la visualidad dominante. Contra las imágenes del poder como cabeza del Leviatán –perfilada por Thomas Hobbes–, contra las de los caídos como meras víctimas –encarnada en la “teoría de los dos demonios”–, contra las de cuerpos atrapados en el hedonismo mercantil, emergieron, circularon y aun circulan imágenes de la insurgencia, la militancia popular y la asamblea democrática; promesa de una transindividualidad posible, heredera de experiencias que antecedieron pugnando por un reparto otro frente a la desigualdad cristalizada.

Fotografía La Plaza de Mayo es del pueblo, de Roman von Eckstein. Indymedia

Las ciudades nunca son escenarios preexistentes ni epifenómenos de la vida social, pero en diciembre 2001 su cualidad de locus de la vida política recobró un olvidado protagonismo. En esos días, las plazas dejaron de ser temporalmente sólo el lugar de lxs niñxs, deportistas y paseantes para recuperarse como ágora; como reactualización de la condición agonal expuesta en la radical reformulación de la relación entre gobernantes y gobernadxs, como le gusta decir a Étienne Balibar.

La cosa también puede ser formulada en el lenguaje de Jacques Rancière: lxs cualesquiera invadiendo las calles y tomando la palabra; arrancando derechos que pusieron en jaque las arbitrariedades de un Estado que se había acostumbrado a la absoluta subsunción a las lógicas mercantiles y demás grupos de poder. Las fogatas encendidas, las piedras volando, los objetos ardiendo, las paredes escritas y los rostros cubiertos ponían freno a una violencia estatal oculta tras un normativismo liberal-capitalista. Frente a la pretensión de instaurar un estado de sitio por parte del gobierno de lo que quedaba de la Alianza, la desobediencia cívica desenmascaraba la ilegitimidad de ese gobierno. Aunque no sólo eso; además, de un sistema político escindido hacía bastante tiempo de las “ciudadanías desde abajo”. No fue sin costo. Una vez más, lloramos lxs muertxs a causa de la represión estatal. Una vez más también, las voces y los cuerpos de ellas, Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, salieron a bancar.

Las fogatas encendidas, las piedras volando, los objetos ardiendo, las paredes escritas y los rostros cubiertos ponían freno a una violencia estatal oculta tras un normativismo liberal-capitalista.

Diciembre de 2001. Fotografía de Enrique García Medina
Pintadas contra Domingo Cavallo. Agencia REUTERS.

Aún es motivo de discusión el alcance de algunas solidaridades aparecidas en ese momento entre ciertos sectores medios y populares. ¿Cuán consistente fue la consigna “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”? A la luz de las tendencias a la derechización que parecen expresar hoy muchas de las intervenciones ciudadanas, parece difícil escaparle a las lecturas pesimistas. Sin embargo,  puede que sea más productivo rehuir a diagnósticos simplificados. Respecto de ese asunto también sigue habiendo bastante tela para cortar.

20 de diciembre de 2001. Foto: de Indymedia Argentina
20 de diciembre. Manifestantes avanzan por la Av. Roque Saenz Peña. Fotografía de Enrique García Medina
Fotografía de Indymedia

Fueron días de (un precario intento de) destitución del reinado de la patria financiera inaugurada varias décadas antes, aunque ésta haya sentido apenas las cosquillas de las pintadas en las fachadas y algunos vidrios rotos. Las lógicas depredadoras no se movieron ni un ápice y, corralito mediante, colaboraron con la profundización del empobrecimiento general. También, hubo tristes batallas entre pobres que, saqueos mediante, mostraban las consecuencias de años de políticas excluyentes e individualizantes instauradas por el orden neoliberal. En un plano mayor, ya se había largado la carrera de aquello que fue tomando el nombre de antropoceno y, más recientemente, el tecnoceno, como nos permiten nombrarlo diagnósticos lúcidos como el de Flavia Costa.

Sin duda, diciembre del 2001 puede interpretarse como un momento de inflexión. Fue ese instante de aparición de la política para quienes la entendemos como la institución de la igualdad. El comienzo de la impugnación de ese ciclo voraz de los neoliberalismos en América Latina. En los años siguientes, en su condición jánica, la figura del Estado volvería a ser lugar de algo distinto que el mero brazo ejecutor de las lógicas mercantiles. Actualmente, muchas veces el fervor de esos días aparece demasiado diluido en ciertas formas de estatalidad que acaban obturando la condición instituyente. Pero desacierta Rancière cuando desestima todo proceso de institucionalización. El momento de constitución resulta ineludible a la hora de avanzar en la efectivización de los reclamos presentes en los procesos de luchas populares. En América Latina, y en Argentina en particular, sabemos bien que ese paquete es también parte del problema y de la disputa. 

Sin duda, diciembre del 2001 puede interpretarse como un momento de inflexión. Fue ese instante de aparición de la política para quienes la entendemos como la institución de la igualdad. El comienzo de la impugnación de ese ciclo voraz de los neoliberalismos en América Latina.

La democracia no es otra cosa que esa invención permanente, decía Lefort. En tal sentido, podría hablarse de un retorno de una ciudadanía social –en un sentido distinto a la gradualidad de Marshall– como algo diferente a una mera ampliación de beneficios otorgados por el Estado sino como expansión de la politicidad en términos de la tramitación del conflicto social. Una ciudadanía que en su potencial insurgente y en articulación y disputa con el Estado, como postula Balibar, sea capaz de politizar lo social y socializar lo político. Efectivamente, esa nueva puesta en juego de la ciudadanía social acarreó, una vez más, una serie de desplazamientos. Uno de ellos, volver a dotar de cierto peso a la posición de lxs trabajadorxs respecto del capital aunque lejos de poner en jaque la asimetría estructural entre capital y trabajo. Por otra parte, y a diferencia de las experiencias el siglo XX, las ciudadanías en plural, en su condición aporética, dieron paso a otros derechos sociales, civiles y políticos con algunos correlatos en materia de regulación de nuevos derechos. Es cierto que, a diferencia de las dinámicas del siglo XX, la institución de la desigualdad no sólo se concreta a través de dispositivos materiales. Las condiciones actuales del tardo-capitalismo día a día corren la cancha generando desigualdades materiales e inmateriales, impactando en la subjetividad y en los lazos transindividuales con una voracidad inconmensurable. En días en que se impone una virtualización de muchos órdenes de la vida (sanitarios, educacionales, recreativos, laborales; todo en el sentido más amplio imaginable), la brecha digital es un ejemplo flagrante de la desigualdad como realidad y horizonte (a transformar). Las disputas contra las distintas brechas evidencian la urgencia de una reformulación de la relación entre ciudadanía y democracia en el sentido de una universalización de derechos.

Históricamente, hacer públicas las cosas  ha sido un camino para la irrupción de la democracia en un sentido radical. También construir una memoria política sobre ellas. Las imágenes de las multitudes pueden interpretarse en esa dirección. Acierta Paolo Virno cuando reconoce que multitud precisamente remite a los «muchos», la persistencia de las singulares en el aparecer plural que coinciden en el espacio público. Pero también desacierta cuando se ocupa de oponerla a pueblo a secas, intentando extirparle la multivocidad que éste guarda. Desde nuestra historia, digamos una vez más, latinoamericana y argentina, es imposible aceptar que las batallas se hayan esgrimido sólo en la forma de Pueblo Uno.  En tiempos cortos, el accionar de esos días puso en escena la gimnasia que a lo largo de la década previa los nuevos actores piqueteros habían impuesto como sublevación ante la exclusión del mercado laboral y de la vida social en general. En tiempos largos, la serie es mucho más compleja. Las manifestaciones de una conflictividad social relativa a condiciones de violencias y desigualdades presentes en cierto momento histórico vehiculizan tradiciones de lucha popular muy diversas, influencias de distinto orden que operan con mayor o menor lejanía. En ese sentido, la circulación mediática de imágenes que mostraron los episodios del 19 y 20 no sólo intervinieron en la escena política de esos días sino que siguen obrando a través de su participación en la construcción de una iconografía política plebeya. La dimensión obrante de la multitud, el gesto sublevado, el adoquín arrojado como manifestación de la ruptura de la ciudad como reino de privilegios. También, la de placas con nombres y las fotografías de los rostros de lxs muertxs que recuerdan la violencia de las luchas y la vida singular de sus protagonistas.  

Placa en memoria del asesinato de Gastón Riva, colocada en el lugar en que fue asesinado por fuerzas policiales, en Avenida de Mayo al 895. Fotografía de Roblespepe.

Tras veinte años, vale insistir en  la revisión de estos acontecimientos aunque sin impregnarlos de una interpretación anclada en la pura novedad. En todo caso, dejemos esa costumbre a los discursos neoliberales que, como diría Enzo Traverso, nos invaden con sus lógicas cargadas de “presentismo”. Seguir imaginando el horizonte de la política nos obliga a sostener (¿despertar?) nuevamente el ejercicio de pensar históricamente. Al modo en que lo propone Reinhart Kosselleck, aceptar que no hay tal cosa como un puro presente. Apenas, un permanente entrecruzamiento de pasado y futuro que nos permite seguir pugnando por un destino común, enlazando nuestra existencia a la memoria de otras luchas.


* Lic. en Cs. de la Comunicación, Dra. en Cs. Sociales, UBA. Docente del Seminario de Diseño Gráfico. Investigadora del Proyecto Imagen y política. Directora del PRI: Sujetos y espacios en disputa: apariciones de lo político en la contemporaneidad.